Los bombardeos a la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955 buscaban matar a Juan Domingo Perón, por lo que no sólo apuntaron contra la Casa Rosada, sino que también hicieron blanco en el barrio de Recoleta, donde se encontraba su residencia. El presidente estaba oculto en el Edificio Libertador; sin embargo, el suboficial Andrés López, jefe de la custodia de la casa, salió a enfrentar a los aviones. A sus 91 años, aún recuerda en detalle lo que ocurrió ese día.
“Sabíamos que estaban bombardeando la Plaza de Mayo. Se me acerca Atilio Renzi [el mayordomo de la residencia] y me dice: ‘López, llegó la orden de desalojar este lugar. Así que proceda’. No, usted haga que se desaloje. Con mi gente voy a dedicarme a defender esto como si Perón estuviera adentro.
”Agarré las tres ametralladoras Coll, subí a la terracita que tenía atrás, armamos todo, las pusimos bien cruzaditas, y ahí nos sorprendió el primer avión. Sentíamos que llovían vidrios de los edificios de al lado, producto de la onda expansiva de las bombas. Cuando cayó la primera bomba nos mantuvimos en el lugar. Iban y venían aviones, y no sabíamos cuáles eran los nuestros y cuáles los de los otros. En Agüero hay un paredón que sujeta la tierra de la Plaza Francia, la bomba golpeó ahí, cayó y no explotó. Era de gran capacidad, al punto de que quedó un cráter en el lugar. A partir de ese momento, para cualquier avión que se movía en dirección hacia la residencia había fuego libre: les tirábamos y los tipos levantaban y tiraban.
”Me sentía como un boxeador nervioso en medio del ring. O me mataban o los mataba yo. Después, con el tiempo me di cuenta de las consecuencias que podría haber traído lo que hice. Si me hubieran hecho algo, si hubiera matado a algún milico o si hubiera caído una bomba adentro de la residencia y nos mataba a todos o a tres o a cuatro, ¿quién hubiera sido el responsable? Yo, por no haber cumplido la orden.
”Al día siguiente se hizo la primera reunión de gabinete en la residencia presidencial y Perón me mandó llamar y me felicitó delante de todos los ministros. ‘Cuénteles cómo vinieron los aviones’. Al final les conté todo, lo de las tropas motorizadas, las bombas, etc.
”Un par de días después, me llaman del chalet y me dicen que el General quería verme en el garaje de la residencia. Cuando llegué, se me acercó y me comentó: ‘Quiero hacerle un presente por su actuación el 16 de junio’. ‘No, me he limitado a cumplir con mi deber, fue lo único que hice’. ‘Quiero tener un presente con usted: elija una moto’. ‘No, si quiere tener un presente, lo que me dé será bien recibido’. ‘Vea, López, si a mí me da a elegir, me quedo con la roja. Elija’. ‘La roja’. ‘Lo felicito, López, veo que sabe elegir’. Era la primera Java 500, que se la había regalado una comisión checoslovaca. Salimos y nos estaba esperando el fotógrafo de la Policía. Le digo: ‘Esto lo voy a disfrutar con los suboficiales y soldados del destacamento porque esto es para todos’. ‘No, ésta es para usted, a los suboficiales les voy a regalar una a cada uno’. La usé para conspirar contra la Libertadora al año siguiente, me movía con ella para todos lados”.
Iglesias incendiadas. Horas después de los bombardeos en la Plaza de Mayo comenzaron los incendios en las iglesias. Una a una fueron atacadas por la muchedumbre que buscaba vengar la matanza de los civiles y el intento de asesinar al presidente Juan Domingo Perón.
Regía la barbarie desde temprano. El odio y la muerte habían ganado las calles de la ciudad. En medio de ese caos, dos judíos, sin saber el uno del otro de su existencia ni su decisión, salieron a ayudar a sus compatriotas perseguidos y atacados. La iglesia de San Ignacio de Loyola fue una de las que mayores destrozos sufrieron y de las primeras en caer por su cercanía a Plaza de Mayo, donde se iniciaron las revueltas. Un grupo de entre setenta y ochenta personas buscaba ingresar en ella cuando salió el cura José Lattuada y los enfrentó.
“‘Señores, si ustedes tienen algo con los curas, me matan a mí, pero no rompan eso que es del pueblo’, les dijo, y amablemente lo tomaron de los brazos, lo corrieron a un costado y entraron a romper todo”, afirma Enrique Corradeti, quien escuchó la historia de boca del sacristán, que estaba presente en ese momento. A los pocos minutos, la iglesia comenzó a arder. Al ver las llamas, el monaguillo Abel Gómez ingresó por la puerta de la casa parroquial para intentar salvar algunas reliquias. Logró encontrar el copón y la custodia de oro, que databan de 1790. Tomó el paño con el que se cubría el sacerdote, envolvió todo y salió corriendo. “En medio del tumulto nadie se dio cuenta”, recuerda Gómez.
Cuando llegó a la calle se encontró con Lattuada, que se había sacado la sotana y tenía un sobretodo largo, y al oftalmólogo Elías Axenfeld, quien cruzaba Bolívar para ayudarlo. El oculista, hijo de gauchos judíos y nacido en 1906 en Entre Ríos, era su amigo íntimo.
El párroco se asombró al ver a Gómez salir de la iglesia y le preguntó qué estaba haciendo allí, y el monaguillo le mostró lo que había recuperado. Axenfeld se ofreció a esconderlas. “Me dijo: ‘Deme las reliquias a mí, soy judío, bajo mi cadáver me las van a sacar’”, afirma.
El oftalmólogo cruzó a su departamento en Bolívar 226 y las escondió en el sótano del edificio. Ese mismo día, la Policía ordenó evacuar la zona por temor a que explotaran algunas de las bombas que habían caído esa mañana y no habían estallado. Los Axenfeld debieron mudarse a Cochabamba 1673, donde vivía la suegra del oculista. Al día siguiente le avisaron que debía sacar los tesoros del sótano porque corrían peligro. “Una noche se fue con el auto a buscarlas y las trajo a lo de mi abuela, donde quedaron bastante tiempo”, resalta su hija Ruth. Allí permanecieron hasta octubre de 1955, cuando Perón ya había sido derrocado.
“A fines de septiembre vino a decirle al padre si quería que le devolviera las reliquias, y el cura le pidió que se las quedara unos días más hasta que pudieran hacer un mueble en la sacristía”, recuerda Gómez. Hasta el día de hoy se conservan como uno de los tesoros más preciados de San Ignacio.
El cardenal en peligro. Lo primero que ardió fue el Arzobispado de Buenos Aires, donde el cardenal Santiago Copello cumplía sus funciones. Pese a que había apoyado a Perón durante todo su gobierno, tras la ruptura del presidente con la Iglesia comenzó a alejarse, aunque nunca fue un opositor declarado. Ese día temió por su vida, por lo que decidió esconderse en un lugar donde nadie pudiera encontrarlo.
Llamó a su amigo el rabino Guillermo Schlessinger, quien enseguida le ofreció refugiarlo en su departamento en Córdoba al 1500, a pocos metros del templo de Libertad, donde oficiaba desde 1935.
“Schlessinger lo acogió un par de días en su casa. Se conocían porque él era muy activo en el diálogo interreligioso y, además, era como el representante de la comunidad ante todas las autoridades”, recuerda el rabino Simón Moguilevsky.
La curia hizo trascender que Copello estaba internado en un sanatorio pero en realidad se encontraba junto al rabino, con quien permaneció hasta que la situación se normalizó y pudo continuar con su tarea cotidiana.