Los seres humanos nos vinculamos con el mundo a través de diversos procesos cognitivos que actúan al mismo tiempo. Cuando alguien se levanta para abrir la puerta de su casa no hace un análisis teórico de la distancia que lo separa de la puerta, de su capacidad de moverse y de lo que puede encontrar al abrirla. Sin necesidad de que el sujeto lo provoque, su cerebro realiza varios procesos cognitivos para prever lo que ocurrirá y cómo afrontarlo. Si todo ocurre de acuerdo con lo que era predecible, lo olvidará inmediatamente. Si cuando abre la puerta de su casa se encuentra con algo o alguien muy inusual, no olvidará la experiencia. Desde su campaña en 2005 para ser diputado por la Ciudad Buenos Aires, Mauricio Macri tocó la puerta de miles de ciudadanos que recibieron su visita de manera imprevista. Experimentaron un efecto que no se habría logrado usando ningún otro medio de publicidad o comunicación tradicional.
La mayor parte de nuestras decisiones las tomamos a partir de lo que vemos. Eso ha sido así desde que surgió la especie. Imaginemos a uno de nuestros ancestros en la selva, hace miles de años, mirando que las hojas de la vegetación se mueven de manera sospechosa. No habría tenido tiempo para afinar conceptos, interpretar si estaba en peligro porque acechaba un felino, medir la distancia que lo separaba del peligro y calcular a qué velocidad podía correr. Simplemente veía el entorno, hacía una evaluación vertiginosa de los contextos y, ante la sensación de peligro, huía a gran velocidad. Así se formó el cerebro de los primates hace millones de años, y gracias a eso pudieron sobrevivir.
Cuando el candidato pronuncia un discurso, normalmente analiza con su equipo los textos, y es bueno que lo haga. A los consultores nos interesan las palabras del candidato, pero sobre todo qué es lo que entenderán los electores, que tienen sus propios códigos de comunicación. Cuando una persona escucha un discurso, solamente una mínima parte de la información que recoge es denotativa, es decir, tiene que ver con el contenido del texto. Cuatro quintas partes tienen que ver con la forma y el contexto en que se pronuncia el mensaje. Que digamos que los sapiens funcionamos así no tiene que ver con las ideologías. No se puede decir que los analistas de izquierda creen que los electores se deciden escuchando discursos y analizando programas de gobierno para hacer sus campañas y los de derecha creen que lo hacen guiados por afectos y por su inteligencia emocional. Sucede simplemente que las ciencias experimentales estudian cómo actúan los seres humanos y nos informan el resultado de sus estudios. Todos actuamos así, más allá de la religión laica a la que pertenezcamos.
Sentir. Cuando se comunica un mensaje, los ciudadanos no analizan racionalmente las palabras sino que “sienten” los significados. Esta es una de las limitaciones de las investigaciones electorales: cuando se pregunta algo a los encuestados, responden desde su racionalidad, pero al momento de votar hacen lo que sienten que deben hacer. La esfera de lo motivacional está cargada de elementos emocionales, no es sólo racional. Tiene que ver más con gratificaciones y sufrimientos que con teorías.
En lo que tiene que ver con la política cotidiana, nos guiamos por nuestra inteligencia emocional: cuando sentimos que debemos votar por alguien, es difícil que escuchemos argumentos que nos hagan cambiar de posición. Votaremos por esa persona a menos que nos lleguen otros elementos de comunicación que también sean emocionales y lo suficientemente poderosos como para que cambiemos de preferencia electoral.
La comunicación política actual privilegia las imágenes por sobre los textos. Desde luego que esto no significa que desaparecieron los textos, sino que han cobrado otra función social. Hay personas que corren enormes riesgos por tomarse una foto estrafalaria, caminando por el filo de una cornisa, acercándose a un ciclón o participando de una demostración política. Los cibernautas no evalúan racionalmente los peligros que corren para poner una foto en su Facebook, por la enorme satisfacción que les produce llamar la atención. Muchas personas tampoco analizan el contenido del evento en el que participan sino que sólo buscan un contexto interesante para tomarse una foto. Quieren algo que sea llamativo, fuera de lo normal, que sus parientes y amigos se sorprendan cuando vean el lugar donde estuvieron.
Cuando Justin Bieber visitó Japón, no tuvo mejor idea que tomarse dos fotografías en el Santuario Yasukuni y publicarlas en su cuenta de Instagram. Las fotos podían ser bonitas, pero Bieber no tomó en cuenta que en ese santuario se venera a los criminales de guerra japoneses que violaron los derechos humanos en la Segunda Guerra Mundial. Desde el punto de vista de los japoneses, fueron personas que se sacrificaron luchando por el emperador. Desde el punto de vista de la comunidad internacional, y particularmente de China, son militares que cometieron atrocidades absolutamente increíbles, especialmente en la ciudad de Nankín. El incidente le provocó a Bieber un escándalo y grandes pérdidas económicas, y su música quedó prohibida en el enorme mercado chino.
En las movilizaciones que protagonizaron los indignados en Madrid y São Paulo, algunos medios entrevistaron a jóvenes que dijeron que estaban allí porque les parecía divertido y querían una foto para su Facebook. Algunos de ellos ni siquiera pudieron mencionar qué pretendían los que organizaron la marcha en la que se fotografiaban.
Zeynep Tufekci, académica de la Universidad de Carolina del Norte, dice que la gente en la actualidad está dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de tomarse una foto que satisfaga su exhibicionismo. Las fotografías tienen una nueva función. Antes se tomaban para ser coleccionadas y organizadas en álbumes que recordaran el pasado. Ahora sirven para subirlas a la red y comunicarse con otros seres humanos de manera instantánea, disfrutando de que otros las aprueben o se peleen por lo que ven. En una sociedad de lo efímero, en la que perdió prestigio el pasado, no son un ancla para recordar sino una herramienta para jugar en el presente. Cuando las fotos cumplen su función de impactar en las redes, generalmente se borran, porque en la sociedad líquida la memoria también perdió sentido.
Impera una estética que rinde culto a lo natural y la producción gráfica normalmente está obligada a respetarla. La gente tiende a rechazar las fotos que lucen inventadas, las que parece que se lograron de manera artificial. El arte fotográfico más sofisticado triunfa con imágenes que comunican autenticidad. Por lo demás, se ha desatado el gusto por las imágenes bizarras: lo feo, lo ridículo, lo morboso tiene más espacio que las fotos que representan escenas convencionales. No es algo demasiado nuevo: ocurrió en las cortes medievales con La mujer barbuda, Magdalena Ventura, inmortalizada por José de Ribera, o los enanos de Las meninas y otros personajes pintados por Velázquez. Esa oposición entre mujeres que lucen una belleza convencional y otras que salen de lo convencional fue utilizada políticamente por personajes como Abdalá Bucaram y Hugo Chávez. En todo caso, todo esto supone que debemos reflexionar sin prejuicios sobre el uso de las imágenes en la comunicación política.
Interés. Hay fotógrafos que tienen tanto interés por lograr una imagen inusual que captan su propia muerte en la erupción de un volcán. Más allá del extremismo religioso, el deseo de aparecer en las pantallas es una de las motivaciones que mueven a algunos terroristas a cometer sus atrocidades en nombre del Islam. En los últimos atentados terroristas de Europa, fueron borrosos los límites entre los fanáticos islámicos religiosos y algunos personajes marginales que participaron de ese tipo de actos. Hubo marginales que estuvieron allí sin tener idea alguna de lo que dice el Corán. Eran sujetos que querían obtener sus cinco minutos de celebridad.
En ningún otro momento de la historia fue posible que una persona sin medios económicos ni intelectuales, a veces completamente marginal, tuviera tantas posibilidades de salir del anonimato y exhibirse en el mundo como ahora. Zeynep Tufekci estudia cómo interactuaron entre sí los jóvenes que protestaron contra el gobierno religioso de Erdogan en 2013 en Turquía intentando detener el proceso de islamización de su país, y los jóvenes de la Primavera Arabe que se comunicaban con teléfonos celulares, que eran también cámaras fotográficas que proyectaban al mundo las imágenes de su lucha.
*Profesor de la GWU.