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cristianismo

Jesús, el obrero que trabajaba la madera en Galilea

Los cristianos conmemoran hoy la resurrección de Cristo, el Dios hecho hombre. ¿Hay huellas del paso por este mundo, en la primera mitad del siglo I d.C., de un carpintero de Galilea que se sabía de memoria las escrituras y tenía ardientes seguidores?

Muerto. Así imaginó Andrea Mantegna, en 1490, al Cristo muerto, a punto de resucitar en la Pascua. Para la ciencia de la historia antigua, la entidad “Jesús/Cristo” nunca existió.
| Cedoc

Hasta que apareció en 2014 el volumen de Richard Carrier, On the Historicity of Jesus, de unas 600 páginas de texto, hacía décadas que no aparecía un libro serio, científico, sobre la cuestión de la historicidad de Jesús. Este tema empezó a debatirse sobre todo desde la Ilustración y se detuvo parcialmente hacia 1913 con las importantes obras de Arthur Drews. La aparición del libro de Carrier demuestra que el debate sigue vivo.
Opino de entrada que, naturalmente, para la ciencia de la historia antigua –que se ocupa sólo de hechos observables– la entidad “Jesús/Cristo” nunca existió. Creo que nadie podría discutirlo, ya que por “Jesucristo” entendemos la unión, amalgama o superposición de una posible figura histórica, un carpintero galileo que vivió en la primera mitad del siglo I d.C., con una construcción ideológica judía, el mesías, ungido o cristo celestial, que es un producto mental humano, una construcción meramente teológica, que Pablo de Tarso fue el primero en introducir entre los seguidores de Jesús. Pero a la vez afirmo que si se separan ambas figuras empiezan a solucionarse todos los problemas acerca de la existencia de Jesús de Nazaret como personaje histórico.

¿Qué inconveniente hay en admitir la existencia de un obrero de la construcción especializado en trabajos de la madera (Hillel, el más famoso rabino entre los judíos que vivió un poco antes de Jesús, era zapatero), fanático de su religión, de fuerte carácter, rodeado y amigo de gente ardientemente defensora de las tradiciones de los antepasados y de la ley de Moisés, un hombre –como tantos otros en la Galilea y Judea de su época– que se sabía de memoria las Escrituras, exorcista y sanador como otros “rabinos” de su tiempo, rotundamente fracasado en sus propósitos de convencer a sus conciudadanos de que el reino de Dios iba a instaurarse enseguida, y que fue liquidado por los romanos como uno más de la docena de sediciosos reconocidos entre la muerte de Herodes el Grande y el estallido de la gran guerra judía contra Roma del 66 a.C.?

Y ¿cuántos casos hay de idealización, incluso de apoteosis, de elevación de un ser humano al rango divino tras su muerte, en la historia antigua de esta época y anterior? Muchos y notables, comenzando por Julio César y antes por Platón, Pitágoras, Alejandro Magno y tantos otros. A priori la negativa de los mitistas  –los que sostienen que Jesús de Nazaret fue meramente un mito literario sin base histórica alguna– a considerar la necesaria división entre los dos referentes vitales que aparecen en los Evangelios, el Jesús terreno y el Cristo celestial, supone escoger la solución más difícil, antieconómica y estúpida para un historiador moderno. Son ganas de enredarse en mil hipótesis conjuntadas como un castillo de naipes, y que caen al suelo con facilidad, cuando la solución de admitir la existencia de un personaje irrelevante para el Imperio Romano, pero no para el judaísmo de su tiempo, que tras su muerte fue idealizado y divinizado hasta convertirse en una figura celestial sentada a la derecha de Dios Padre ofrece una explicación razonable y suficiente para el nacimiento del cristianismo, para la actuación de los seguidores de Jesús y para el crecimiento exitoso de la idea de un redentor universal obtenido a partir de la idealización de un mesías liberador judío.

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Propuesta. La hipótesis que propongo puede formularse así: “Si Jesús fuera una mera invención de los evangelistas, lo habrían inventado de un modo que no les produjera tantas dificultades, tantos dolores de cabeza a la hora de mostrar quién era el personaje”. Un ejemplo podría ser la escena del bautismo de Jesús. Si, como evangelista, me invento totalmente la escena del bautismo de Jesús a manos de Juan Bautista, y la dibujo de un modo similar a como aparece en los llamados Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), sería un poco estúpido, porque estaría fraguando una escena que va a producir, a mí y a mi Iglesia, un buen monto de dificultades teológicas… algunas difícilmente superables.

En efecto, la Iglesia a finales del siglo I ya cree que Jesús es el Hijo de Dios real y por esencia, por tanto un ser sin pecado, absolutamente puro como Dios que es. ¿Para qué necesita un ser sin pecado bautizarse con la gente, recibir unas aguas que por esencia misma están destinadas a mostrar el perdón de los pecados? O mintió, o hizo puro teatro. Y que esta dificultad fue sentida lo muestra la manera como un evangelista detrás de otro tratan esa escena, cómo procuran explicarla y arreglarla hasta llegar al Evangelio de Juan que la elimina. Por tanto, los evangelistas están contando algo real de lo que no pueden desembarazarse, pero que intentan explicar y maquillar de algún modo. Hay, pues, un material tradicional, recogido por los evangelistas, que es contrario a su presentación y proclamación del Cristo de la fe. Este material se les impone necesariamente, no pueden eliminarlo, y en él va transportada con toda claridad la existencia histórica del personaje Jesús de Nazaret.

Respecto del testimonio de las fuentes antiguas extracristianas nos detendremos sólo en los dos textos de Flavio Josefo (hacia el 95 d.C.) que mencionan directa o indirectamente a Jesús (Antigüedades XVIII 63-64 y XX 200). Empecemos por el segundo, la mención incidental de la muerte de Santiago “hermano de Jesús, denominado mesías”, texto que casi todos los investigadores consideran auténtico, pues Josefo menciona un considerable número de personas con el nombre “Jesús”, por lo que no es criticable que juzgara necesario distinguir entre ellos. Comenta G. Puente Ojea: “No se le ocultará al lector que el vínculo de sangre entre un individuo realmente existente como Santiago –que ni siquiera los ‘mitistas’ ponen en cuestión– con otro cuya existencia tiene que estar realmente ‘implicada’ en el parentesco con el sujeto de la noticia en discusión, suministrada incuestionablemente por Josefo, representa una referencia segura en cuanto a la existencia necesaria de ambos. Además, Pablo de Tarso, de cuya existencia real nadie ha podido seriamente dudar, afirma que ‘Santiago, Pedro y Juan, tenidos por columnas de la Iglesia, nos dieron la mano a mí y a Bernabé en señal de comunión’ (Gál 2,8). Si Pablo pudiese creer que estaba negociando con personas no tenidas por él como testigos y fedatarios auténticos del mesías Jesús, cuando todavía no se habían escrito los cuatro Evangelios canónicos, habría que pensar de él que era un personaje irreal y fantástico creado por algún escritor esquizofrénico. Pero a nadie se le ha ocurrido aún plantear la hipótesis de un Pablo chiflado”.

Respecto del segundo pasaje, el denominado “Testimonio Flaviano”, opino que la hipótesis de la “autenticidad, pero con retoques cristianos” es la más convincente. Existe un argumento suplementario en pro de su autenticidad. Casi ningún investigador menciona el final del texto sobre Jesús que sirve de empalme con el siguiente y que me parece iluminador: “Y por el mismo (tiempo de Jesús) ocurrió otra cosa terrible (héteron ti deinón) que causó gran perturbación entre los judíos (ethorýbeei toùs ioudaíous)”. Parece casi evidente que el núcleo del testimonio de Josefo sobre Jesús estaba dentro de una lista de personajes y sucesos ominosos que impulsaron a los judíos a la desastrosa sublevación del 66 d.C. El escriba cristiano no pudo inventar algo tan negativo para Jesús, sino que alteró el conjunto del texto, pues la historia de Jesús estaba dentro de las “cosas terribles” que le habían sucedido al pueblo judío. Por tanto, Jesús de Nazaret, como predicador fanático del reino de Dios, cuyas ideas contribuyeron al desastre del 66, hubo de existir necesariamente.

 

En busca de la cara oculta de Cristo

Hoy día asistimos a un cierto resurgimiento del interés por la literatura apócrifa neotestamentaria, en especial por los Evangelios. Mucho de ello se debe, en círculos esotéricos o afines de nuestros días, al deseo morboso de encontrar en este corpus de escritos no admitidos como sagrados por la Iglesia oficial algunas verdades, más o menos interesantes o comprometidas, que esa misma Iglesia, sobre todo la católica, habría pretendido ocultar a la vista de los fieles. Además algunas personas creen poder encontrar en la enseñanza secreta de Jesús, que parcialmente transmiten algunos apócrifos, sobre todo los de Nag Hammadi y afines, la cara oculta de Cristo.

Frente a este interés se debe insistir en varias cosas. Primera: estos textos apócrifos no pueden hoy ocultarse. Son manuscritos conservados en museos e instituciones públicas; no son ya propiedad de las iglesias cristianas, sino de las ciencias de la Antigüedad –la filología y la historia antigua– que deben estudiarlos, y de hecho lo hacen, como cualesquiera otros documentos que nos han legado los pasados siglos en Occidente. Segunda, como la Iglesia libró y ganó la batalla contra ellos sobre todo a partir del siglo IV, hoy día no tiene ningún interés en mantenerlos ocultos. Insistimos en que la inmensa mayoría de las ediciones modernas de los evangelios apócrifos está realizada por eclesiásticos con las bendiciones de los obispos respectivos. Tercera: es importante tener en cuenta la fecha de composición de los evangelios apócrifos. Como hemos sostenido ya, la inmensa mayoría son muy tardíos, y los más antiguos de todos, como el Evangelio gnóstico de Tomás y el Protoevangelio de Santiago, son en su forma actual al menos posteriores cronológicamente a la composición de los evangelios aceptados como canónicos. Da la casualidad de que los escritos de Marcos, Mateo Lucas y Juan son los evangelios probadamente más antiguos de todos los que se conocen. Sólo este dato coloca de inmediato estas obras apócrifas evangélicas en el rango de la literatura de ficción, a la vez que arroja luz sobre el valor y la trascendencia de estos textos: en verdad casi sólo valen para la historia de la teología y de las ideas religiosas del siglo II, o posteriores a él, y no para desvelar auténticos secretos de la vida de Jesús o de los orígenes del cristianismo.

Extraído  de La vida de Jesús  a la luz de los evangelios apócrifos.

 

*Doctor en Filología Griega.
Especializado en Lengua y Literatura del cristianismo primitivo. Universidad Complutense de Madrid.