Desde el cielo, al mirar por la ventanilla del avión, lo primero que destaca es la amplitud del territorio: la ciudad no tiene límites, y, aún desde las nubes, a nada se parece tanto como a los parajes apocalípticos de la saga Mad Max: un desierto devastado y arenoso propio de una pesadilla interminable.
Al andar sus calles, en auto riguroso debido a que se trata de distancias largas pensadas no para el peatón sino para el automovilista, se instala una sensación que, urbanística y arquitectónicamente, ya no te abandonará nunca: Ciudad Juárez es fea, pero fea con avaricia.
Aunque desde hace muchos años Juárez suele ser considerada como una de las ciudades más peligrosas del planeta, es un hecho que hasta hace poco tiempo existía, de acuerdo con los locales, una muy relativa sensación de sosiego. Sensación que se fue al carajo luego de que hombres desconocidos, de los que no supo y probablemente no se sabrá nada, asesinaran a diez personas la noche del 23 de septiembre luego de un partido de béisbol, en la periferia de la ciudad. Los muertos fueron cinco hombres, una mujer, tres muchachos y una niña. Una auténtica masacre.
Y es que aquí, en la ciudad legendaria por ser tierra de traficantes y de maquila (fábricas de mano de obra barata femenina, con pésimos salarios y peores condiciones laborales), el horror ha terminado por ser parte del paisaje, una zona caliente –en Juárez el sol pega de lleno, inclemente, y a las 6 y media de la mañana despierta con un calor de 26ºC– en la que el entorno, pese a sus hermosos cielos añiles, incendiados al atardecer –y en la mañana– todavía huele a sangre.
Juárez es tristemente famosa debido a la exorbitante cantidad de feminicidios, la mayoría con rastros de tortura y violencia sexual, en medio de una galopante impunidad. Acá, en una noche cualquiera, una mujer puede esfumarse en lo que dura un parpadeo, incluso en el centro de la ciudad. De veinte años a la fecha, se calculan más de 700 “muertas de Juárez” y más de 11 mil asesinatos durante el sexenio del ex presidente Felipe Calderón (2006-2012), la estrella más fulgurante en el horizonte de los ineptos.
Como sucede con Tijuana (Baja California), Nogales (Sonora) y Reynosa (Tamaulipas), Ciudad Juárez es una ciudad de frontera, es decir, la puerta trasera de los americanos. Es casi imposible creer que, además de un río, sea un muro de concreto lo que divide la malhadada realidad mexicana del sueño americano que representan los Estados Unidos. Al mirar la barda que se yergue a la orilla del Río Bravo, lo primero que se siente es furia, luego congoja y también desesperanza. Pero al final, con la mandíbula trabada, lo que prima es el amargo sabor de la impotencia.
Paseando los ojos por las calles, sin embargo, es posible percatarse de que, como todos los sitios entrampados por la violencia –pienso en lo que fue Medellín en los 90 o en la actual San Salvador en Centroamérica– la vida sigue su curso. Los comercios están abiertos, funciona el transporte público, la gente va y viene por la ciudad e incluso, como es mi caso, invitan a escritores de todo el orbe a encuentros de literatura, un hecho que cuenta con un altísimo valor civil dadas las circunstancias. Y eso choca con la idea preconcebida que algunos puedan tener del infierno, es decir, la naturalidad con la que se vive en una urbe con 148 homicidios por cada cien mil habitantes. Estos datos, que pueden impactar a un ciudadano argentino, se viven de otra manera cuando uno es mexicano; no por un rasgo folclórico o cultural, sino por el hecho de que el ser humano, para subsistir, se acostumbra a vivir incluso en las condiciones más adversas, experimentando, en el caso de Juárez, una extraña ambigüedad entre la resignación, la cotidianidad y una extraña variante del miedo. La vida siempre es más dura en el norte, es cierto, pero no deja de ser vida. Por ello, más que sorprender, tiene sentido que un lugar tan golpeado por la criminalidad y la droga –pero sobre todo por la ineficacia de un gobierno corrupto– sea a la vez un lugar tan desbordante de vida. Y es que si bien la ciudad está devastada –no sólo por el crimen sino también por una nebulosa serie de obras públicas a medio hacer en las que se adivina la rapiña, la coima y el desinterés– resulta evidente que la ciudad palpita. Al inicio de Las ciudades invisibles, Italo Clavino describe un territorio que recuerda estos parajes: “es una destrucción sin fin ni forma y su corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio”.
Juárez está rota y mal herida, es evidente. Pero respira convulsa en una noche sin confines.
La ciudad de noche. En México, para escritores, periodistas y toda suerte de oportunistas, se ha vuelto casi un género literario escribir sobre las vicisitudes del norte, describiendo las duras condiciones que imperan en la frontera no siempre desde la comprensión y la empatía, sino de la proeza machista y la vanidad negativa: hay gente que ostenta el norte como una especie de medalla, cicatriz alevosa en la que se confunden la estupidez y la fanfarronería, lo que ocasiona, para ciertos imaginarios, una distorsión de la realidad en pos de un folclorismo rastacuero.
Fue para contrarrestar ese imagen que exploré en compañía de un amigo algunas cantinas al vuelo. Nuestra primera parada fue un apacible lugar que parecía sacado de las novelas de Cormac McCarthy o de la entreverada visión de Robert Rodríguez con el mejor Tarantino: El Recreo es un lugar apacible en cuya rockola suenan tangos viejos y los comensales borrachos invitan tragos a desconocidos y burritos de hielera, que es un bocadillo local muy sabroso para el cual no existe equivalente en español argentino.
Luego, ya beodos, nos desplazamos al Yankees Bar, un tugurio pegado a la frontera donde atienden meseras obesas y se atisba una fauna muy nutrida de esa especie de hombres con los que uno tiene la certeza de no querer cruzar palabra. –“¿Y aquí no pasa nada, pariente? –pregunté– ¿es seguro el arrabal?”. –“Es seguro hasta que pasa algo, compa” –me respondió mi cuate–. “En cualquier momento entra o sale algún pelado y se chingó la cosa”.
Salimos de la cantina y caminamos por la avenida Juárez, donde hay puestos de comida, frituras, bares inmundos y un penetrante olor a orines. A nuestra espaldas, queda el puente gigante para cruzar al otro lado. Que con su pan se lo coman.
Andando sin rumbo fijo en medio de una tolvanera infernal –estamos en el desierto y acá la arena se mete en los ojos, la boca e incluso en los güevos– mi camarada me cuenta la historia de Diana, la cazadora de choferes, una mujer que cobró notoriedad hace unas semanas por matar a dos colectiveros de la ruta que toman las mujeres que trabajan durante la noche en la maquila. Al día de hoy las autoridades no han dado con ella, pero sí con una misiva anónima que se filtró a los medios: “Mis compañeras y yo hemos sufrido en silencio, pero ya no podemos callar más, fuimos víctimas de violencia sexual por choferes que cubrían el turno de noche de las maquilas aquí en Juárez, y aunque mucha gente sabe lo que sufrimos, nadie nos defiende (...) Yo soy un instrumento de venganza”.
Juárez es un lugar extraño, en el que aparecen asesinos solitarios, se organizan conmovedoras lecturas de literatura y donde, si uno olvida su maletín en un antro de mala muerte, lo resguardan y lo devuelven a su dueño.
Por eso es tan difícil comprender la realidad mexicana, por lo mucho que tiene de contradictoria, fascinante y demencial. Por su incesante cuota de brutalidad mezclada con fuertes dosis de piedad y de miseria. México es una fragilidad en la que, pese a la desesperanza crónica, se adivina la vitalidad y la ternura: una sangre espesa y recurrente que lleva vida y muerte en su caudal.
Juárez, tendida al sol y desolada, en medio del desierto que la devora y la calcina, es también el lugar en donde empieza esta tierra que me habita.
*Periodista mexicano.