Una máquina de cortar pasto rojo fuego, recién pintada, corre por una bajada de tierra polvorienta bajo el cielo abrasador del mediodía. “Taxi” dice el cartel pintado a mano que Manuelito tiene agarrado con la mano izquierda, mientras que con la otra vuela en su moto taxi casera saltando sobre las piedras. “Motor nuevito: camina y no se apaga”, promete con orgullo. Con esta herramienta de trabajo, que cuida como una reliquia, Manuelito recorre desde el amanecer hasta la noche todos los rincones de Corea, la villa miseria más poblada de la periferia de La Habana.
“Coger lucha” se dice aquí a trabajar duro, y él lo hace con determinación de guerrillero. Por diez pesos cubanos, treinta centavos de dólar, consigue pasajeros en las últimas esquinas de la ciudad oficial, La Habana de pocas luces y muchos turistas, y los trae hasta acá, donde ningún bus o “guagua” entra.
Invisible. La Corea es La Habana clandestina, la Habana que existe pero no se ve, la que la propaganda castrista no muestra: diez mil personas amontonadas en una villa miseria. Casas crecidas como hongos en los últimos treinta años. Casi todas “colgadas” al sistema eléctrico de San Miguel del Padrón, periferia de la capital.
En La Corea las aguas negras de la cloaca están a cielo abierto. No hay agua corriente. Pero sí están los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), ojos y oídos del gobierno cubano: uno en cada esquina. “Por si acaso entre las ratas se oculten los agentes del enemigo”, dice Eduardo R. con risa amarga. Eduardo vive acá con su esposa desde hace diez años, y jura haber sido uno de los miles que, el 1º de enero de 1959, recibieron felices y emocionados la entrada triunfal a La Habana de Fidel y sus barbudos. Después, Eduardo cambió de idea. “Los ricos comen tres veces al día, nosotros una. Algo no cierra en esta Revolución”, dice fumando sin parar. “Era así antes del 59, y sigue así ahora. Puede ser que cambie esta isla cuando mueran Fidel y Raúl, pero por aquel entonces voy a estar muerto yo también”, concluye.
En La Corea no se encuentra un blanco ni buscándolo dos días seguidos. Todos son “casualmente” negros. Muchos vienen del Oriente de la isla. Son guajiros, campesinos, gente pobre que vino a la capital en búsqueda de un futuro. Llegaron en oleadas y terminaron amontonados acá, a un paso de la ciudad soñada, en casitas de lata, algunas de ladrillos.
La mayoría de ellos son ilegales. O sea: no tendrían que estar acá, no tuvieron el permiso para instalarse en la capital. No tienen un trabajo oficial, no están inscriptos en ningún centro de trabajo estatal. Por eso no tienen la libreta, el documento necesario para tener derecho a ponerse en la fila para la distribución racionada de algunos productos básicos entregados gratuitamente por el Estado.
Orden y pobreza. “Carnicería Resplandor”, “Café La Esperanza”, negocios cerrados con candado. Las calles de La Corea son limpias, sin basura. Es una pobreza muy ordenada. Se recicla todo. Se transforma y se vende. “De villas miseria como ésta hay por lo menos 200 en Cuba. En cada una viven desde cuatro mil hasta diez mil personas”, explica a PERFIL un profesional que trabajó muchos años en La Corea. “La villa vive de pura economía interna, de trabajo informal”. Claro que en el centro de La Habana la economía callejera no es muy distinta. El trabajo informal es el verdadero trabajo en toda Cuba. Con la libreta no se come, y con el sueldo en moneda nacional no se vive. Entonces, para conseguir dólares florecen los “cuentapropistas”: taxistas, electricistas, carpinteros, peluqueros. Ahora que Raúl Castro se decidió a legalizar el trabajo autónomo, los cuentapropistas ya no deben escapar de los controles de la policía como si fueran ladrones.
Pero en La Corea ni se mosquearon con los cambios en la estructura socialista que trae la apertura económica de Raúl: ellos son cuentapropistas desde siempre; sin permiso de trabajo, y sin papeles.
Fígaro es el peluquero del barrio. Atiende en su casa, mientras escucha reggaeton, a todos sus vecinos, que pagan con lo que hay. Con una sonrisa, advierte: “Hay que decir que todo va bien, que podría ir peor. Porque aquí así funciona. O andas tranquilito por tu camino sin opinar tanto, o te buscas problemas”.
Del deshielo diplomático con Estados Unidos los chicos de la Corea aseguran no haber “discutido mucho”. Alicia, que vende pollos congelados en el mercado negro, pregunta: “¿Qué cambió para mí? Me pagaban en dólares antes y me pagan en dólares ahora”.
Los hombres viven buceando en el mundo subterráneo de San Miguel del Padrón, barrio periférico donde todo se encuentra y todo se vende. La Corea es su fuerza de trabajo, su almacén, su depósito. La mayoría de los autos o camiones “flotantes”, montados sobre neumáticos y transformados en balsas para tratar de llegar hasta la Florida, salieron de acá, de los talleres ocultos entre La Corea y San Miguel del Padrón.
“Si entras en un garaje de La Corea, te venden sin asombro desde un ataúd hasta un avión”, comenta Ernesto V., chofer profesional. Ernesto es blanco y vive en Playa, zona residencial acariciada por la brisa del mar, donde los dirigentes de las empresas mixtas y los altos funcionarios gubernamentales salen a cenar en paladares, los restaurantes particulares con precios promedio de cuarenta euros por persona. Hasta ahí las langostas llegan en cajas cargadas arriba de “moto-taxis” salidos desde la Corea. También las cervezas Bucanero de contrabando las hacen aquí. Consiguen la cerveza en grandes cantidades, la envasan en botellas recicladas y las venden como si fueran originales. En San Miguel del Padrón compran los tapones. La Bucanero envasada en casa se distribuye en la red subterránea del mercado negro y en los kioscos del centro de La Habana. Los revendedores ganan así pesos convertibles (los CUC, moneda que no tiene mercado fuera de la isla y vale casi como el dólar) vendiendo productos propios llegados por vía subterránea. Lo mismo pasa con los jugos de fruta naturales, con los bocadillos. En una libretita aparte los revendedores de la red paralela escriben cuánto de propio vendieron cada día, y ponen la plata en una caja separada, para no equivocarse con el total. Es la mecánica que hace rentable el trabajo de empleado en una cafetería de La Habana, junto con las propinas.
Balconeando. Por la tarde, en La Corea las mujeres se abanican sentadas en la puerta de la casa. “Balconear”, le dicen en La Habana, pero acá los balcones no existen y ellas buscan un poco de aire asomándose a la calle. Quien no tiene que hacer circular mercadería tiene el día religiosamente dedicado a la pérdida de tiempo. “¿Por qué trabajar por veinte dólares al mes?”, pregunta Usnavy, que se llama así, explica, porque viene “de Guantánamo”. Su mamá le cierra la boca con una mirada. “Hay siempre un ojo que te mira y las paredes tienen oídos formidables acá”,
explica la vecina.
Si se las ve de día, las chicas de La Corea parecen vivir tiradas en los sillones. La verdad es otra, muchas de ellas trabajan. Pero de noche, en el Parque Central, en el casco histórico de La Habana. De ahí se mueven en busca de turistas. Son ellas quienes mantienen las familias. Y aquí son muchos los viejos con nietas afuera de Cuba. “Mi hija vive en Roma y es tan feliz que no vuelve”, se queja un señor que visita a un viejo carpintero jubilado. Los dos tienen más de 70 años. El carpintero cuenta haber trabajado por años con Eusebio Leal, el historiador de La Habana, el director de la recuperación arquitectónica de La Habana Vieja. Trabajaba en el grupo de restauración de Ambos Mundos, el hotel refugio de Ernest Hemingway en el centro colonial de la ciudad, pero le dio un ataque. Ahora tiene un sueldo estatal que no llega a los diez dólares.
La señora de la casa de enfrente se la pasa mucho mejor. Vende tabaco negro, fruta y agua congelada. Se abanica con Granma. Los dedos de la mano derecha cubiertos de anillos de oro. “Mi hija me los regaló”, cuenta. “Empezó a trabajar en el turismo –dice contenta– y le está yendo bastante bien”.
Marta, más suelta que sus vecinas en la charla, está enojadísima porque hace un calor terrible y no hay agua. “Aquí la reputísima agua no tiene horarios para llegar y para irse”, dice. “Aquí no se resuelve nunca nada. El problema de la basura lo he solucionado yo organizando el trabajo voluntario, pero ¿cómo se hace con el agua? ¿Y con la cloaca?”. Marta habla claro y en voz alta. Es vieja y no parece tener miedo. Los vecinos que la escuchan y no hablan tienen un temor en la mirada, una actitud evasiva en la voz que devela el miedo.
Juan, pintor por vocación y contrabandista por necesidad, explica el porqué.
“El CDR no ve todo, pero te da la sensación de tenerte vigilado todo el tiempo. Si quieren, los chismosos te enloquecen. Y en Cuba todos y cada uno de nosotros está rodeado por chismosos porque el deporte preferido de la Revolución ha sido enseñar a la gente a delatar”. Está sentado frente a las palas de un ventilador a batería. Su casa es un cuarto cuadrado de cemento, una mesa de plástico, una cama y una ventana, pintada de azul, abierta hacia el mar que está bien lejos. Exasperado por medio siglo de castrismo, mastica amargura pero no se va de la isla, ni quiere. “No sabemos qué va a pasar en el próximo futuro. Acá, en la Corea, en su forma de convivencia, está el embrión de La Habana del futuro: sin reglas, sin paz y sin Castro.