El 17 de Octubre fue uno de los momentos más trascendentes de la historia argentina del siglo XX no sólo por el cambio político que generó en el país, sino por el impacto personal que tuvo en muchos de quienes vivieron ese día en la Plaza de Mayo. Entre ellos estaban dos jóvenes de 14 y 24 años que con el tiempo se cruzarían una y otra vez: Lorenzo Pepe y Rodolfo Decker.
Los dos llegaron a ser diputados nacionales y para ambos fue el bautismo de fuego en una carrera que los llevaría a convivir durante décadas con Juan Domingo Perón y a formar parte de su movimiento. A los 84 y 95 años, respectivamente, recuerdan emocionados ese evento que les cambió la vida para siempre.
Lorenzo Pepe “Hasta el día de hoy es un misterio”
Enfrente de mi casa vivía un delegado de Luz y Fuerza, Urbano González. Esa mañana estaba regando las plantas con una manguera y mi papá le gritó: “Hay que ir a Plaza de Mayo para rescatar al coronel Perón. Vayamos porque perdemos todo”.
Yo estaba en casa, tenía 14 años, y mi padre me dijo: “Dame la mano”, y nos fuimos hasta la estación de 3 de Febrero a tomar el tren. Mi viejo me la soltó recién cuando llegamos a Retiro. A pesar de la edad, percibía que algo extraño había en el ambiente, pero no alcanzaba a tomar conciencia de la dimensión de lo que ocurría. Recién un par de años después pude entender realmente lo que había pasado.
En la calle había mucha gente. Se mezclaban trabajadores de los frigoríficos con otros de sectores medio bajos, empleados bancarios, de comercio, con sombrero y saco. Se habían movilizado en tren, que no paró en ningún momento, y en los tranvías que fueron tomados por asalto por los hombres y mujeres que iban arriba del techo o colgados de los estribos.
Algo ocurrió en la cabeza de muchas personas, que hasta el día de hoy es un misterio, ya que se movieron con total espontaneidad no sólo en Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires, sino en otras partes del país.
Salimos de Retiro y caminamos hasta la Plaza de Mayo y llegamos después de las 10 y nos situamos frente a la Catedral. Teníamos sensaciones encontradas porque no sabíamos si del otro lado no iba a haber una represión a los alborotadores, como dijo el general Avalos. Iba agarrado de la mano de mi viejo, confiando en que lo que estaba haciendo era lo que correspondía. La historia le dio la razón.
El clima se fue enfervorizando mientras anochecía, a medida que pasaban las horas y no había novedades. Cuando oscureció le dije a mi papá: “Me quiero ir”. Hacía doce horas que estaba ahí. Levantó el dedo y me respondió: “Acá nadie se mueve hasta que no aparezca el coronel Perón en el balcón”.
Cuando salió, fue una conmoción enorme porque lo veía a mi viejo y me vía reflejado en su reacción emocionada. Era maquinista ferroviario, un laburante. Tenía una radio a válvulas y de golpe escuchamos su voz arenosa desde la Casa Rosada. La multitud estalló. Su discurso duró media hora y al final nos pidió que nos quedásemos quince minutos más porque eso lo iba a ayudar a afrontar el trance tan conmovedor y doloroso que había sido estar detenido.
Cuando terminó, nos fuimos hasta Retiro, esperamos el tren y llegamos a casa cerca de las dos de la mañana. Mi mamá estaba muy preocupada. Mi viejo entró y le dijo: “Ganamos”. Se sintió como un guerrero que había ido a una guerra.
Ese día me cambió la vida, como a millones de argentinos. Es difícil discernir si fue el destino, el viento de la historia, la providencia o qué ocurrió para que estuviera allí sin haberlo previsto. Fue el momento más importante de mi vida: el encuentro multitudinario con hombres que se abrazaban sin conocerse.
Todo forma parte de mi formación política. En el bautismo de mi ingreso al peronismo, alguien puso el óleo sagrado sobre mi frente, como se produce en la Iglesia Católica: a mí me lo colocó Juan Domingo Perón.
Rodolfo Decker “Ese día, los compañeros tuvieron un valor extraordinario”
En ese momento trabajaba como secretario del teniente coronel Domingo Mercante, que era el segundo de la Secretaría de Trabajo y Previsión y no había renunciado a su cargo. Estaba muy cerca de Perón y eran muy amigos.
Mi tarea fue citar a los secretarios de los sindicatos para movilizar un poco a la gente, pero ellos mismos estaban calientes y las bases más aún. Estuvimos trabajando como locos para que todos vinieran, para darle un poco de organización a todo eso.
No nos costó mucho porque estaban entusiasmados con Perón, salieron a la calle no porque nosotros se lo pidiéramos, sino espontáneamente. Cruzaban el Riachuelo nadando o de a veinte en un bote maltrecho con el peligro de que se hundiera, porque les habían cerrado los puentes. Pasaban de cualquier forma.
Estuve en Plaza de Mayo conversando con los dirigentes sindicales para averiguar cómo estaban convocando. Estaban entusiasmadísimos, enceguecidos por el dolor que les causaba que les hubieran sacado a su conductor.
Cada vez llegaban más personas, era un espectáculo extraordinario, admirable, especialmente por el fervor para defender a Perón. Yo los entusiasmaba, les decía que había que liberar al hombre que les había dado sus conquistas, aunque no necesitaba hacer mucha publicidad.
Mi exaltación me llevó a quedarme todo el día en Plaza de Mayo, cerca de la Casa de Gobierno, cumpliendo las directivas de ayudar a los compañeros. Me hacía algunas escapadas hasta la Secretaría para ver si había alguna cosa urgente y para moverme haciendo lo que correspondiera.
El tiempo pasaba y las exigencias de la multitud, los gritos, eran cada vez mayores. Los militares exigían que se retiraran, pero nadie se movía. Corrían el peligro de hacer una matanza terrible y estuvieron a punto de sacarlos a tiros, pero tuvieron miedo: eran muchos y los hubieran destripado. Hubieran muerto algunos obreros, pero no hubiera quedado ninguno de ellos. Se dieron cuenta de que estaban perdidos.
Varias veces tuve miedo de que todo se desmadrara, porque no era regalado el asunto. Admiro a los compañeros que estuvieron allí ese día porque demostraron un valor único. Era tan grande mi entusiasmo que no medía las consecuencias. Tenía 24 años, para mí era una cosa extraordinaria. Nunca imaginé vivir algo así.
Cuando salió Perón hubo una avalancha de aplausos y vivas. Nunca escuché un fervor como el de ese momento. Estaba exaltado, veía que esa lucha que había hecho el coronel por los trabajadores no había sido en vano, que había encontrado una acogida en el pueblo.
Me di cuenta de la importancia de lo que estaba viviendo cuando vi que la gente no se movía, y percibí la fuerza del pueblo cuando lo vi salir al balcón de la Casa Rosada. Eso me emocionó, me enloqueció.
Cuando terminó todo, estaba exhausto. Después de que Perón se retiró, esperé un poquito en la plaza y me volví a mi casa. Mi familia estaba despierta y mi padre me esperaba en la puerta de calle con los ojos llenos de lágrimas porque no sabía lo que me había pasado. Cuando me vio, me abrazó y nos pusimos a llorar. Fue el día más importante de mi vida.