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desaparecidos

La ignorancia culpable hacia el pasado

Para el autor, con la llegada de la democracia se esperaban muchas nuevas denuncias de desapariciones, que no se produjeron en gran escala. La cuestión del número de desaparecidos, advierte, no es menor, y merece un debate sereno.

Memoria. Los desaparecidos conocidos y documentados eran casi todos militantes políticos o sociales, con lazos familiares y de amistad, políticos, laborales, de vecindad. Eran personas cuya ausencia f
| Cedoc

La cuestión del número de los desa- parecidos salió a la luz de la peor manera, arrojada a la opinión pública por la opinión irreflexiva de un funcionario que se ha mostrado insensible a la densidad histórica implicada, de sufrimiento y de muerte, pero también de resistencia y de reparación. El problema no es menor y merece otro tratamiento, que se haga cargo de huecos y encubrimientos en el trabajo moral e intelectual sobre el pasado.
Para algunos, tanto entre los representantes de las víctimas como entre los que defienden todavía la represión clandestina, discutir el número implica una forma de negación del crimen. Ante esto, hay que decir que el número no es decisivo para el juicio global que condena el terrorismo de Estado y para la acción que desde la sociedad ha buscado recordar y honrar a las víctimas. En ese sentido, tampoco es decisivo el número de judíos asesinados en la “Solución final” para emitir un juicio sobre la Shoá. Y sin embargo, historiadores e intelectuales han investigado y escrito miles de páginas sobre el tema. Hay, entonces, una primera respuesta: la investigación y el saber histórico, que no comprende sólo a los especialistas, tiene sus razones y sus reglas de verdad autónomas y no se subordina a la razón política o al sentido común militante.

Símbolo. Pero hay otras aristas del problema que conciernen a la historia misma del número consagrado, los 30 mil, nacido del discurso y la acción de los organismos de defensa de las víctimas. Abrir un debate sobre el tema no arrastra necesariamente una impugnación de esa lucha, que ha sido un fundamento ético irrenunciable en la construcción democrática. Quiero recordar que la cuestión surgió en el propio movimiento de los derechos humanos, planteado por una militante histórica como Graciela Fernández Meijide y, bastante antes, por Emilio Mignone, el mejor formado (en términos jurídicos e históricos) de los líderes del movimiento. Mignone, en 1991, arriesgaba una cifra, estimaba el número de desaparecidos en alrededor de 20 mil y agregaba unos 10 mil casos de secuestrados y liberados para alcanzar el número simbólico, las 30 mil víctimas1. No se trataba de un simple dato. Conservar esa cifra significaba recuperar una bandera en la lucha por la Justicia que buscaba incluir a aquellos que ni siquiera tenían un nombre. En 1979, en la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se habían recibido unas 5.600 denuncias y se suponía que éstas podían crecer exponencialmente con el fin de la dictadura.
  Ese supuesto no se cumplió. Con la Conadep el número creció a unos 9 mil casos. En los años siguiente se corrigieron errores y se incorporaron otros nombres, pero ese número no varió sustancialmente. En números actuales, las denuncias de desapariciones se incrementaron un 28% en treinta años y no es esperable que varíen demasiado.
  Hoy el problema es otro: la indefinición sobre el número puede ser tomada como un síntoma de cierta ignorancia culpable en la relación con ese pasado. Tomo un ejemplo del modo como en Francia, terminada la Segunda Guerra Mundial, se encaró la investigación sobre las víctimas de las deportaciones y la represión de la Resistencia. El Estado convocó a los especialistas, entre los que se destacaba Lucien Febvre, probablemente el más prestigioso de los historiadores franceses de su generación. Y se creó el Comité d’histoire de la Deuxième Guerre Mondiale que ha sido el principal referente historiográfico de los años de la guerra. Por supuesto, los debates históricos y políticos no terminaron, pero el número de las víctimas está más o menos establecido y no es objeto de controversia.
  En el caso argentino, nadie, en los sucesivos gobiernos, ni en el Estado ni en la comunidad de historiadores, ha encarado una investigación seria al respecto; y esa omisión ni siquiera ha sido considerada como un problema o admitida como una falta que debería subsanarse en el futuro. El Archivo Nacional de la Memoria, creado a fines de 2003, que ha realizado una labor importante en la preservación y clasificación de archivos y documentos, no incluye la investigación entre sus fines.
 El desconocimiento o, más aún, la voluntad de no saber, abarca otros temas y tiene sus consecuencias sobre debates muy actuales. ¿Cuántos son los detenidos clandestinamente que han sido posteriormente liberados? Según los datos del Archivo Nacional de la Memoria equivalen aproximadamente al 40% de los desaparecidos registrados, una cifra que coincide con la que surge del listado (abierto) proporcionado por la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos2. En principio se corresponden con un exterminio selectivo y no masivo de prisioneros. Son datos abiertos y provisorios, pero que señalan lo que queda por conocer; y no son menores si se trata de investigar las modalidades del terrorismo de Estado en el trabajo de un esclarecimiento colectivo de ese pasado. Admitir el número de 30 mil con la fuerza de un símbolo del conjunto de las víctimas, como quería Mignone, es algo muy distinto de sostenerlo como un dato histórico inconmovible.

Una ausencia. Pero hay algo más, que casi no ha sido señalado, en la tesis de los 30 mil desaparecidos como un dato histórico3. Supone que después de treinta años, con todas las facilidades para realizar las denuncias (incluyendo el beneficio de las compensaciones económicas para los familiares), se han perdido los nombres de más de 20 mil personas, el doble de los casos efectivamente denunciados. Hablamos de hombres y mujeres de carne y hueso. Admitida esa tesis ¿qué se desprende de ella?
Los desaparecidos conocidos y documentados eran casi todos militantes políticos o sociales, insertados en la sociedad, mayormente en medios urbanos, con lazos familiares y de amistad, políticos, laborales, de vecindad. Eran personas que trabajaban, estudiaban, militaban, vivían en barrios; en fin, su ausencia fue en general notada, y no sólo por los familiares. En muchos casos fueron sus compañeros de militancia, de trabajo o sus amigos los que impulsaron a las familias a realizar las denuncias ¿Podemos concluir que hay otros 20 mil desaparecidos cuyo perfil de vida y de inserción social no tenía nada que ver con el de los casos conocidos, que vivieron y murieron sin dejar huellas, que carecían de lazos con un medio familiar, laboral, político, de vecindad o de amistad, capaz de realizar la denuncia correspondiente, sobre todo cuando se han dado todas las facilidades para ello?
O bien hubo miles de asesinados que no tenían nada que ver con el estilo de vida de las víctimas conocidas y, en ese caso, habría que explicar por qué el poder dictatorial cayó sobre ellas, siendo que en general la represión se descargó sobre militantes y activistas. O bien, si se admite que eran parecidos a las víctimas conocidas, hay que suponer que hubo miles de sujetos activos, comprometidos o asociados con organizaciones políticas o sociales, que fueron suprimidos sin dejar el menor recuerdo, sin que nadie en su entorno lo advirtiera o considerara que valía la pena denunciarlo, lo que implica un juicio lapidario sobre la acción social o política que desarrollaban.
La tesis, además, parece incompatible con lo que conocemos sobre la sociedad argentina y sobre el proceso de movilización y organización social vivido en los años anteriores a la dictadura. Suponer que miles de personas (militantes o no) puedan ser aniquilados sin dejar huellas ni provocar reclamos supone equiparar esa sociedad con los peores ejemplos de conglomerados humanos desintegrados, precarios y desprovistos de mínimos recursos de acción frente al Estado.
No puedo aceptar que más de 20 mil integrantes de una generación que brindó su esfuerzo y sus luchas en una acción dominada por una voluntad decidida, desmedida incluso, de transformación drástica de la sociedad, hayan tenido una vida y una muerte tan nimias que ni siquiera dejaron el recuerdo de un nombre.
Como investigador, pero también como parte de esa generación me niego a ese gesto que sin mayor fundamento los condena a la insignificancia. Porque esa es la consecuencia directa y no asumida de suprimir esa ausencia como problema histórico.

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*Historiador. Profesor titular consulto de la UBA/ Investigador principal (jubilado) del Conicet.