Aunque no hay acuerdo sobre esto en el feminismo, donde se prefiere hablar de derecho al propio cuerpo, definiré el aborto como un dilema ético. De los conflictos más complejos, que no son entre el bien y el mal (en cuyo caso solo deberíamos elegir el bien) sino un conflicto entre dos males: una maternidad forzada o la interrupción del embarazo. Un dilema ético tiene lugar cuando los principios que se pretende defender entran en conflicto entre ellos, de tal forma que cada uno solo puede ser protegido en desmedro del otro. Cada caso es singular, no se trata de una deliberación abstracta, por eso la decisión es de conciencia y debe tomarla la persona gestante, no puede ser sustituida. Es necesario escuchar a las mujeres y sus razones para comprender la gravedad de este conflicto, porque la dimensión de la tortura que significa una maternidad forzada puede medirse en que esa mujer arriesga su vida en un aborto clandestino e inseguro para evitarla. Es necesario pensar en esto para comprender también la tortura que significa obligar a alguien a gestar. Ni hablar cuando ese cuerpo es el de una niña, ni hablar cuando el embarazo es producto de un incesto o de una violación.
El aborto no es un asesinato, no lo es en el Código Penal y no lo es en la intención de las mujeres que abortan. Así se entendió hace ya un siglo cuando se autorizó en los casos en que hoy está despenalizado. Podríamos explicarlo con la doctrina bioética llamada del “doble efecto”, donde una misma acción tiene dos efectos, uno bueno y otro malo. Al interrumpir un embarazo se preserva la vida de la mujer, o su salud, o su autonomía, que es un valor, pero tiene también el efecto de eliminar la vida del embrión. Aunque en la actualidad la ley indica la prioridad del derecho a la vida, la salud y la autonomía (en caso de violación) de la mujer con respecto a la vida del embrión, y por eso se autoriza el aborto, en el debate parlamentario para legislar el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo se ha afirmado el derecho a la vida del embrión como derecho absoluto. Se ha dicho que es inconstitucional priorizar otro derecho. Eso y afirmar que la ley que tiene casi cien años de vigencia es inconstitucional, es lo mismo. Y nadie ha hecho una declaración de inconstitucionalidad del Código Penal. El problema es que no hay hasta ahora manera de preservar la vida de ese embrión como no sea obligar a la persona gestante a continuar el embarazo. Pero –y ésta es la pregunta importante aquí– ¿es justo hacerlo?
Las posiciones contrarias a la ley de interrupción voluntaria del embarazo (sostenida en las audiencias públicas por una significativa mayoría de varones que nunca se verán en la situación encarnada de poner a prueba sus mandatos) promueven esta obligación de gestar. Trataré de argumentar por qué me parece inmoral hacerlo, pero también diré que el fundamental problema ético y político con esta ley es que al establecer un plazo en que las mujeres no deberemos dar explicaciones sino solo demandar una respuesta estatal sobre la resolución de nuestro dilema personal, somos las exclusivas agentes morales y políticas de nuestra decisión, sin tutela.
Es este ejercicio de ciudadanía y razón deliberativa el que se nos niega. Porque hasta ahora se ha logrado obligarnos a gestar con diversas estrategias obstructivas desplegadas por un sistema médico y un sistema judicial paternalistas. En la filosofía moral, el paternalismo es la limitación intencionada de la autonomía de una persona por parte de otra que alega tener mejor criterio para decidir. Cuando la bioética indica como un principio inviolable el respeto por la autonomía, está evitando un modelo paternalista que nos niega la condición de personas adultas y capaces, para infantilizarnos y decidir por nosotras.
El filósofo checo Jan Patocka describe el modo en que comienza nuestra vida desde el nacimiento, nuestra existencia y nuestra inclusión en el mundo humano, a través de lo que él llama “movimiento de la existencia humana”. La primera etapa de este movimiento, que denomina “enraizamiento” o “arraigo”, consiste en el recibimiento por parte de los otros: ingresamos al mundo y formamos parte de él en tanto que somos “aceptados” e “invitados” por parte de otros y otras que ya están en él y que nos acogen. Este recibimiento forma parte de la responsabilidad humana frente al mundo y frente a los otros sujetos. Es necesario en términos de existencia y mundo humano, que al nacer y aún antes nos preceda esa “invitación” que parte del deseo; ese cuidado y abrigo amoroso sin el cual la criatura no sobrevive aunque tenga alimento y abrigo; esa inclusión en el mundo intersubjetivo que nos va a proporcionar identidad.
Realidades. Esta manera ideal de nacer no está asegurada para todos, y en particular muchas mujeres se embarazan, gestan y paren de modos violentos y forzados, muy lejos de esa calidez social que les haga sentir que cuentan en la convivencia, que importan y son consideradas. La condición humana no es abstracta ni la encarnación de lo humano está asegurada con la mera vida: una vida humana tiene mucho valor agregado. Y ese valor agregado lo producimos las mujeres. Esta tarea de humanización no es instintiva ni biológica, no es “natural” sino que está en el centro mismo de la cultura, exige mucha dedicación e intensidad no solo física sino en aspectos emocionales, mentales, éticos y epistémicos. Es compleja, porque en muchos casos las decisiones del cuidado y la primera socialización tienen que ver con ideales de persona y de sociedad, con mundos posibles y con las alternativas y recursos materiales y simbólicos del mundo real, con la proyección de esas criaturas en nuestras expectativas y en el vínculo amoroso con ellas.
Pero entonces, si toda la sociedad depende de ese cuidado inclusivo ¿es justo demandarle solo a las mujeres que cuiden la vida? El destino diferencial marcado por la cultura para varones y mujeres se expresará también en responsabilidades diferentes en cuanto a la sexualidad. Las consecuencias para los varones no serán las mismas. Al evaluar maternidades o paternidades, no estamos poniendo en la balanza ni el mismo esfuerzo, ni el mismo tiempo, ni el mismo compromiso. A las mujeres se nos exige permanentemente que sobrevivamos y hagamos sobrevivir en condiciones que exceden largamente la Justicia, en condiciones de sacrificio que la ética llama supererogatorias. Los actos supererogatorios no son moralmente exigibles, son actos heroicos y por eso son tan admirables, pero a nosotras nos obligan. Para asegurarse todos esos renunciamientos se impone un modelo de maternidad como abnegación. El término “abnegación”, nos dice la Real Academia Española, significa “el sacrificio que alguien hace de su voluntad, de sus afectos o de sus intereses. Por lo general –aclara– dicho sacrificio se realiza por motivos religiosos o por altruismo”. Pero si las mujeres no aceptamos sacrificarnos se nos considera egoístas, porque una cultura con sesgos de género promoverá esa rara forma de altruismo selectivo que no solo empuja a las mujeres (y no a los varones) a sacrificarse en función de la maternidad, sino que luego le quitan todo valor moral a ese sacrificio, lo presentan como un instinto y no un valor humano, nos hacen desaparecer, nos consideran el mero envase donde ocurre “el milagro de la vida”: salvo que intervengamos para interrumpirla, la vida se gesta sola.
La imaginería que ha recorrido las calles enarbolando un feto que no está conectado a ningún útero, un “feto wi fi”, como símbolo de defensa de la vida, exhibe qué lugar ocupa para quienes la usan el cuerpo gestante: ninguno. Y si el cuerpo, que es ineludible por lo necesario y manifiesto, ni siquiera se ve y se toma en cuenta ¿qué puede esperarse del alma, de la mente, de la voluntad, de la trascendencia, de las emociones? Todo lo que se pide que se le reconozca a un cigoto, a una mórula, a un embrión, a un feto, se ignora y se niega en las mujeres y las niñas. Hablar del derecho a la vida soslayando los derechos de las mujeres es transformarnos en instrumentos, expulsarnos de la condición de humanidad, y es además, un gesto de mala conciencia política cuando ni siquiera se nos han asegurado a las mujeres las condiciones de igualdad apropiadas para sostener esa vida.
Hace un siglo, cuando se redactó el artículo que hoy se procura modificar, no teníamos ninguna autonomía cívica. Eramos tuteladas por los varones y permanecíamos como menores de edad perpetuas, como incapaces. Ni siquiera se nos reconocía la responsabilidad parental sobre nuestros hijos e hijas. Cuando las mujeres logramos lugares de representación a través del cupo, ocurrió algo extraordinario: el cuerpo se transformó en un explícito territorio político, los derechos sexuales en una explícita relación de poder. No es que el ciudadano antes no tuviera un cuerpo sexuado, es que su sexo no era sometido a desigualdades políticas derivadas de su diferencia, porque todos eran varones.
Luchas. Lo que se puso de manifiesto con el cupo es que el cuerpo de la ciudadanía no era el femenino, sino el cuerpo hegemónico (que no menstrúa, ni gesta, ni pare, ni aborta, ni lacta...). Esa construcción la hicimos las mujeres. Todas las leyes que afectan los cuerpos de las mujeres para construir igualdad, se dictaron a partir de la presencia de una masa crítica de mujeres que garantizó la ley de cupo: ley de salud reproductiva; ley de protección contra la violencia familiar; reforma del Código Penal que sustituye “delitos contra la honestidad” por “delitos contra la integridad sexual”; carácter nacional y obligatorio del Régimen de Asignaciones Familiares; régimen especial de inasistencias escolares para adolescentes embarazadas; creación del Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable; derecho de acompañamiento durante el trabajo de parto, nacimiento e internación; ley de parto humanizado; acceso a anticoncepción quirúrgica (ligaduras de trompas y vasectomía); ley de educación sexual integral; prevención y sanción de la trata de personas y asistencia a sus víctimas; ley de matrimonio igualitario; regulación de protocolos para la atención integral de abortos no punibles; ley de identidad de género; femicidio; reproducción asistida; cuerpo de abogados/as especializados en violencia de género y muchas más.
Las mujeres venimos construyendo ciudadanía desde el retorno de la democracia. Los Encuentros Nacionales de Mujeres (mil mujeres en el primero en 1986, sesenta mil en los más recientes) son lugares de visibilidad y construcción de colectivos políticos feministas. Porque como dice Hannah Arendt, la democracia requiere un lugar de visibilidad y de toma de la palabra. Ese es precisamente el lugar de lo público. Pero las mujeres tenemos asignado el lugar de lo privado, del cuidado y la maternidad, de las tareas domésticas, incluso en el presente. Encontrarnos en lo público colisiona con esos mandatos, los pone en crisis. Y no hay una construcción de la masculinidad que acompañe ese cambio. Por el contrario, no hay más que ver las reuniones políticas donde los funcionarios dicen con satisfacción “estamos todos” cuando solo hay varones, gabinetes enteros de economía, de empresarios, de sindicalistas, de dirigentes deportivos, que consideran que son democráticos si sus respectivas fracciones representadas por varones están presentes. Nuestras demandas no figuran en sus negociaciones.
Las mujeres hace más de tres décadas nos estamos viendo y escuchando, tomando la palabra, en espacios construidos para reconocer nuestras peticiones como demandas de ciudadanía, no personales sino políticas. La demanda de acceso al aborto legal fue parte de las conclusiones de todos los encuentros nacionales de mujeres por más de tres décadas, se constituyó la Campaña por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito; se presentó un proyecto de ley cada vez que el anterior perdía estado parlamentario, hasta hoy en que estamos discutiendo la séptima presentación. Dimos nuestras mejores razones en Diputados y se logró la media sanción. Estamos dando nuestras mejores razones ante ustedes, razones públicas basadas en los derechos humanos. Porque la fuente laica de la moralidad en nuestra sociedad son precisamente los derechos humanos, y su respeto indica no solo garantizar el acceso al aborto legal sino que tipifica como tortura su extendida falta de acceso. Tortura selectiva hacia los cuerpos gestantes.
Fue conmovedora la vigilia en espera de la media sanción de la ley y lo será mucho más el 8 de agosto. Y ahora que sí nos ven, sepan que en estos meses hemos afirmado una ciudadanía que ya no tiene retroceso. Y que esperamos que nuestros representantes estén a la altura de esta afirmación.
* Directora del Observatorio de Género en la Justicia.