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Pandemia de coronavirus

La Justicia después del virus: el fin del expediente

Después de la pandemia, ya nada será como antes en el Poder Judicial. Jueces y fiscales deberán usar tecnologías más modernas en lugar del símbolo de la burocracia actual.

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Paradigma. La eliminación de estos elementos obligará a un nuevo enfoque de los procesos y rever muchas cosas claves del trabajo, como la forma de tomar declaraciones. | cedoc

El coronavirus envolvió nuestra vida en la excepcionalidad. El funcionamiento del mundo se está transformando. Nadie puede calibrar con precisión los tiempos y los alcances de los cambios. Pero es evidente que nada será igual. En el campo del trabajo judicial probablemente una de las primeras víctimas será el expediente. Esa carpeta formada por doscientas hojas de papel, prolijamente enumeradas de manera correlativa, plagadas de sellos, sin espacios en blanco, que tanto odiamos coser con un hilo casi irrompible y cuya custodia constituye una de las principales funciones de la burocracia judicial, empezará a pasar a la historia.

Junto con el expediente, es probable que también desaparezcan algunos elementos que generan las hojas que llenan dichas carpetas. Me refiero a los telegramas para que las fuerzas de seguridad citen a los testigos, las copias de las notas que los magistrados envían cada vez que piden un informe o reclaman la producción de una prueba, las cédulas de notificación que se despachan cada mañana a primera hora en oficinas específicas, los sellos que individualizan a los funcionarios, las actas que documentan las declaraciones de los testigos y de los imputados, las estampillas que aportan los abogados para conseguir fotocopias y las que se agregan a las carpetas después de enviar un fax, porque los papeles que emiten tales artefactos tienen una tinta que se borra con el paso del tiempo.

Ferias. Si, como parece, la salida de esta excepcional situación de aislamiento físico será paulatina, la sustitución del expediente debería ser muy rápida porque, por ejemplo, las audiencias no se podrán materializar cara a cara en los recovecos de los edificios del sistema de justicia, signados por la escasa ventilación y por la poca distancia entre las personas. Esto significa que habrá que rever –entre muchas cosas– la forma de tomar declaraciones, una práctica elemental del trabajo judicial. Surgen, así, desafíos culturales y técnicos.

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En nuestra cultura jurídica, el expediente es algo más que un objeto. Condensa la forma en que una gran parte del sistema entiende los conflictos sociales que la Justicia debe resolver. Básicamente porque se privilegia construir un expediente prolijo que formalmente sea impecable, en vez de entenderlo como el lugar en el que se documenta la política pública de resolver un problema social mediante una sentencia. No se trata de una cuestión menor. Allí yace una forma de trabajo que divorcia la ley de la Justicia. Es decir, los magistrados resuelven las causas de acuerdo con la ley, más allá de que la sentencia sea percibida como sustancialmente justa por los actores directos del pleito y por la comunidad en general. El culto al expediente encierra también una concepción del proceso judicial. En efecto, aquella perspectiva entiende a los ciudadanos como sujetos pasivos del ejercicio del poder jurisdiccional del Estado. Así, un proceso se dirige solamente a descubrir un delito y las personas ejercen sus derechos solamente para ponerle límites al poder del Estado, pero permanecen siempre a la defensiva del leviatán. De hecho, es muy común en el lenguaje judicial detectar la expresión de que fulano o zutano “fue sometido a proceso”. El coronavirus nos suministra una oportunidad magnífica.

Sujetos de justicia. En términos culturales, la pandemia nos abre el camino hacia un giro copernicano con respecto a esa lógica cultural y desplazarnos hacia una concepción republicana del proceso judicial en general. Esto quiere decir concebir el juicio como la forma en que los ciudadanos exigen a un par que rinda cuentas frente a la sospecha de un comportamiento ilegal. Rendir cuentas apunta a discutir razones, a fijar posiciones y, en definitiva, a discutir colectivamente el significado de la ley. Una ley que, además de ser un mecanismo de sanción, también funciona como elemento que reúne a una comunidad.

La ventaja de esta perspectiva estriba en que supone un sujeto activo capaz de dialogar con sus pares a través de los jueces y fiscales. El diálogo supone reconocimiento y reconocimiento recíproco no excluye ciudadanos, sino que eventualmente culmina en un castigo proporcional a la falta, pero que lleva la promesa de una inclusión posterior al cumplimiento de la sanción.

La diferencia entre ambas miradas es decisiva a la hora de pensar la legitimidad del proceso, ya que implica el paso de un “objeto” de proceso a un “sujeto” de proceso. En esa clave, los juicios no se van a limitar a corroborar o descartar una acusación, porque se trata de exigir cuentas; o sea, ser parte de la hechura de la moral social. En definitiva, una concepción republicana es fuente de ciudadanía y, por lo tanto, de inclusión. Sobre todo, porque nos permite sentirnos protagonistas y no meros espectadores de la vida pública.

Los desafíos técnicos son distintos. La necesidad de establecer nuevas formas de trabajo para cuidarnos del coronavirus va a correr el velo que cubre los subsidios de la mayoría de quienes integran la burocracia judicial, que hacen posible cada día el funcionamiento del aparato judicial. Hay innumerables prácticas enquistadas en el tiempo que suplen las deficientes condiciones de trabajo. Ellas son invisibles y van desde una mayor carga horaria hasta el cumplimiento de tareas en días inhábiles, pasando por el uso de recursos materiales propios para suplir crónicos déficits estructurales.

Infraestructura. Es más, el solo hecho de tener que recibir declaraciones a través de internet va a desnudar la infraestructura judicial. Habrá que pensar en servidores de internet con capacidad de abastecer muchas audiencias a la vez (sin que se sature el sistema y que haya que programar boca a boca un mecanismo de horarios para que no “se caiga la red”); en dotar de wi-fi a todos los edificios; en organizar un acceso flexible y responsable a las bases de datos públicas para conseguir información que alimente los procesos; en acelerar la digitalización que está en marcha desde hace algún tiempo y en aumentar su seguridad. Sobre todo porque, irónicamente, el Estado deberá manejar información muy pero muy sensible a través de empresas privadas, ya que carecemos de un servidor nacional.  

Los desafíos no se agotan en las cuestiones culturales y técnicas, pero revelan la necesidad de enfrentar un dato básico: cuando cambia la sociedad, es preciso que cambien las formas del Estado, y esa transformación obviamente será objeto de una disputa. Desde hace tiempo los argentinos discutimos qué hacer con la Justicia, y ese debate se va a acelerar. Lo que está en juego es muy importante, porque es el modo en que una república dirime sus problemas con la ley y, en última instancia, el mecanismo que distingue lo prohibido de lo permitido.

¿Por qué insisto en la perspectiva republicana? No solo porque es la que establece la Constitución en su artículo 1º, sino porque pienso que no hay que ceder a la tentación de subordinar los derechos al paradigma de la “eficiencia”, anclado en el control de la vida social por medio de la tecnología. La corrupción no se limita al mal uso de dineros públicos. Incluye la degradación de las instituciones, y la república solo puede funcionar atada a una institucionalidad sólida.

La república y los filósofos. El filósofo Byung-Chul Han, que enseña en la Universidad de Berlín, lo explicó con mucha claridad cuando describió las formas de China para enfrentar con éxito la pandemia. En ese sentido, el paradigma de la eficiencia puede traer aparejado un adelgazamiento de los derechos en nombre de la seguridad sanitaria. No obstante, la salubridad y los derechos humanos son compatibles. No es necesario perder derechos en nombre de cuestiones superiores. Y quienes definen el alcance de los derechos son los magistrados. Por ello, me parece clave la concepción republicana del proceso legal. Es que las situaciones de emergencia a veces de asocian al lenguaje de la guerra y al encogimiento temporario de los derechos, con el riesgo de que esa excepcionalidad se vuelva normal.

La muerte del expediente, en definitiva, es un pequeño tópico que trae aparejadas discusiones más profundas, para las que no hacen falta lenguajes ni saberes privados, sino el ruido de la libertad. Por ello, la discusión debe ser amplia y democrática. Involucra la vida de todos los ciudadanos que, después de todo, son los mandantes y titulares del poder político. La ciudadanía, mediante las formas institucionales, debe elaborar las directivas para que sus representantes las transformen en políticas públicas bajo la irrenunciable apuesta a la neutralidad del Estado republicano para definir el bien común. Esa potencia ciudadana se alimenta de la magnitud de los derechos que, repito, son custodiados por los magistrados judiciales.

*Fiscal federal.