Es verdaderamente importante que la cuestión de la corrupción ocupe un lugar destacado en la campaña electoral que comienza a vivirse en la Argentina. Y es más importante aún que el tratamiento que se le dé al tema sea desde una mirada de alto vuelo, buscando los consensos propios de las políticas de Estado, y no que se lo utilice como arma de ataque a los rivales políticos.
Es sabido el daño que la corrupción produce en el cuerpo social de los países que la sufren. No solo resta recursos al Estado para que éste cumpla con su finalidad de lograr el bien común, sino que fomenta un generalizado incumplimiento de la ley, donde violarla para conseguir una ventaja es cosa de todos los días. Por otro lado, una mirada atenta y honesta descubre fácilmente que el drama de la corrupción no es algo privativo de los funcionarios públicos, sino también de los empresarios y de otros particulares, y que no solo se da en los gobiernos encabezados por dirigentes populares, que aplican medidas de fomento social, sino también en aquellos cuyos dirigentes provienen de estamentos sociales más altos, o del sector empresario, que aplican políticas basadas en el modelo neoliberal.
Por eso es necesario que la cuestión sea abordada no para acusar y perseguir contrincantes, sino para proponer medidas que impidan, o al menos mitiguen, los efectos deletéreos de este drama. Medidas que apunten a crear un marco institucional sólido, democrático y participativo, que constituya una herramienta eficiente para prevenirla, combatirla y sancionarla.
Crear ese marco necesitará un conjunto de medidas tales como el financiamiento de la actividad política a cargo exclusivamente del Estado; una ley de protección integral de testigos y denunciantes de actos de corrupción; reformular la figura del “arrepentido” o del “ delator premiado”; nuevas reglas relativas a las incompatibilidades en el ejercicio de la función pública; una ley que trasparente verdaderamente el sistema de compras y contrataciones del Estado; un mejoramiento e independencia real del sistema de Justicia, acompañado de un adecuado y amplio acceso al sistema, entre otras. Pero lo prioritario será dotar de verdadera autonomía a los organismos de control, por un lado, y por el otro otorgar activa participación a la sociedad civil, para que ejerza un imprescindible control social. El primer paso será reformular la estructura de la Oficina Anticorrupción, principal órgano de control de los actos de corrupción, por una razón obvia: quien controla no puede depender del controlado, como ocurre desde que se puso en marcha: controla al Poder Ejecutivo, pero depende de él. Debería ser un organismo autónomo, independiente de los poderes del Estado y con presupuesto propio. Un organismo colegiado, conformado por representantes de las universidades, de la sociedad civil y de los distintos sectores con representación parlamentaria. Con nombramientos de duración limitada, a través de procedimientos prefijados y transparentes; y con selección del personal permanente del organismo por rigurosos concursos auditados por la sociedad civil.
Y además de las actuales, entre sus funciones deberían figurar el seguimiento de la fortuna de los funcionarios públicos, formular políticas orientadas a mejorar los procedimientos de transparencia en materia de compras y contrataciones públicas, establecer mecanismos idóneos para los procesos de rendición de cuentas, y mejorar y simplificar el acceso detallado a la información.
Esa nueva Oficina Anticorrupción, o como se llame en el futuro, y los demás organismos de control, como así también las restantes medidas que requiera el marco institucional anticorrupción que deberá crearse, deberán tener una fuerte articulación con la sociedad y sus organizaciones, porque sin compromiso y participación social será muy difícil lograr efectividad en la lucha contra la corrupción.
Los mecanismos de participación social son numerosos y de sus buenos resultados pueden dar fe experiencias de otros países. Desde compromisos institucionales y convenios entre reparticiones públicas y organizaciones de la sociedad civil para fiscalizaciones y auditorías, hasta el mejoramiento en la amplitud y celeridad del acceso a la información; y desde la capacitación y sensibilización de la gente para que esté atenta al quehacer burocrático del Estado, hasta mecanismos de rendiciones de cuentas públicas ante instituciones sociales. Programas destinados a fomentar la concientización y participación activa de la sociedad civil en el seguimiento de los asuntos vecinales, provinciales o nacionales, es decir, del sector público, como parte de sus responsabilidades ciudadanas.
En definitiva, para luchar contra la corrupción se hace necesario buscar los consensos necesarios en todos los sectores, para crear en el país un marco institucional fuerte, partiendo de la autonomía de los organismos de control y generando instancias eficientes de control social. Ojalá se aproveche el turno electoral que le toca vivir al país, para que se debata la cuestión con creatividad, buena fe y compromiso democrático.
*Abogados especialistas en corrupción.