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heridas de la dictadura

La memoria remite al pasado, pero se conjuga en presente

Un grupo de becarios doctorales del Conicet analiza las polémicas sobre el alcance que tuvo el terrorismo de Estado, que parecen haberse beneficiado de un “momento propicio” a esos cuestionamientos.

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Pregunta. ¿Cuándo, cómo y por qué surgió la idea de que en la Argentina de los años 70 hubo una guerra? | cedoc

La palabra “memoria” remite inmediatamente al pasado. No obstante, la memoria se conjuga siempre en tiempo presente.

En los últimos meses, una serie de intervenciones de diversos actores públicos sugirieron, más o menos explícitamente, la necesidad de revisar el alcance que el terrorismo de Estado tuvo en Argentina. “No se trató de ‘un plan sistemático’ ni de un plan para desaparecer personas (…) Fue una reacción desmedida combatiendo un plan de toma del poder concretamente”, llegó a asegurar en un programa televisivo de gran audiencia el ex militar carapintada y actual titular de la Aduana Juan José Gómez Centurión. Fue, acaso, la formulación más extrema, o al menos la más resonante, de una cadena de argumentaciones que parece haber encontrado un (nuevo) momento propicio para desplegarse.

Hay un refrán muy conocido que asegura que del dicho al hecho hay un largo trecho. Reconocer esa distancia no implica, sin embargo, perder de vista que lo que se dice contribuye de modo decisivo a crear el marco en el que hacer o no ciertas cosas es considerado posible. La reciente decisión de la Corte Suprema de otorgar a los criminales de lesa humanidad el beneficio del 2x1, que iguala la violencia masiva perpetrada a través del aparato del Estado con los crímenes comunes, no puede interpretarse por fuera de este marco  discursivo.

Han pasado 41 años desde que el 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas, con el apoyo de los grandes grupos empresariales y el consenso de un sector significativo de la población, tomaron el poder. Somos parte de una generación que tiene la fortuna de no haber sufrido las dictaduras en carne propia. Una generación nacida en democracia, y convencida de la total ilegitimidad de un proyecto represivo que terminó con la vida de miles de personas. Somos, también, investigadores especializados en los estudios sobre historia reciente. Frente a la multiplicación de las opiniones, defendemos el valor de las fuentes y el rigor interpretativo. Es desde esta doble condición que queremos rechazar los argumentos que niegan el terrorismo de Estado y que, con ello, abonan el terreno para la impunidad de sus responsables.

¿Hubo o no una guerra en la Argentina de los años 70? ¿Es correcto hablar de terrorismo de Estado? ¿Es posible conocer la cifra efectiva de desaparecidos? ¿Tuvo la sociedad algún tipo de responsabilidad en lo sucedido? Contra la numerosa evidencia acumulada a partir del retorno democrático, el debate público sobre el gobierno militar de los años 1976-1983 parece repetirse. Sin embargo, y a pesar de la seriedad que sus propios protagonistas insisten en otorgarle, esa querella se monta sobre argumentos jurídica e históricamente obsoletos. La memoria de la violencia represiva de los años 70 requiere hacerse preguntas más complejas y menos tendenciosas. Preguntas que, en definitiva, atañen a nuestro presente.


La guerra siempre. ¿Cuándo, cómo y por qué surgió la idea de que en la Argentina de los años 70 hubo una guerra? ¿Quiénes estuvieron detrás de su elaboración? ¿Quiénes se la apropiaron y con qué objetivos? ¿Cuáles son los usos que se pueden hacer de esa idea en nuestros días?

El paradigma de la “guerra” fue elaborado por el propio actor militar en los inicios del terrorismo de Estado. A mediados de la década del 70, en el filo del golpe de Estado de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas procesaron una coyuntura social de conflictividad interna, violencia política y represión legal y clandestina a la luz de la doctrina contrainsurgente que habían desarrollado desde los años finales de la década del 50. En base a esa teoría, los altos mandos militares concluyeron que nuestro país se había convertido en el escenario de una guerra iniciada por lo que denominaron la “subversión”. Cualquier tipo de expresión política, cultural y/o social alternativa fue lisa y llanamente definida como parte de un “enemigo interno”, categoría que  incluyó desde estudiantes y militantes barriales y sindicales hasta los miembros de las organizaciones político-militares. Así, la represión sistemática tanto pública como especialmente clandestina que sobrevino con el inicio del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” fue presentada como una acción de combate contrainsurgente.

A partir de 1983, ese paradigma devino en el eje articulador de la defensa castrense tanto dentro como fuera de los tribunales de Justicia. En el plano de la Justicia, la idea del conflicto bélico permitió a las Fuerzas Armadas obviar la utilización que habían hecho del aparato estatal con el fin de exterminar a un sector de la sociedad civil y presentar, en cambio, los crímenes cometidos como meros actos de servicio. En el plano de la memoria del pasado reciente, ese argumento fue recuperado por diversos actores públicos con el objetivo de negar la realidad del terrorismo de Estado. Por consiguiente, frente a la acusación jurídica y pública por haber cometido crímenes de lesa humanidad, la estrategia del actor militar se centró en reivindicar contra todo fundamento su lectura particular, en la que un momento histórico de enorme ebullición social fue catalogado como una guerra que las Fuerzas Armadas debían emprender contra una parte de su propia población.

La “guerra contra la subversión” es, en otras palabras, la manera en la que esas Fuerzas Armadas denominaron al terrorismo de Estado. Es imposible, en consecuencia, posicionarse desde este marco interpretativo sin adscribir a una ideología que tiene como objetivo último suprimir la posibilidad misma de revisar la violencia estatal de los años 70 en su carácter fundamental de represión sistemática y masacre planificada.


La cifra y la verdad histórica. En una entrevista radial realizada durante el mes de enero de 2016, el entonces ministro de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires Darío Lopérfido afirmó que “en Argentina no hubo 30 mil desaparecidos”, sino que esa cifra había sido “arreglada en una mesa cerrada” por miembros de los organismos de derechos humanos locales con la finalidad de obtener subsidios del Estado.

Quienes hoy afirman que los desaparecidos no fueron 30 mil insisten en la importancia de la cifra “real” en defensa de una supuesta “verdad histórica” que se estaría deformando. Una “verdad” que, a la luz de sus argumentos, es de naturaleza exclusivamente cuantitativa: es imperioso establecer una cifra definitiva que permita conocer de una vez y para siempre la “realidad” de lo acontecido durante la dictadura. Frente a este requerimiento cabe ante todo una sencilla pregunta: ¿es posible establecer una cifra definitiva de la masacre dictatorial?

Tanto desde el campo histórico como desde el jurídico se han producido numerosas investigaciones que demuestran que durante la dictadura el grueso de la represión estatal fue ejercido de forma clandestina, con una metodología que privilegió el ocultamiento de los procedimientos realizados, convirtiendo las detenciones en secuestros ilegales, y a los detenidos en desaparecidos. Preguntarse por la cifra efectiva de personas que atravesaron esta condición obliga a enfrentarse a una estrategia represiva según la cual el destino final de los capturados no se definía sobre la base de las disposiciones legales emanadas de la Constitución, determinando su condena o absolución, sino a partir de la decisión de sus propios captores, quienes se encargaban de que su sentencia de muerte se ejecutara en el mismo anonimato que había caracterizado todo el procedimiento.

Ante este inmenso dispositivo en el que la represión y el asesinato iban de la mano del ocultamiento, todo ello garantizado por los innumerables y variados recursos que ofrece el Estado, ¿cómo obtener un número y, más aún, uno que sea definitivo? Esta imposibilidad de determinar una cifra para la masacre pone de manifiesto el terrorismo de Estado en toda su magnitud, es decir, más allá de las cifras: nos enfrenta al enorme dispositivo que, con el respaldo estatal, garantizó el ocultamiento de un proyecto represivo que alcanzó todos los rincones del país, que secuestró clandestinamente y que asesinó en la más absoluta clandestinidad e ilegalidad.


La estrategia del caos. El carácter sistemático del plan represivo de la última dictadura militar fue descripto detalladamente en el informe Nunca más, realizado por la Conadep y publicado por primera vez en 1984. “No fue un exceso en la acción represiva, no fue un error. Fue la ejecución de una fría decisión (…). No se cometieron ‘excesos’, si se entiende por ello actos particularmente aberrantes. Tales atrocidades fueron práctica común y extendida y eran los actos normales y corrientes efectuados a diario por la represión”, se afirmaba allí, contradiciendo el que hasta el día de hoy es uno de los principales argumentos de quienes buscan discutir la idea misma del terrorismo de Estado entre 1976 y 1983.

A pesar de su temprana elaboración, el Nunca más documentó con enorme precisión la existencia histórica de una secuencia de secuestro-torturas-exterminio que fue ejecutada en cientos de centros clandestinos de detención desplegados a lo largo de todo el territorio nacional e implementada por numerosos grupos de tareas conformados por miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad. Una gran cantidad de investigaciones posteriores han confirmado que la decisión de llevar adelante el aniquilamiento clandestino de quienes eran identificados como parte del universo “subversivo” data, al menos, de 1975. También han verificado detalladamente el carácter metódico y ordenado del plan de exterminio en sus más diversas facetas.

¿Cuál es el motivo, entonces, por el cual algunos actores públicos insisten, contra todo tipo de evidencia, en el carácter azaroso de la represión dictatorial? Entre 2003 y 2007, un conjunto de decisiones tomadas por los tres poderes del Estado permitieron reanudar los juicios penales  –que se habían iniciado en 1985 y se habían interrumpido tras la sanción de las leyes de Punto Final, Obediencia Debida e indultos– a los miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad por su participación en el diseño y la ejecución del plan represivo. La reapertura de los juicios fue posible gracias a la tipificación del conjunto de delitos que conformaron el plan represivo como crímenes de lesa humanidad. Este tipo penal, proveniente del derecho internacional, establece que los secuestros, las torturas o las violaciones sexuales no constituyen, en sí mismos, ni cuando son implementados de forma aislada, delitos contra la humanidad, sino que adquieren tal estatus cuando son perpetrados en forma sistemática. Es decir, de acuerdo a un plan previo a la consumación de los delitos y siguiendo un patrón que se repite, en forma generalizada, a lo largo de un territorio.

En el contexto actual, la negación del carácter sistemático del plan represivo no se sustenta en ningún tipo de prueba jurídica o histórica. Implica, más directamente, la voluntad de desacreditar el argumento que define al terrorismo de Estado como un conjunto de crímenes de lesa humanidad y que fundamenta la necesidad social de juzgar a sus perpetradores.


La sociedad inocente. En paralelo a la noción de “guerra” como marco interpretativo de lo sucedido, hasta el día de hoy circula en el espacio público un conjunto de representaciones en torno al terrorismo de Estado que suele reunirse bajo el nombre de “teoría de los dos demonios”. Quienes reclaman “memoria completa”, por ejemplo, lo hacen bajo el supuesto de que las Fuerzas Armadas reaccionaron a la violencia iniciada por las organizaciones armadas: “ellos empezaron primero”, parecen decir, esgrimiendo un pretexto ligeramente admisible para una pelea escolar pero engañoso cuando se trata del terror implementado por agentes del Estado. Más paradójico resulta, en todo caso, que esta interpretación del pasado siga siendo defendida al mismo tiempo por un sector de la sociedad convencido de la necesidad de juzgar a las Fuerzas Armadas. La explicación de la conflictividad social de los años 70 como producto de la violencia entre dos bandos enfrentados implica no sólo desconocer las numerosas disputas políticas, sociales y culturales que tuvieron lugar en la Argentina desde mediados del siglo XX sino fundamentalmente avalar la negación del plan sistemático de aniquilamiento. Ello no significa, sin dudas, que no sea posible discutir y analizar el accionar de las organizaciones políticas que adscribieron a la lucha armada y su intervención en la escena política. Sin embargo, al hablar de “dos terrorismos” se ignora que a partir de 1976 las Fuerzas Armadas dieron un salto cualitativo en la implementación de un plan represivo de secuestros, tortura y desaparición de personas. Esa metodología no es comparable a ninguna otra acción que las organizaciones armadas o cualquier otro tipo de agrupación militante hayan encarado. Y no sólo por una cuestión cuantitativa sino porque los crímenes cometidos por los militares, al hacer uso del aparato del Estado (y asegurarse por ese medio su propia impunidad), son distintos de cualquier acción que puedan cometer individuos o grupos particulares. Esa es la razón por la cual en el año 2004 la Corte Suprema consideró que los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas son imprescriptibles y están siendo juzgados en nuestro país como delitos de lesa humanidad.

Pero la “teoría de los dos demonios” no sólo alimenta el paradigma de la “guerra” y las dudas sobre el carácter de los crímenes del terrorismo de Estado.

El esquema binario tiene además un efecto paralizador e irreflexivo, porque plantea la imagen de una sociedad esencialmente inocente y fija la atención sobre actores del pasado que o bien ya no existen en el país o no tienen la relevancia que supieron tener en el juego político. De ese modo, nos impide preguntarnos por las responsabilidades de las generaciones que nos precedieron en la convivencia con (cuando no en el sostenimiento de) un plan de aniquilamiento masivo.

Contra el “negacionismo”. La reciente irrupción en el espacio público de una serie de declaraciones en favor de revisar las dimensiones e incluso la caracterización misma de los crímenes cometidos por la última dictadura militar como terrorismo de Estado nos interpela doblemente: como jóvenes y como investigadores de la historia reciente.

Sabemos bien que el cuestionamiento –o la negación lisa y llana– de las cifras o el carácter planificado de una masacre no es una novedad del caso argentino. Tampoco lo son los argumentos que, de diversas maneras, buscan matizar la culpabilidad de sus perpetradores o exculpar al conjunto de la sociedad en que esos criminales pudieron ejercer sus acciones con libertad. Lo mismo ocurrió con las matanzas de población de origen armenio perpetradas por el Estado turco a comienzos del siglo XX y a propósito del exterminio de judíos a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, por citar los ejemplos más conocidos. Cada matanza pareciera engendrar sus propios detractores, individuos que insisten permanentemente en relativizar la significación de los crímenes cometidos. “Negacionismo” es el nombre con el que se ha definido este tipo de procedimientos intelectuales. Por nuestra parte, preferimos hacer propia la calificación que eligió un reconocido historiador francés, Pierre Vidal-Naquet, para aquellos que pretendían poner en duda el horror de las cámaras de gas y los crematorios nazis: “asesinos de la memoria”.

Para los militares y también para grandes sectores de la sociedad argentina que apoyaron el golpe de Estado, la “subversión” contra la que debía librarse una “guerra” no era identificada con la violencia política (es decir, desde su perspectiva, con el accionar de las organizaciones armadas) sino con todo tipo de activismo social. En una declaración al diario Clarín, el propio presidente de facto Rafael Videla señalaba que “el terrorismo no es sólo considerado tal por matar con un arma o colocar una bomba, sino también por activar a través de ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana a otras personas” (18 de diciembre de 1977). Aquellas voces que, en el presente, insisten en igualar los crímenes de lesa humanidad con delitos comunes se hacen eco en última instancia de esa ideología antidemocrática y asesina. Son las voces de aquellos que anhelan sostener un debate que ha sido a todas luces superado.


*Becarios Internos doctorales – Conicet.