La voz en off se enciende: “Imaginen un club de millonarios tan exclusivo que sólo 150 de las personas más ricas del mundo forman parte de él. Ser miembro cuesta hasta 10 millones de dólares, con una cuota anual de 1,3 millón de dólares. El dueño del club es el multimillonario norteamericano Tim Blixseth. Nacido en la pobreza, gastó millones en propiedades y tiempo libre. Es dueño de cinco aviones, con los que viaja por el mundo para llegar a sus quince propiedades. Tiene dos yates, para “distenderse”. La imagen se evapora, entrelazada con un fundido a negro, pero enseguida (la rabia televisiva así lo impone) hace su presentación en pantalla el bueno de Tim –remera blanca, bermudas chillonas, lentes para el sol, sin calzado– para describir frente a cámara los amenities diseminados en la cubierta superior del bote, donde se destaca el jacuzzi: “A ver –sumerge su brazo derecho–: creo que debe estar en 35, 36 grados. A la gente le encanta estar acá, especialmente cuando navegamos. Se puede ver a los delfines y a las ballenas nadando junto a nosotros –une las manos, simula una inmersión espléndida del cetáceo–. También puede verse la puesta del sol, hacer una barbacoa y pensar en la fortuna de estar vivo y en este lugar”. Tim sabe de lo que habla, y sabe cómo difundirlo. Para eso está en The World’s Richest People, que el magnífico Discovery Travel & Living incorporó a su grilla.
Lo vemos en televisión, pero también lo leemos en las revistas rosas, en los rankings económicos del periodismo especializado; lo escuchamos en los informes radiales, lo seguimos con devoción militante por Twitter y Facebook: la ostentación de la riqueza magnetiza. Un registro sensible que se asemeja al expandido en el siglo XVIII, cuando las cortes deliraban por la opulencia y la sofisticación del hábito. Registro modificado en el siglo XIX, al calor de la Revolución Industrial, cuando el confort propagó a escala global un nuevo tipo de cosmovisión, instrucciones de uso para una técnica de la higiene y el bienestar. La burguesía engordada que viralizó el consumo (es allí cuando se populariza el lujo de objetos). Hoy, como en el Siglo de las Luces, supura el frenesí del sujeto obsesionado por el placer, la necesidad de existir y de ser visible para el resto.
Por estos días, se distribuye en nuestro país el último libro de Yves Michaud (Lyon, 1944), titulado El nuevo lujo (Taurus). A ver: Michaud es un académico con un recorrido sólido dentro del mundillo profesional (filósofo, especialista en Hume, ex director de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Francia). Como muchos de los teóricos franceses (sumemos también a los ingleses y a los estadounidenses, que son cracks en estos menesteres), el investigador ha venido haciendo un esfuerzo colosal por escapar de la anquilosada prosa colegial y aterrizar en el mercado con textos digeribles para el gran público. Si bien en Violencia y política (1978) tropezó con los yerros típicos del iniciado, fue con El arte en estado gaseoso (2003) cuando tejió un desempeño aceptable que lo catapultó al menos como un autor leído. Ahora bien, lo que ha conseguido con este último volumen merece celebrarse.
El nuevo lujo se lee como lo que es: un ensayo sobre la abundancia. Pero no sólo eso. Sobre la abundancia y sobre el ardor simbólico que decanta de la forma en que esa abundancia es consumida; derrochada, introducimos. A partir de una cantidad sorprendente de datos y ejemplos, disecciona un fenómeno novedoso hasta ahora, y lo rastrilla con el paquete filosófico, pero también con el psicológico y el sociológico. La novedad estriba –nos alecciona– en que ya no se trata de la apropiación exacerbada de bienes (la joya como el objeto preciado por antonomasia: posiciona, diferencia), sino en el advenimiento de lo que ha llamado “experiencias de lujo”: safaris, veladas en la ópera, tratamientos sofisticados de spa. Su conclusión es que este “nuevo” tipo de consumo extendido entre la tropa, que ahora busca no sólo ostentar sino relajarse y ser bien atendida, ha conseguido dilatar la brecha entre ricos y pobres, propiciando un aumento desmedido de la desigualdad. (Comparte así tesis con su compatriota Piketty.) La búsqueda de la distinción, la superioridad entusiasta del vip: “Las dos satisfacciones más importantes que aporta el lujo hoy son: la ostentación y vivir experiencias raras y únicas, auténticas”, enuncia.
Este cambio de paradigma fue evolucionando conforme el hedonismo capitalista de posguerra, aunque penetra con firmeza en los años 90. La búsqueda de nuevas sensaciones, el refinamiento de los gustos, la experiencia como rito gratificante. Así, oferta y demanda confluyen en una liturgia deliciosa de la Sodoma financiera. Según el investigador, la última década del siglo pasado arrojó una cantidad inusitada de súper ricos, sobre todo en países como China, Rusia, Brasil, algunos del sudeste asiático y los Emiratos. Esta sería la explicación especulativa, racional del asunto. Pero luego fuerza una segunda lectura que podríamos llamar de carácter emocional: en tiempos de crisis, surge una necesidad de apropiarse –rápido, ya, ahora. Soy rico, ¿o no?– de la ilusoria satisfacción del placer jerarquizante. Nos detenemos aquí por un instante. Porque Michaud nos cuenta también que al “democratizarse” el lujo, volverse accesible para muchos, fue parido un lujo menos distinguido, ordinario. Pero lo que en principio supura contradicción se resuelve en el macrolaboratorio social con el perfeccionamiento de la factoría del lujo, que acondiciona las estrategias para convertir las experiencias en rasgo distintivo, hechas a medida. “El éxito de las industrias del lujo dice mucho acerca de la fragilidad del individuo contemporáneo, de su malestar con la identidad y de sus estrategias para intentar superarlo”, concluye Michaud.