¿Acaso se puede vencer el escepticismo que nos acorrala en el día a día, en una Argentina entrampada por las propias leyes que vuelven legal lo ilegítimo? Si el nombramiento de Gils Carbó fue bendecido en su momento por una oposición que asintió a ese presente griego que es la jefa de los fiscales y si como van por todo, el nuevo Código Procesal Penal no es sino una herramienta perversa para nombrar 1.600 fiscales y lacayos militantes que favorecerán la autoamnistía de los funcionarios públicos, ¿acaso no estamos hundidos en un fraude legal? ¿Qué se puede esperar de la dirigencia política y del Poder Judicial, partícipes necesarios de esta estafa urdida contra la ciudadanía?
El fiscal Di Pietro nos transmitió su experiencia, imperfecta pero por eso mismo, perfectible, que puede ser resumida en tres enseñanzas tan claras como extrañas a nuestra forma de hacer política.
La primera de ellas es que “la certeza del derecho y de la pena es condición necesaria, pero no suficiente en la lucha con la corrupción”. Así como se ignora el cartel con la E roja barrada que indica la prohibición de estacionar, pero se evita hacerlo si el ícono representa una grúa, quien delinque –sea funcionario, empresario, mafioso o “cuentapropista”– sopesaría los beneficios y las cargas si corriera el riesgo de ser juzgado y condenado. Pero también se necesita de una república con una oposición que no ceda a pactos espurios y de un Poder Judicial que no sea cómplice de la política. Un Oyarbide y un Casanello son muestras vergonzantes y grotescas de una obsecuencia nefasta emparentada con la máscara de impunes académicos como Zaffaroni, Slokar y Alagia, quienes nos usaron como conejillos de Indias de un experimento social que se cobró la vida de tantos inocentes.
La segunda de las enseñanzas es que “la corrupción afecta la democracia y produce una decadencia cultural”. Los antimodelos de un Menem sobreseído en la causa de Río Tercero, un vicepresidente que vive en un médano, una Presidenta comprometida hasta los tuétanos, garantizan el imperio de la impunidad. “Si roban los de arriba, ¿por qué no podemos robar los de abajo?”, se interrogan los que no fueron invitados al convite de esta curiosa redistribución de la riqueza. Al fin de cuentas, es una inicua manera de restablecer una ilusoria igualdad ante la ley entre los representantes y sus representados.
Si las más de las veces la corrupción se comete en el marco de la ley, esa legalidad ilegítima prueba que no es tanto una cuestión jurídica como moral. De allí la importancia concedida a la tercera de las enseñanzas: debemos trabajar por “el convencimiento de los jóvenes del beneficio de la honestidad”. Vencer la batalla (anti)cultural ganada por una ideología inescrupulosa es la tarea que nos espera a todos aquellos que todavía creemos en un futuro donde la ética y la transparencia puedan más que el más crudo pragmatismo político.
*Filósofa.