Las evaluaciones muestrales o censales sobre los aprendizajes de los alumnos, tanto nacionales como internacionales, constituyen una gran oportunidad de crecimiento para sus destinatarios.
Pero ¿quiénes son los destinatarios de estos operativos de evaluación? Que los mismos son un insumo para los gobiernos y sus políticas educativas es una verdad de Perogrullo, pues han sido elaborados para ellos. Estos brindan información para la toma de decisiones, favorecen una lectura que, aunque relativa, ubica a un sistema educativo dentro del contexto internacional. Además, promueven el desarrollo de líneas de investigación en los ministerios de Educación, el establecimiento de protocolos, criterios y la aparición o fortalecimiento de equipos especializados en estos temas. Favorecen la discusión sobre la educación colocándola en la agenda pública, volviéndola visible. De todos modos, algunos autores consideran que resultan un tanto limitados los resultados efectivos de este tipo de evaluaciones sobre las políticas educativas, e incluso en su tratamiento público.
Resultados y sentido. Continuando con la pregunta, nos cuestionamos si las escuelas, los directivos y sus docentes son destinatarios directos de estos resultados y lo afirmamos, ya que los resultados de un modo más detallado o general llegan a las escuelas. Estos datos entran al sistema, que es la escuela, de la mano de los supervisores o de los directivos que consultan los informes. Para que produzcan algún efecto o impacto positivo y sostenible en el tiempo es necesario saber qué hacer con ellos.
Aquí deberíamos detenernos en un punto muy importante que pocas veces se discute en los espacios escolares, y menos aún en espacios de opinión publica. Detrás de esas evaluaciones existe una postura pedagógica y didáctica a partir de la cual se modelizan los exámenes. ¿Qué es lo que buscan ponderar o diagnosticar esas pruebas? ¿Cuál o cuáles son los enfoques de las disciplinas sobre los que se basan? ¿Son los mismos sobre los que nosotros en nuestra institución trabajamos? Porque “aprender” es un término que puede ser comprendido de diversos modos: para algunos es retener información, para otros comprender cuestiones esenciales de cada área del conocimiento, y para otros desarrollar competencias que le permitan al alumno formarse para saber actuar eficazmente en un contexto. Para algunas posturas, aprender incluye la dimensión afectiva, moral, emocional, corporal. Para otras no. Para algunas es lograr la plenitud de todas las dimensiones humanas; para otras es obtener el éxito.
Puede suceder que, si la escuela no tiene claro el perfil de estudiante que pretende lograr o los fundamentos pedagógicos de su propuesta, intente replicar lo que estos modelos piden para obtener mejores resultados la próxima vez. Esto sería poco profesional, pero es uno de los efectos de este tipo de pruebas, que ejercen un control por esta vía respecto de lo que se pretende que se enseñe, tal como señala Axel Rivas.
Objetivos. Si la escuela enseña de un modo y las evaluaciones apuntan a otros objetivos, está claro que los resultados serán deficientes. Entonces ¿quién decide lo que es valioso aprender y diagnosticar? ¿Es tan grande la brecha entre lo que se evalúa y lo que un estudiante, de cualquier procedencia, debería saber?
No basta con decir que los modelos de evaluación de aprendizajes se basan en los diseños curriculares o en los núcleos de aprendizaje prioritarios. Sabemos muy bien que cada comunidad educativa selecciona e incluso valora de modo diverso esos “mínimos”, generando condiciones y enfoques de enseñanza diferentes.
La pregunta central que podríamos hacernos puertas adentro de las escuelas y entre las escuelas, como afirma Morín, es: ¿qué es valioso que los alumnos aprendan en este contexto cultural, donde el estudiante siempre será una persona inserta en un contexto diferente al de hace treinta años: cambiante, incierto, global, complejo?
Por otra parte, corresponde preguntarse sobre las herramientas que poseen directivos y docentes para convertir esos datos en información valiosa para la institución y para diseñar un plan de mejora consistente a partir de ellos, poniéndolos en diálogo con aquello que los mismos colegios recogen de distintas fuentes internas y/o externas.
Despertar el espíritu. Aquí cabe pensar en la formación de docentes y directivos y en el tipo de participación de las familias. Para poder hacer un uso inteligente y estratégico de esos datos es necesario contar con una serie de habilidades que favorezcan la interpretación de esos insumos en el marco del proyecto institucional y el contexto sociocultural de la escuela. ¿Qué perfil de estudiante pretendemos formar? ¿Cuál es nuestra visión compartida sobre lo que intentamos aportar a la sociedad? Son cuestionamientos indispensables para poder poner un marco de referencia y entender qué está pasando. Hoy en día autores como Perrenoud, Schön o Domingo Roget y Anijovich afirman la necesidad de subrayar la profesionalidad de la carrera docente argumentando la necesidad de despertar el espíritu, la actividad investigadora y la reflexión sobre las propias prácticas como un hábito del directivo y del maestro, a fin de corrernos del círculo vicioso de la queja sobre magros resultados. Si el proceso es informativo y no se empodera convenientemente a las escuelas para manejar esos informes, es probable que sigamos en una misma dirección cada vez más sinuosa y con apariencia de callejón sin salida.
El docente es un profesional en la medida en que es capaz de reflexionar con fundamentos sobre sus prácticas con la capacidad de aprender con otros y de otros, construyendo conocimiento que de modo individual no podría obtener.
Cultura posmoderna. Muchas de las características de nuestra cultura posmoderna influyen para hacer más difícil el abordaje de los problemas de aprendizaje: la incertidumbre; la multiculturalidad; el estatus de la educación y de los educadores, deteriorado en el imaginario social; las profundas desigualdades sociales que fragmentan de modo profundo el sistema educativo volviéndolo inequitativo. Con más razón, la preparación de los nuevos docentes y de los docentes que ya tienen una trayectoria en el sistema es una cuestión que desafía a los ministerios de Educación y que debería interpelar a la sociedad civil, a las propias escuelas y a los padres.
¿Qué hacemos con saber que en nuestra escuela solo el 30% de los estudiantes comprende lo que lee? ¿Qué significa eso? Incluso tener el dato de las hipótesis de los errores. ¿Todos entendemos lo mismo por “comprender”? ¿Es parte de nuestro objetivo y de nuestras acciones concretas el ejercicio de una lectura destinada a la comprensión? ¿Cómo y cuánto hemos hecho pensando en que los alumnos desplieguen esta capacidad? ¿Todos trabajamos en ese sentido? ¿Cuánto y de qué modo nos comunicamos unos con otros para conocer qué hace el otro que está en mi misma institución? ¿Cuál es el plan del año que viene para trabajar sobre esta capacidad de modo coherente y potente? Y las familias, ¿cómo llevan sus preocupaciones a los docentes sobre el aprendizaje de sus hijos? ¿Saben ellos mismos cómo podrían ayudar de modo simple a todo este sistema tan complejo que es la escuela, conservando su lugar como padres?
Para que todo esto sea posible es condición necesaria la constitución de una comunidad de aprendizaje que favorezca la coherencia de las decisiones que se toman y en la que todos los que participan estén dispuestos a aprender de otros y a compartir sus buenas prácticas.
Participación. Incluso, para que esta realidad se materialice, deberíamos modificar cuestiones de índole organizacional, muy instaladas en el sistema, que no ayudan a este diálogo profesional, permanente, de mutuo aprendizaje. Aun reconociendo estos obstáculos, es cierto que hay mucho más espacio para el cambio de lo que pensamos. El tema es que cuando reconocemos el margen de libertad para movernos, al mismo tiempo necesitamos saber hacia dónde y cómo.
Entendemos que lo fundamental es la decisión de que nadie quede atrás. Que trabajemos para rediseñar, no en los papeles, sino en los hechos, la unidad de objetivos en cada escuela y los procesos de formación que nos permitan saber qué hacer con esos datos que son solo una parte de una película mucho más amplia y compleja, que requiere de profesionales cada vez más desafiados y por lo mismo más exigidos. En una formación pensada para el siglo XXI, la capacitación otorga flexibilidad para moverse dentro de los cambios, capacidad de observación y profundidad en la interpretación de lo que sucede en un aula o en la escuela a fin de identificar lo que hay que hacer; liderazgo para saber llevarlo adelante en un proceso complejo, y compromiso social para entender de una vez por todas que la educación no puede ser tema de disputas sin fundamento, como modas que como aparecen se van, pues en esto se nos va la nación.
*Directora del Profesorado Universitario de Educación Primaria. Escuela de Educación, Universidad Austral.