La imperativa recomendación de mi vieja era prácticamente innecesaria: por tanta insistencia, y gracias a la repetida comprobación de su utilidad frente a policías desconfiados, ya a los 12, 13 años había entendido que tener la “cédula” encima era parte de la religión de las salidas nocturnas de la primera adolescencia.
Supongo que será difícil de entender a la distancia si no se tiene más de 45, más o menos. Pero, en esos primeros años de la dictadura, de verdad que no era un buen chiste salir a la calle sin documentos. Formábamos parte de una generación de pibes lo suficientemente jóvenes como para ser acusados de algún extremismo. Pero éramos al mismo tiempo demasiado grandes para declararnos del todo inocentes, por lo que la chance de poder demostrar.
En 1978 o 1979, los años de los primeros recitales de Serú Girán en el Auditorio Buenos Aires de la calle Florida, de los conciertos del Flaco Spinetta en Obras o de los rejuntados de videoclips de los Rolling Stones y Rush en el cine Petit Premier de la avenida Corrientes, el miedo a la policía, a que “te pase algo” cuando salías de noche era parte del escenario, aun viniendo de una familia judía tradicional de clase media casi desconectada de militancias.
Despojados por una cuestión cronológica del trágico glamour “subversivo”, para nosotros, adolescentes periféricos de avenida San Martín y Mosconi, el peligro verdadero estaba vestido de azul policial o disfrazado de civil en dramáticos Falcon verdes.
Si me preguntan qué es el miedo, o cómo aprendí de qué se trata, les puedo contar que para mí el miedo eran aquellos segundos hasta que encontraba la billetera con la cédula de identidad después de ser parado en Cuenca y las vías por un policía a la medianoche. O el instintivo sudor que me recorría cuando un patrullero me levantó junto a una linda noviecita de 15 años y mantuvo nuestro destino en sus manos mientras daba la vuelta a unas pocas cuadras de Villa Urquiza.
Todavía hoy, tantas décadas después y en un mundo de libertades –aunque con peligros distintos–, cuando salgo a la calle en Buenos Aires reviso que no me falten las llaves, la tarjeta de crédito, los anteojos, el celular... y ya cerca de la puerta siempre escucho la voz de mi madre con preocupado cariño: “¿Llevás documentos?”.
*Periodista y escritor.