Si la sangre es el elemento más ancestral de filiación, desde que el descubrimiento del ADN certifica nuestra pertenencia familiar, la sangre, en Argentina, es también la metáfora más desafiante de nuestra historia. El Banco Nacional Genético, fundado por el gobierno de Raúl Alfonsín, a instancias de Chicha Mariani y Estela Carlotto, Abuelas de Plaza de Mayo, para esclarecer la filiación de hijos y nietos de desaparecidos, es un reservorio de vida y muerte que mezcla los aspectos más primitivos de la filiación con la sofisticación de una ciencia al servicio de la identidad robada. Allí acudieron estos años los que sospechaban que eran hijos de desaparecidos. De no cambiarse la finalidad inicial para la cual fue creado, allí debieran acudir en el futuro, de manera gratuita, los que necesitan confirmar su filiación o identidad.
¿Cómo no conmoverse con la épica de las Abuelas que hicieron de la búsqueda de los nietos la apuesta más fuerte de vida y esperanza? Como madres no vieron morir a sus hijos, como abuelas no vieron nacer a sus nietos. Se aferraron a la genética para hallar certezas en una búsqueda similar a la del ciego que tantea en la oscuridad.
El proyecto para la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos fue aprobado por unanimidad en el Congreso. Se estableció que fuera nacional y funcionara en el Hospital Carlos G. Durand de la ciudad de Buenos Aires, bajo la conducción de una profesional de biología molecular, Ana Di Lonardo, quien recibió el mayor premio que otorga el gobierno de Francia a los Derechos Humanos, veinte mil dólares, que donó para comprar los primeros aparatos del Banco. En 2006 fue obligada a jubilarse y la sustituyó Belén Cardozo. Desde su creación, se identificaron 108 personas nacidas en cautiverio o apropiadas en campos clandestinos de detención. Sirvió también para miles de personas, cuyas identidades disputaban en la Justicia, sin medios para costear un análisis genético. Es el primero en el mundo para la identificación de personas, lo que habla de la dimensión de nuestra tragedia, y un modelo para otros países.
En 1987, el Juicio a las Juntas ya había reconstruido el rompecabezas macabro del terrorismo de Estado con la ayuda de avances científicos de Estados Unidos para identificar huesos hallados en las fosas colectivas. También, gracias al Equipo Argentino de Antropología Forense y su conmovedor trabajo para dar nombre a quienes fueron enterrados como NN. Las organizaciones de Derechos Humanos no pedían patente de filiación política. “No era un peronista, no era un comunista, era un hombre que sufría” fue la bella descripción de Jorge Luis Borges en una crónica memorable, el único día que asistió al Juicio y escuchó el testimonio de un sobreviviente de la ESMA.
Como en mí confluye la cronista que relató ese tiempo y mi vida personal, incluida en ese mismo dolor colectivo, acompañé desde el inicio la búsqueda de las Abuelas. Visité con frecuencia el viejo edificio del Abasto, donde en las paredes, como en un collage, se fue armando con las fotografías la gran colcha de retazos de la identidad. Escribí desde el inicio para la prensa extranjera sobre ese fenómeno que hizo saltar la razón de la ciencia y la filosofía. Sobre el cañamazo del pavor se reconstruyó el terrorismo de Estado, pero la obstinación de la vida y la esperanza se impuso con esos nietos recuperados. Y como cada uno de ellos puso un nombre verdadero a una identidad falsa, revelaron la pluralidad de historias personales que desnudan la belleza de quienes como prueba de amor buscaron a sus descendientes. Jamás podremos reconocer totalmente lo que significó esa búsqueda de las Abuelas. En la medida que nos fuimos alejando del miedo, la democracia se consolidó, algunas de las madres que caminaban en la Plaza de Mayo entraron en el Palacio. Ocuparon palcos y galerías del Parlamento. Como el día que me parecieron puñales los gritos de fascista desde donde se veían los pañuelos blancos porque reclamé más debate frente al dilema de la extracción compulsiva de sangre para obligar a los adultos que se nieguen a conocer su identidad. Y junto a un pequeño grupo de diputados contrariamos la imposición de la mayoría y nos opusimos a que el Banco Genético saliera del Durand para quedar bajo la órbita del Ministerio de Ciencia y Tecnología. Menos aún que se restringiera a los delitos de lesa humanidad. Una regresión que mal se entiende y priva de la gratuidad del Banco a personas que demandan también esclarecimientos sobre su identidad, desde quienes fueron adoptados de manera irregular a los desaparecidos de la democracia, como Julio López o víctimas de la trata, como Marita Verón.
Tanto la ley del ADN compulsivo como la del traspaso del Banco Genético fueron votadas, sin debate, en 2009, después de la derrota electoral, entre la elección anticipada y el recambio parlamentario. Nadie pudo explicar las razones del traspaso. Con el tiempo entendí que esa noche se consagró la apropiación política partidaria de los Derechos Humanos y su contaminación con el dinero. Como sucede con todas las leyes en las que la mediación política se cancela, terminó en la Justicia que frenó su traspaso después del amparo que presentaron un grupo de organizaciones de Derechos Humanos y familiares de desaparecidos como Chicha Mariani, quien fundó y presidió Abuelas, para demandar protección al archivo genético del Banco “porque no están garantizadas la transparencia, cuidado, prudencia y celeridad” del ahora tan publicitado traspaso. Como dueñas morales del Banco Genético, se alarmaron cuando constataron lo que temíamos ya en 2009: la desnaturalización del Banco Genético, expresada tanto en los anuncios del Ministerio de Ciencia y Tecnología sobre su “modernización” y las propaganda sobre las “capacidades de investigación en genómica”, el diagnóstico médico de las patologías genéticas. En varios portales de internet extranjeros, los del Mercosur y el Centro de Investigación Príncipe de España, el Banco Genético ya aparece asociado a otros institutos de genómica. Nadie se opone al desarrollo del diagnóstico de enfermedades genéticas, sí a privatizarlo en favor de los laboratorios, aprovechando su tecnología, prestigio internacional y capacidad de sus científicos en favor del negocio de los medicamentos. El Banco, creado para restituir identidad, está hoy amenazado en su propia identidad.
En los comienzos de nuestra literatura, Esteban Echeverría recurre en El Matadero a una metáfora sangrienta para buscar el origen genealógico del Río de la Plata: los “carniceros degolladores” del matadero de la Convalecencia, símbolo de la orgía de sangre en los tiempos de Juan Manuel de Rosas. Para Echeverría no era difícil imaginar qué “Federación saldría de sus cabezas y sus cuchillas”. Sin embargo, nosotros, que también podemos hacer literatura con ese reservorio de sangre en la que está depositada nuestra verdad personal y colectiva, siquiera pudimos imaginar que, treinta años después de la democratización, lo que comenzó como la gesta más conmovedora del amor e impulsó el desarrollo de la ciencia por los valores de identidad, verdad y justicia esté ahora contaminado por razones mercantiles, por legítimas que sean.
Con todo, sobrevive como luminosa identidad esa profecía literaria que dejó Borges en su poema Los Conjurados, esos hombres de diversas estirpes que han tomado la extraña resolución de ser razonables porque olvidaron sus diferencias y acentuaron sus afinidades.
Porque somos parte de ese legado, esa sangre ha vuelto a unir lo que estaba amenazado por las razones políticas que no siempre son públicas en el sentido de consagrar lo que es de todos. Se haya nacido en cautiverio, fruto de una violación o producto del abandono o simplemente un ciudadano, comprometido con la verdad.
Las víctimas siempre son víctimas y los instrumentos de reconocimiento y garantía de los Derechos Humanos deben estar en consonancia con el principio que los sustentan, la igualdad y la universalidad.
Las fechas encadenadas de una tragedia
El calendario reunió en un mismo día los efectos de la misma tragedia: el 18 de septiembre de 1977 secuestraron a mis dos hermanos, Néstor y Cristina, y otro 18 de septiembre, diez años después, el fiscal Julio César Strassera leyó en el Juicio a las Juntas el alegato del Nunca Más. Otro 18 de septiembre, más cercano en el tiempo, secuestrado por segunda vez, desapareció Jorge Julio López. Tres fechas encadenadas que nos advierten que todavía no hemos construido un auténtico Estado de Derecho ni una cultura democrática, basada en la ley y en la universalidad. En los tiempos en los que nadie preguntaba sobre la filiación partidaria o las ideas políticas y tener desaparecidos en la familia era un estigma, pudimos cada año en esta fecha escribir un recordatorio en Página/12, una especie de epitafio en una lápida de papel. Hoy, que el dinero contaminó lo que debe ser de todos, cuando parece que la causa de los Derechos Humanos es de algunos, reitero mi compromiso con esa bella utopía, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que consagró derechos iguales para todos sólo por la condición de ser personas. Convencida de que es el antídoto para que los argentinos no nos volvamos a desquiciar con más dolor y más violencia.