Basta de enojarse cada mañana cuando un hijo adolescente no quiere levantarse a las 6.30 para ir a la escuela. No se trata de una actitud negativa de la criatura. Son los cambios que está atravesando su cuerpo, su reloj biológico le indica que debe arrancar el día al menos un par de horas más tarde que cuando suena el primer timbre escolar. Así lo afirman centenares de investigaciones sobre el funcionamiento del cerebro que ya fueron comprobadas científicamente en Harvard, Cambridge, y en prestigiosos institutos que se ocupan de aplicar las neurociencias en el aprendizaje en Japón, Alemania y Reino Unido. Sin embargo, en Argentina recién estamos empezando a enterarnos.
En la Universidad de San Andrés (Udesa), un equipo interdisciplinario coordinado por la bioquímica y magíster en Educación María Eugenia Podestá, reúne y traduce desde hace seis años investigaciones en otros idiomas que plasmó en un libro que Editorial Aique acaba de publicar. El cerebro que aprende. Una mirada a la educación desde las neurociencias es producto del trabajo conjunto de la Escuela de Educación y el Instituto de Neurología Cognitiva (Ineco), que dirige el neurólogo Facundo Manes.
“No me entra en la cabeza”, se dice comúnmente cuando una idea o una actitud de otro resulta inconcebible. Pero la comprensión es algo bien complejo que ocurre o no en el cerebro y no en la cabeza, que es sólo el envoltorio. Estamos repletos de prejuicios e ideas comunes, muchas no verdaderas, sobre cómo funciona el órgano mayor del sistema central, que es el cerebro, que asimilamos erróneamente a lo racional. “Somos un cerebro, con patas y todo. Todo lo que nos pasa tiene lugar allí”, dice gráficamente el biólogo e investigador del Conicet Diego Golombek.
Las neurociencias no son una moda. En los últimos años, las neurociencias –que estudian la estructura, el desarrollo y el funcionamiento del sistema nervioso– están abriendo un mundo nuevo a la educación. Dan respuestas a muchas de las preguntas que hasta ahora parecía difícil contestar: ¿por qué un chico aprende y otro no, en una misma escuela y con el mismo docente?, ¿cómo se comprende un texto?, ¿cuánto influyen verdaderamente las emociones en el aprendizaje?, ¿se puede aprender mientras se duerme?
“Hay muchos mitos falsos en relación con el funcionamiento del cerebro. Esos neuromitos parten de malas interpretaciones de los avances científicos. Es que la mayoría de los trabajos fueron publicados en otros idiomas. Hay muy poco en español y mucho menos orientado a la educación. Con mi equipo, hicimos este primer libro en castellano, con los maestros como principales destinatarios, pero también para los padres”, aclara María Eugenia Podestá, quien encabezó el equipo interdisciplinario.
Turno tarde. Del trabajo realizado por las profesionales de Udesa se desprende una novedad: los adolescentes deberían arrancar el día escolar al menos dos horas más tarde de lo que se estila en un turno mañana tradicional, que en la mayoría de las escuelas empieza entre las 7.30 y las 7.50. “Hay experiencias piloto en Estados Unidos que están funcionando muy bien y arrancan entre las 9 y las 10 de la mañana. Y si eso no fuera posible, se podría programar actividades que tuvieran que ver más con lo físico en las primeras horas”, explicó la especialista en educación Josefina Peire.
Es que a cualquiera le resulta evidente que al nene le empezaron a salir unos pelos largos en lo que será, en el futuro, una barba o un bigote, pero los cambios que se están produciendo en el interior de su cerebro parecen ser completamente desconocidos para los adultos, padres y docentes que se encargan de la formación de ese niño grande.
“Las neurociencias nos permiten saber hoy que el desarrollo del cerebro de un adolescente no se ha completado y que continúa aproximadamente hasta los 20-25 años. La parte del cerebro que aún no se desarrolló en un chico de 13 años, por ejemplo, es todo lo que tiene que ver con la planificación, con medir consecuencias. Por eso asumen grandes riesgos. Los adultos tenemos que ser comprensivos de ese proceso de maduración incompleto que atraviesan y, con mucho amor pero con firmeza, acompañarlos y marcarles un camino. La autonomía no se genera sólo con el paso del tiempo. La planificación hay que enseñarla, y ésa es una función de la escuela secundaria que muchas veces olvidamos”, precisa Podestá.
En la adolescencia cambian también los patrones de sueño, que están determinados por el ritmo circadiano (reloj interno biológico que determina cuándo debemos dormir). La investigadora Mary Carskadon comprobó que los adolescentes necesitan más horas de sueño que durante la infancia y sus ritmos están programados para más tarde, en comparación con niños y adultos. “Dado que durante el sueño se liberan las hormonas que son críticas para el crecimiento y la maduración sexual, las células cerebrales se reabastecen y las conexiones neuronales que se formaron durante el día deben reforzarse, la falta de sueño puede tener un impacto negativo en el aprendizaje y en la memoria”, señalaron las investigadoras.
Teniendo en cuenta que el reloj biológico de los adolescentes está programado para más tarde, Peire y Podestá recomiendan a las escuelas “programar actividades que demanden mayor desafío cognitivo en horarios que se ubiquen más tarde en el día”. Parece ser entonces que el turno tarde no sería una mala opción para la escuela secundaria.
Sonrisas en la escuela. Desde que Daniel Goleman popularizó con su libro Inteligencia emocional la importancia de la emoción en el proceso de comprensión, en las escuelas se empezó a poner un poco más el acento en el estado emocional que los niños traen de su casa a la hora de entrar al aula y cómo esto influye en si aprenden o no. Pero muchas veces no tienen en cuenta que el vínculo con el maestro y los compañeros también está cargado de emocionalidad. Es lo que se llama “clima escolar”, que según los expertos a veces en el proceso de enseñar y aprender influye más que los contenidos que se ofrecen.
En el libro se aconseja a los maestros empezar el día en el aula preguntándoles a sus alumnos cómo se sienten y colocando emoticones en el pizarrón encolumnando debajo de cada ícono a los que reconocen estar enojados, tristes o felices. Las caritas dejarían de estar reservadas, así, para los primeros años de la escuela. “El que se identifiquen con un dibujo les permite expresar los sentimientos. Podés trabajar con emoticones, imágenes o habilitando un espacio en la pizarra para que cada uno anote sus sentimientos”, explica la psicóloga educacional Sonia de Fox.
Los investigadores esperan que las ciencias de la educación empiecen a abrirse a las neurociencias. “Llegaron para quedarse, no son una moda”, aclara Podestá que, confiesa, le gustaría que este libro y sus investigaciones ingresaran a los profesorados donde se forman los docentes del futuro. Es sólo un puntapié inicial de un trabajo que continuará con otra publicación que intentará dar respuestas a lo que es el principal problema de la educación argentina: la comprensión de textos.