La historia es conocida: un burócrata comunista se puso nervioso ante los periodistas, respondió sin pensar mucho a la pregunta de cuándo podrían salir libremente del país los alemanes orientales y provocó la estampida que derribó un muro que parecía eterno, como lo parecían la Unión Soviética, el comunismo y la Guerra Fría.
La caída del Muro de Berlín fue uno de los primeros eventos que una ciudadanía global pudo acompañar en vivo y en directo. Claro que, como lo resumió un profesor de Historia, “vimos caer el Muro; pero, por supuesto, la caída del Muro era algo más que esos bloques y piedras rodando”.
Dos mundos. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las potencias ganadoras, Estados Unidos, la Unión Soviética, Inglaterra y Francia, se repartieron Alemania, dividiéndola en dos: mitad soviética y mitad de los aliados occidentales, o mitad comunista (“socialista”) y mitad capitalista (“el mundo libre”). Berlín “caía” en la zona soviética, pero fue dividida también.
En 1949, la zona “capitalista” pasó a llamarse República Federal de Alemania, con capital en Bonn, y la zona comunista se denominó República Democrática Alemana, y mantuvo a Berlín como su capital.
En 1961, cuando se hizo evidente que el paraíso socialista no lo era tanto, al menos para los tres millones de alemanes “democráticos” que ya habían escapado al oeste, las autoridades de la Alemania comunista levantaron en la ciudad una muralla de más de cien kilómetros y cerraron la mayoría de los pasos entre ambos sectores. Decidida por Moscú, y sin previo aviso, su construcción comenzó en forma sigilosa la noche del 12 de agosto, con una instalación de alambrada de forma provisional que en poco tiempo pasaría a ser un muro de verdad.
Desde entonces, el Muro fue un tajo feo que cruzaba la cara de la Berlín de la Guerra Fría, símbolo obvio y primitivo de aquello que Winston Churchill había definido como la “cortina de hierro” que dividía a Europa.
Hormigón. La pared de hormigón, de entre 3,5 y 4 metros de altura, con un interior formado por cables de acero para aumentar su resistencia, fue rematada en la parte superior con una superficie semiesférica para que nadie pudiera aferarrse a ella y saltarla.
Entre 1961 y 1989, más de cinco mil personas trataron de cruzar el Muro y más de tres mil fueron detenidas. Un centenar murió en el intento, la última de ellas el 5 de febrero de 1989, cuando la República Democrática Alemana entraba en la fase final de su existencia.
A lo largo de sus 28 años, el Muro provocó infinidad de comentarios y reflexiones sobre la realidad binaria de la Guerra Fría. Era, además, una visita ineludible para políticos y personalidades de todo tipo que llegaban a la ciudad.
Una de esas visitas estelares fue la que hizo, en 1963, John Fitzgerald Kennedy, que en aquel momento inauguró el “todos somos...”, el leit motiv global de la empatía ante alguien que sufre, cuando pronunció, en un tembloroso alemán, “Ich bin ein berliner” (“Yo soy un berlinés), para hacer llegar su solidaridad a los alemanes “del otro lado del Muro”.
“Inmediatamente”. El 9 de noviembre de 1989, cuando ya la glasnost (transparencia) y la perestroika (reformas) de Mijail Gorbachov habían sacudido a la URSS y a los países del este europeo, y Lech Walesa, después de años de heroicas huelgas, estaba a punto de encabezar en Polonia el primer gobierno no comunista desde la Segunda Guerra Mundial, el portavoz del gobierno de la RDA, Günter Schabowski, compareció, nervioso, ante los periodistas.
No era una conferencia de prensa más. Desde hacía meses el país estaba agitado por inéditas protestas y miles de alemanes orientales habían cruzado a Hungría, desde donde presionaban para ingresar a Alemania Occidental.
Ante la pregunta de un corresponsal extranjero de cuándo podrían los ciudadanos cruzar los pasos fronterizos, Schabowski respondió “ab sofort” (“inmediatamente”). Fue terminar de decirlo para que miles de personas, que miraban la conferencia por televisión, se abalanzaran sobre los puestos de control entre las dos Alemanias, liberando una presión insostenible para los azorados guardias.
Una cosa era disparar por la espalda a los desesperados que se arrojaban a la “zona de la muerte” del paredón, y otra muy distinta era abrir fuego contra una multitud rugiente que no se detenía ante nada. Los controles cedieron, la multitud cruzó a Berlín Occidental y el Muro comenzó a ser historia. Otra historia.
Años después, el escritor español Fernando Aramburu, el autor de la novela Patria y que entonces ya vivía en Alemania, recordó el estupor, como televidente, que sintió ante la declaración del vocero comunista. “A mí, de aquel célebre telediario del 9 de noviembre de 1989, a las ocho de la tarde en la primera cadena de la televisión pública, no me interesaba más que la predicción del tiempo”, afirmó. Nadie pensaba en “el despiste de un Schabowski mal preparado, mal informado, al proclamar en rueda de prensa, como norma ya vigente, lo que no era sino un proyecto del Comité Central del partido único para una posible autorización de los viajes privados fuera de la RDA”, agregó el escritor vasco.
Optimismo fugaz. La caída del Muro, y el consiguiente derrumbe del mundo de la Guerra Fría, abrió paso a una explosión de optimismo, que resultó ser brevísima. El nuevo orden mundial que nació del bipolar que regía desde 1945, con su amenaza nuclear y sus guerras “indirectas” entre Moscú y Washington en distintas partes del mundo, dio paso a una victoria global del capitalismo, pero no de la democracia, y tampoco puso fin a los conflictos armados: pocos años después estallaba la Guerra del Golfo, y la implosión de la ex Yugoslavia desataba una carnicería en el corazón de Europa.
“La caída del Muro de Berlín parecía augurar la de otros muros que subsistían en diversos lugares. Debemos reconocer que aquella esperanza no se vio coronada por el éxito: en lugar de desaparecer de la faz de la Tierra, los muros se han multiplicado”, escribió el filósofo búlgaro-francés Tzvetan Todorov.
El célebre filólogo tampoco pudo ver cómo otro muro, el de la frontera de Estados Unidos con México, se convertiría en la obsesión y el eje de toda la política de Donald Trump.
Eran dos y son una. Lo que sí se produjo a todo ritmo fue la reunificación de las dos Alemanias, impulsada por el líder occidental democristiano Helmut Kohl, que lanzó un acelerado proceso plagado de contrastes que persisten hasta hoy.
Kohl debió avanzar pese a las dudas de sus propios aliados, como Margaret Thatcher o François Mitterrand, inquietos ante la posibilidad del resurgimiento de una Alemania poderosa en el corazón de Europa, apenas cincuenta años después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Lo sintetizó una ingeniosa frase atribuida al mandatario francés (pero también al italiano Giulio Andreotti): “Me gusta tanto Alemania que prefiero que haya dos”.
La velocidad de la unificación –que en realidad para muchos analistas fue más una “absorción” de la Alemania Comunista por parte de Bonn– cristalizó, y en algunos casos profundizó, las diferencias que existían entre las regiones que integraban los dos países.
El premio Nobel de Literatura Günter Grass le dedicó al tema una colección de ensayos explícitamente titulada Alemania: una unificación insensata, en la que adelantó los riesgos de una unión sin etapas intermedias. “Al menos los políticos de cierto formato deberían saber que aunque una reunificación rápida es accesible, esta tendrá que pagarse con desconfianza y una larga brecha”, escribió Grass poco antes del nacimiento de la nueva/vieja Alemania.
Treinta años después, Alemania es la “locomotora” de la Unión Europea y su pujanza le permite marcar el paso a sus aliados europeos.
Sin embargo, el país tiene dos caras, con un oeste próspero y un este deprimido, desigualdad que alimenta la frustración de sus habitantes. Paradojas de la historia (o no), es en los länder ex comunistas donde los neonazis tienen mayor cantidad de votos. En los territorios que alguna vez se proclamaron “internacionalistas” hoy se ataca a los refugiados y se incendian sus refugios. El Muro cayó, pero no tanto.