Heliogábalo era un anarquista nato, que soportaba mal la corona, y todos sus actos de rey fueron actos de anarquista nato, enemigo público del orden, que es un enemigo del orden público; pero su anarquía la practicaba en primer lugar en sí mismo y contra sí mismo, y la anarquía que aportó al gobierno de Roma podemos decir que la predicó con el ejemplo y que la pagó con el precio adecuado.” La cita de Antonin Artaud es palmaria de dónde ubicar una reflexión sobre la monarquía: ¿cómo se piensa contra sí mismo? ¿De qué modo se transfigura el propio cuerpo en espacio de soberano monarca? ¿De qué forma la monarquía y lo monárquico, como categoría política y estilo de vida, como técnica de la existencia en cierto modo, implican o permiten cierta subversión desde el interior? Artaud lo hace en Heliogábalo, texto escrito por encargo en 1934 donde narra la historia del descendiente de la dinastía siria de los Basánidas, reyes de Emesa y sacerdotes del Sol, que fue por un tiempo breve emperador de Roma a los 18 años y luego asesinado en las letrinas de su palacio, a orillas del Tíber. Heliogábalo es el anarquista coronado: su vida es la irrupción de las fuerzas instintivas, del deseo, hombre y mujer, casado cinco veces con mujeres, pero prostituido en las noches donde el cosmos y la cosmética se dan la mano. Ese almizcle donde el vino rosado, la mierda, la sangre y el semen posibilitan el escándalo de un libertario irreverente y santo; vale decir, lo insólito es atravesado por lo real. Después de todo, lo noble y lo plebeyo suelen ser más cercanos que lo que se menciona o se propicia.
Michel Foucault pensaba el poder en términos de lo “ubuesco”, expresión tomada de la obra Ubú rey (1896) de Alfred Jarry. En su curso del Colegio de Francia titulado Los anormales, en la clase del 8 de enero de 1975, el filósofo trazaba ese arco de Nerón al citado Heliogábalo como el engranaje del poder desencantado y absurdo, vale decir, “ubuesco”, de allí el adjetivo. La majestad es grotesca en sí misma. En ese aspecto, el grotesco es uno de los procedimientos de la soberanía arbitraria de toda monarquía que se precie, es lógico: “El poder soy yo”. En esa línea, el soberano descalificado, el rey desnudo, ridiculizado o humillado, es también tema dramático de William Shakespeare en Macbeth. Dice Foucault: “Toda la serie de tragedias de los reyes plantea precisamente ese problema, sin que nunca, me parece, se haya teorizado la infamia del soberano”. Tecnología que cambia a partir del siglo XVIII de un poder conservador a uno inventivo y que plasma los principios de transformación e innovación. Disciplina y normalización, se diría. Lo infame o bajo de todo rey es lo mejor a ser pensado.
¿Por qué apelar a estos filósofos, dramaturgos o poetas? La anécdota, la historia, al fin, marca que el 30 de abril Máxima Zorreguieta (Buenos Aires, 1971) será coronada reina consorte de los Países Bajos. Casada con Guillermo Alejandro de la casa de Orange, asciende al trono naranja, el más rico de Europa. La historia de Máxima tiene un excelente fresco en el libro de Soledad Ferrari y Gonzalo Alvarez Guerrero, donde, para grata sorpresa, se revela un perfil alentador de la rubia de Barrio Norte, instruida en el Colegio Northlands, con formación católica y excelente inglés. Así será: quizá la mejor forma de aproximarse a lo monárquico no sea desde su vetustez, su obsolescencia, precisamente, su gasto irrisorio, su pompa lasciva, su desmesura injustificada, su forma conservadora, su brillo atroz e insultante, mejor, desde la huella de Artaud o Foucault: lo plebeyo y lo ubuesco.
Ferrari y Alvarez Guerrero marcan al comienzo de la biografía de Máxima: “Claro que la verdadera Máxima es mucho más interesante que la Máxima que inventaron las revistas del corazón. Es, además, más fácil enamorarse de ella”. Aquí el elemento “plebeyo” es lo que hace girar toda su vida contada con pericia y precisión. Es la Máxima que escribe en el anuario de su colegio que sus ambiciones hacia el futuro eran “too many to explain”. Tal vez en ese gesto inconsciente (“too many”) es donde se encuentra la lógica ideal, la piedra de toque del asunto. Una argentina que supo conquistar no sólo a Guillermo sino, sobre todo, a la reina Beatriz, que abdica, y que es formada con intensidad en la localidad de Spa, en Bélgica. Porque Máxima no es ni una aristócrata, ni una concheta, ni una canchera, ni una economista brillante que trabajó en Manhattan. Es la que supo hacer de la “jaula de oro” de la monarquía holandesa un territorio plebeyo de conquista, y apelar a recursos más modestos y “ubuescos”: carisma, gracia, esfuerzo, trabajo, e incluso la invención de un pasado “noble” y de alcurnia de supuesta sangre azul vasca. Máxima encarna, además, un proceso de transformación fascinante por las renuncias que ello implica: antes que nada, la libertad personal. Ser prisionera de modo voluntario no es un dato menor. Entregar la libertad a cambio de ser reina. Ese ejercicio ascético es pasible de ser concebido como una estratagema y reconversión; en la biografía, Ferrari y Alvarez Guerrero son muy lúcidos al respecto: “Si quería ser princesa de Holanda, debía enterrar el mate que adoptó en Pergamino y el sueño americano que cultivó en Manhattan. La fisonomía la ayudaba. Rubia y alta, al pueblo le resultaría más fácil sentirla como propia. En sus pensamientos y en sus obligaciones, en definitiva, flameaba cada vez más fuerte la bandera holandesa”.
Ahora bien, en este sentido la filosofía ha pensado la figura del rey siempre desde una mirada doble: la atracción peligrosa. Desde el “filósofo rey” que Platón diagrama en el libro V de La República hasta El príncipe de Maquiavelo, desde el vínculo entre René Descartes y la reina Cristina de Suecia a las reflexiones de teología política de Giorgio Agamben, el arco es nutrido. El filósofo se sabe plebeyo y mira desde esa condición que termina fascinando a los nobles que siempre aman rodearse de gemas de prestigio. Por ello, la cuestión con Máxima no es otra que el disparador inmejorable para volver sobre este nudo de lazos históricos constatables. En este aspecto, y dando cuenta de la posible deformación de los gobiernos, ya Aristóteles en la Política tomaba nota de la clara divisoria de aguas entre los gobiernos legítimos y sanos (república, monarquía y aristocracia) frente a las expresiones grotescamente peligrosas, posibles y palpables: demagogia, tiranía y oligarquía, algo más usuales que los tres primeros, incluso en el presente. Curiosamente, la monarquía parece ser el sistema de gobierno que menos muta en tiranías, a diferencia de la república que deviene con regularidad demagógica-populista y la aristocracia (desconocida por completo) que tiende a la mera oligarquía vulgar y plutócrata (gobierno de pocos y ricos, no de los mejores).
El caso cartesiano es siempre simpático. Descartes había sido instructor de Luis XIV, y a través de misivas es convocado por Cristina de Suecia, monarca poderosa y culta, que invitó al filósofo a su corte en 1649. De esa correspondencia entre la reina y el filósofo se puede especular y evidenciar lo marcado. La “reina intelectual” supo hacer de su vínculo con pensadores y artistas un modo de vida; el mecenazgo la motivó más de la cuenta. Descartes murió de una neumonía en Estocolmo, donde las ideas se congelan. En este sentido, las figuras nobles proliferan en obras divergentes y hermanadas, como Dolmancé, los libertinos y prostitutas del marqués de Sade o sus versiones porteñas y pornógrafas como el marqués de Sebregondi de Osvaldo Lamborghini, personaje llegado al Plata desde el norte de Italia, cuya pasión por la sodomía y la cocaína eran motivo de noble igualdad.
Digresión aparte, la monarquía, sus representantes y emblemas siempre han tenido un espacio de privilegio en el pensamiento. El caso de Máxima Zorreguieta es un eslabón de esa cadena que tiene referencias conceptuales y ficticias. En gran medida, la historia de Jorge Zorreguieta, padre de Máxima, es otra imagen en el espejo, así lo marcan Ferrari y Alvarez Guerrero: “No era un hombre de dinero, ni de linaje, ni pertenecía a alguna de las familias tradicionales de la pampa, ni siquiera tenía título universitario. Por eso, para él, conseguir ese prestigioso puesto político significó un enorme éxito personal”. No hay exculpación de su función pública en una dictadura, pero el motivo fue más la aceptación y el reconocimiento en espacios de poder que otra cosa, es decir, lo grotesco por la figuración “social”. La coronación de Máxima expresa esta continuidad filial y simbólica, allí donde lo plebeyo y lo ubuesco son elementos siempre evidentes. El rey y la reina como figuras desmesuradas y cómicas. Por ello, el anarquista coronado de Artaud es la representación más cabal y precisa en esta dirección: “Su muerte fue la coronación de su vida; y si fue justa desde el punto de vista romano, también lo fue desde el punto de vista de Heliogábalo. Tuvo la muerte ignominiosa de un rebelde, que muere por sus ideas”. No es posible trazar analogías aquí, Máxima no es una rebelde pero tampoco es una integrada plenamente. Esa jaula de oro en la que habita contiene dosis y pátinas latinas que exceden lo azulado de la sangre y el ritual ceremonioso de la blanca Europa.
El filósofo italiano Giorgio Agamben en El reino y la gloria señala: “Una de las figuras más memorables en el ciclo narrativo de la Mesa Redonda es la del roi mehaigné, el rey herido o mutilado, que reina sobre una terre gaste, un reino devastado”. Reinar sobre lo devastado es siempre una figura poética de extrema potencia romántica. La oposición entre reino y gobierno es capital en el desarrollo de la filosofía política agambeneana: “Dios reina, pero no gobierna”. Quien gobierna es el rey. Lo ejecutivo, lo administrativo, lo económico, tienen variables donde la plebe es ineludible. Una vez más, el rey siempre termina mostrando no tanto lo distintivo y brilloso, sino lo humano, lo débil, lo precario, lo contingente, lo libidinal, lo faccioso. Qué mejor, entonces: Máxima es la expresión de esa plebeyez orgullosa que triunfa.
Máxima tiene una personalidad ganadora
La nación holandesa, que no es lo mismo que el reino actual, desde hace siglos ha sido relacionada con la familia Orange. Esto data de la época en que no estaban unidas las siete repúblicas, y Guillermo de Orange desde 1559 tuvo un papel rector como gobernador de todas ellas.
Cuando en 1568 comenzó la Guerra de los 80 años contra España bajo los Habsburgo, fue el líder de nuestra lucha. Es por eso que llamamos a Guillermo de Orange el padre de la patria.
En tiempos más recientes, después de que todas estas repúblicas (¡con sistemas fiscales diferentes!) se unieron, tuvimos tres reyes en el siglo XIX: William I, II y III de Orange Nassau.
Hicimos nuestra lenta y gradual Revolución Francesa y la familia real en estos dos últimos siglos ha perdido el poder real; sin embargo, siempre ha sido un poder unificador. En el siglo XX tuvimos tres reinas: Guillermina, Juliana y Beatriz. Todas ellas abdicaron voluntariamente, y ahora la reina Beatriz hace lo mismo. Han tenido un rol fundamental en la formación de los gobiernos: somos una democracia consensuada, siempre es complicado poder formar un gobierno.
Guillermina fue importante en la guerra contra Alemania, fue símbolo de la unidad y dirigió el gobierno en el exilio desde Londres. La reina Beatriz ha sido una política muy astuta, ella sabía de arriba abajo la política holandesa –sin duda podría haber sido un presidente perfecto–. Hay una gran diferencia con Inglaterra, donde ya sean conservadores o laboristas, pueden nombrar a un primer ministro. La monarquía es ahora un asunto más simbólico que en el contexto de coaliciones siempre cambiantes y es en sí misma una buena cosa. La familia de Orange ha servido muy bien a la nación.
Máxima tiene una personalidad ganadora, a la mayoría de la gente le encanta. Aprendió holandés muy rápido y realmente lo habla bien, lo que no es un asunto menor. Nos hemos reunido en varias ocasiones, la última vez después de haber dado un importante premio al fotógrafo holandés Anton Corbijn, donde yo hice los honores. Después hubo una cena privada con el príncipe, Máxima, Corbijn y Bono, quien cantó en la ceremonia. Ella es encantadora y muy inteligente.
Tal vez una monarquía hereditaria no rime con democracia, pero esta familia ha servido bien a Holanda y no puedo ver cómo tendríamos que elegir un presidente entre todos estos políticos disponibles entre nuestros partidos (incluso tenemos un partido para los animales) cada cuatro años.
Un detalle importante que no se debe olvidar: si algo le sucede al príncipe heredero antes de que su hija Amalia tenga 18 años, Máxima hará las veces de regente –con todas las funciones de un rey gobernante– hasta que Amalia cumpla la mayoría de edad. Esto ocurrió con Guillermina, que aún no tenía 18 años cuando William III murió. Su madre, una princesa alemana, se hizo cargo hasta que ella los cumplió en 1898.
Una observación: así como estas siete repúblicas unidas con sus diferentes sistemas fiscales y monetarios formaron una unidad, el reino de los Países Bajos, sería un ejemplo perfecto para la Unión Europea, que no pareciera tenerlo bien organizado.
* Cees Nooteboom, Novelista, poeta, periodista, traductor e hispanista holandés, autor de El desvío a Santiago.