Hace un mes –exacto–, el último 7 de enero, un tiroteo unilateral en el número 10 de la rue Nicolas-Appert, undécimo distrito de París, resonaba mediáticamente en todo el mundo. “Otro 11 de septiembre”, dijeron muchos, exageradamente, en las redes sociales, que ahora permiten que hablen y opinen quienes no tenían voz amplificada ni cerebro autorizado para hacerlo una década y media atrás, cuando Nueva York vio sus torres gemelas calcinarse en un par de horas.
Conmoción. El mundo otra vez unido. La tragedia hermana y genera rating. Colectivamente nos gusta más llorar que reírnos. Una hora antes de ese mediodía de miércoles neblinoso, las AK-47 y los subfusiles automáticos Skorpion vz. 61 yihadistas se cobraron 11 vidas, dejando un tendal de igual número de heridos en la redacción del semanario francés Charlie Hebdo. Los humoristas, si así puede llamárselos, provocadores intelectuales intensos a rigor de verdad, habían pasado la tenue línea de lo comprensible para unos e intolerable para otros. Cayeron sin que Dios los salvara. Murieron con todos sus pecados encima. No pudieron expurgarlos. El papa Francisco lo dejó claro días después, aunque pocos entendieron sus palabras.
Sin embargo, esta vez las muertes que originaron otro Vigipirate (alerta máxima de terrorismo) no fueron víctimas normales, habituales, de página policial de diario que entierra a sus cadáveres junto a la última baguette que envuelve esa misma tarde en cualquier boulangerie próxima. Aquí se atacó a la intocable prensa. ¡Qué digo! Reordenémonos: ¡A la sagrada libertad de expresión! Nadie se interesó por el grito de quienes dispararon los cincuenta tiros fatales: “Al·lahu-àkbar” (‘Dios es el más grande’)”. Había que condenar la locura antes de interpretarla. Encender velas y rezar juzgando. Y más tarde sumar a una duodécima víctima, un policía tan árabe como quien lo exterminó con una Tokarev TT-33 en plena calle. Prioridades son prioridades.
El mundo civilizado, que suena contradictorio así definido, tenía un nuevo y visible enemigo común. Y externo. No era otro invento de ninguna Cristina ni un fantasma del chavismo u otro atropello de Putin. Tampoco era un producto rezagado de la acabada Guerra Fría. Osama bin Laden, por fin, había sido sustituido. El enemigo común externo, ya se sabe, es un aliado de los perversos que visten uniforme oficial. Los poderes establecidos entienden que, si todo está bien, ellos son poco importantes, necesitan que “estas cosas pasen” tanto como el médico precisa de las enfermedades para ser médico.
Expresarse solidariamente en días de congoja universal sirve a todos. Especialmente a los políticos. El mal ayuda a los buenos, dice el abecé del marketing populachero. Pasen y vean. El teatro de la vida abrió sus puertas nuevamente. Además, las abrió en la Ciudad Luz, aunque en Nigeria, por esos mismos días, a manos de las incontrolables huestes de Boko Haram se hayan contabilizado tres centenas y media de muertos que no provocaron a nadie, incluyendo niños y ancianos. Pero eran negritos africanos sin el glamour de la Ville Lumière. Nadie murió calzando una sandalia Hermès o mirando la hora en un Tambour Monogram Louis Vuitton. La mayoría estaba descalza y falleció sin saber a qué hora se fue de este mundo. Una docena de franceses alborotadores indigna a todos. Medio millar de inocentes africanos no conmueve a nadie. Así somos.
El domingo siguiente a la conmoción, París, en fotográfica manifestación de repudio, reunió entre propios y extraños a dos millones de personas como uno y más de cuarenta líderes mundiales en un acto que intentó mostrar que la gente todavía es gente. ¿Sí? Principalmente juntó a quienes conocen el valor de aparecer en una imagen histórica, de portada de todos los periódicos del planeta y de replay continuado en todos los televisores del orbe. Barack Obama, que ya no puede ser reelecto, no fue. La brasileña Dilma Rousseff, ídem. Siempre coherente con sus incongruencias, la Argentina estuvo casi ausente (¿Timerman fue o no fue? Tampoco interesa). Tal vez porque la tragedia propia es tan mayor que ésa, apenas útil a los países ordenados, que pasó por aquí con el disimulo de una mesalina vestida de Prada caminando tacos de Christian Louboutin.
Por esos días vi gente que no sabía de la existencia del semanario satírico Charlie Hebdo llorar como se llora a un abuelo; gente que tendría dificultades para reconocer la ubicación de París dentro del mapa europeo pidiendo justicia como si supiese de los hechos; vi gente que no tiene la menor idea de los valores sagrados del islam, poniendo el grito en el cielo; gente que nunca se enteró de las advertencias musulmanas formuladas una década atrás, cuando los daneses del Jyllands-Posten dieron el primer mal paso representando irónicamente a Mahoma, buscando vendetta como si fuese algo personal. En resumen, vi actitudes tan o más irritantes que las de los dos vengadores, hermanos de orfanato, que horas después fueron acribillados en un supermercado judío donde también dejaron su marca. Vi gente… ¿por qué entonces tanta buena expectativa?
Estos son los momentos en que los anónimos se sienten protagonistas y suben sus comentarios a Facebook y los protagonistas suben sus apuestas. En el casino de la vida nunca gana la banca, sólo los “marketeros”, aunque jueguen monedas de escasa cotización, las de sus valores morales. En nuestro país, días después se suicidó el fiscal Alberto Nisman, o lo suicidaron inducidamente, o lo mataron alevosamente, o vaya a saber qué cosa hubo allí, y por eso la masacre de París, el “je suis Charlie” se desinfló pronto. Pero en otros lados donde los Nisman viven y denuncian, el caso siguió apareciendo en los medios y alarmando a las personas. ¿Cuál será el próximo capítulo? ¿Dónde sucederá la próxima matanza?
Aun así, el calendario avanza. Y ya pasaron treinta días, sólo treinta días, no los veinte años de la AMIA, treinta fríos días en la propia París, adonde llegué con un único interés: ver con mis ojos y sentir en mi piel y alma la gran tragedia en el lugar donde se la padeció. Mera curiosidad de periodista, lo reconozco. Y el desembarque, como la mayoría de las veces, fue decepcionante. ¿O lógico? No lo sé, y es lo que reflexiono mientras escribo estas líneas. Decepcionante porque ya nadie es Charlie, “ya fue”, como dirían los pibes de hoy. Ni en los sistemas de seguridad para llegar a la ciudad, ni en el sigilo combinado para que las tumbas de las víctimas no se transformen en paseo de turistas, ni en los comentarios de los cafés, ni, ni, ni… Aunque muchos todavía intenten hacer negocio vendiendo, por ejemplo, camisetas con la frase “Je suis Charlie”. El oportunismo nunca morirá: la codicia humana no se lo permitirá.
En el cementerio del Père-Lachaise, el mayor de París intramuros y célebre por la calidad de los cadáveres y las cenizas humanas que hospeda, fueron enterrados algunos de los caricaturistas. Es el mismo lugar donde Juan Bautista Alberdi compró un espacio que nunca se utilizó: los restos del constitucionalista argentino jamás llegaron allí, y sólo una lápida simboliza la que pudo ser su última morada. Situado en el XX Distrito y usado como parque de paseo parisiense, era el lugar donde podría encontrar un mayor eco. Ese que la calle silencia. Y allí fui.
El guardia del portón opuesto a La Roquette no demoró en confiarme dónde están las tumbas que imaginé llenas de visitantes. Pero no había nadie, o casi nadie. Los curiosos estaban frente a la siempre visitada y cada vez más admirada Edith Piaf. Obviamente, el túmulo de Jim Morrison era el aventajado. Por fin, tres franceses, que aparecen por casualidad, hablan entre ellos: “Es la tumba de Wolinski”, dice la mujer sorprendida. “No, es la de Tignous”, la corrige acertadamente uno de los dos hombres (sí, era la de Bernard Verlhac). Mientras, el resto de los forasteros pasa como si pasase delante de la nada. Sólo se detienen si se les indica. Alertados, les surge la consternación. Histriónica, claro.
Yo sé que Messi volvió a meter goles en este inicio de año, que la corrupción de la Petrobras brasileña acapara algunos títulos, que en España la venta de automóviles en enero nunca fue tan alta desde 1994, que los griegos quieren salirse de la moneda única en la zona del euro, que en Indonesia se retomaron las ejecuciones a los condenados a muerte, que los juveniles de Boca golearon a los titulares de River, que en Bahrein clausuraron el canal de TV del príncipe saudita en menos de 24 horas, que ahora se sabe que el polvo de la Vía Láctea enmascara las huellas del cosmos primitivo, que en casi todas las familias alguien cumplió años durante este mes, que las temperaturas del hemisferio sur están confirmando el calentamiento planetario, sí, claro, pasaron cosas, hubo divorcios, nacimientos y en la zona de conflicto de Medio Oriente ya no decapitan, ahora queman a sus rehenes. Lo sé, pero igual me parece demasiado rápida la desaparición de la noticia de la década, de la tragedia de París, de, de, de… y más rápida aun la desaparición del dolor, de la indignación que tanto nos amargó. Tan rápido todo que me suena a falso. A dolor fabricado en China y adquirido en Ciudad del Este. De París, sólo la marca original.
En este bello cementerio (todos son agradables: conozco más de 500 en cuatro continentes), los sepulcros de Molière, Delacroix, Honoré de Balzac, Apollinaire, Georges Bizet, Maria Callas, Camus, Colette, Isadora Duncan, Allan Kardec, de La Fontaine, Yves Montand, Modigliani, Proust, Oscar Wilde y hasta el del escritor argentino Juan José Saer –al menos para nosotros–, entre muchos otros, continuarán convocando más visitantes que los terribles muchachos de ingenio provocador que vendían escasos 60 mil ejemplares cada semana. Al menos, así será en este campo santo que tiene más de dos siglos, 70 mil tumbas, 37 mil árboles y lleva el nombre del principal confesor del rey Luis XIV de Francia.
De Père-Lachaise voy directo a la Gare de Lyon, la estación ferroviaria donde transitan cien millones de pasajeros por año. El TGV, tren de alta velocidad, que me trajo de Saarbruken (antigua capital del desaparecido estado de Sarre) y me llevará a casi 300 km/h a Barcelona, partirá en veinte minutos. Tengo tiempo para visitar el kiosco-librería del hall. Es grande, da envidia. La pila de ejemplares de Charlie Hebdo, que ahora tiene 200 mil suscriptores, no lo es, pero la famosa edición post masacre aún está allí. Se consigue fácilmente por causa de los exagerados siete millones de ejemplares que, aprovechando el momento, se imprimieron. Para sorpresa del cajero, compro una docena. Sé que varios colegas le darán valor, me agradecerán. Es un regalo de 3 euros con un valor simbólico enorme. No obstante, el primero a quien le entrego un ejemplar me dice, textualmente: “Qué bueno, lo voy a guardar, esto dentro de cincuenta años puede valer unos buenos pesos”.
Es la vida. La de estos días, donde no se puede representar a Mahoma en el papel ni llorar a nadie más de treinta días. Eso es morir por nadie y por nada. Es morir. Simplemente morir. Tanto olvido debe ser terrible para quienes quieren ser recordados subiendo sus fotos en hashtag. Para sobrevivir en la historia evidentemente se necesita la talentosa voz de la Callas, la indecente bohemia de Amedeo Modigliani, la crítica estética de Proust o simplemente reencarnar a Balzac. Ya no alcanza con ser un periodista, un caricaturista, un creativo de chiste rápido ilustrado y ser enterrado en Père-Lachaise. A algunos les sonará triste que así sea. A mí me parece un acto de justicia. Justicia intelectual. Con las otras justicias no me meto. No quiero que me pase lo que le pasó a Nisman… que pronto será olvidado y también diremos que murió por nadie y por nada.
(*) CEO de Caras Brasil.