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el crimen de gesell

Murió un adolescente: todos somos culpables

Sigmund Freud dijo que la salud mental estaba caracterizada por la capacidad de amar y de trabajar. Para el autor, ese paradigma tiende a caer. Y en ese derrumbe, la cultura juvenil genera códigos que pueden terminar muy mal.

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Fernando Baez. La cultura del “Vamos los pibes” llevó a una red de complicidades y silencios. | cedoc

A principios del siglo XX, Sigmund Freud dijo que la plenitud de la vida radicaba en disponer de la capacidad para amar y trabajar. Cuando leo sus textos y pienso en la juventud de nuestro tiempo, me pregunto si acaso todavía tiene vigencia esta idea del maestro vienés, inventor del psicoanálisis.

¿Qué es el trabajo para un adolescente del siglo XXI? En principio, quisiera decir que trabajar no es una tarea que se haga solamente a cambio de una remuneración. “Ganar guita”, como dicen algunos jóvenes en la consulta, no es lo mismo que trabajar. Si alguna vez vieron videos de cantantes de trap, no es raro que en las imágenes y letras cuenten cómo pueden conseguir dinero sin tener que pasar por un penoso esfuerzo. Aunque el trabajo no es solamente una esclavitud consentida, ¿no es también la ocasión de forjar una identidad? Hasta hace unos años en nuestro país lo era, sobre todo en la época en que había grandes sectores agremiados y, por ejemplo, cuando ser “ferroviario” era un modo de vida, un orgullo incluso cuando se abandonaba la actividad con la jubilación; lo mismo en aquella época en que ser profesional no era ser un fusible de descarte. Hoy en día, ¿cómo hablar con un adolescente de la “dignidad” del trabajo?

El amor y paradigmas. Respecto del amor, es cierto que afortunadamente hoy vivimos en una época de replanteos y caída de estereotipos, pero en términos generales también podría decirse que el amor dejó de ser una experiencia determinante en la vida juvenil. Freud decía que la principal tarea de un adolescente era enamorarse. Esta idea hoy resulta ingenua, pero el motivo es importante: en el enamoramiento adolescente se revive la relación de dependencia inicial con el primer otro cuidador; es decir, es la oportunidad de volver a vivir ese vínculo (transido de celos y posesividad) para reelaborarlo y encontrar una forma más libre de relacionarse amorosamente. Por eso, como me gusta decir, para deconstruir el amor es preciso dejar la adolescencia atrás; esto es algo que ocurre cada vez menos, en un tiempo en que la adolescencia se desplazó hacia los 30 y 40 años, mientras que los jóvenes miran con desencanto el modo en que aman los supuestos adultos. Alguna vez la madre de una adolescente de 15 años me contó que su hija le había dicho: “Mamá, cortala, no podés estar en la mesa esperando el mensaje de un tipo”. En cierta medida, el poliamor y otras formas del amor libre (o búsquedas de liberación) son una reacción al modo en que aman los que deberían ocupar el lugar de padres responsables. No son los adolescentes los que revisan celulares y hackean mails.

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Amar y trabajar no parecen ser opciones para los jóvenes de nuestro tiempo. Yo los entiendo. Además de las condiciones psíquicas, también existe un contexto social, histórico y económico (en la versión radicalizada que el capitalismo tomó en nuestro tiempo) que los excluye de un mundo en el que puedan realizarse como adultos, porque los valores de la adultez (responsabilidad, asunción de una voz pública, compromiso afectivo) están en crisis en nuestra sociedad. No idealizo el pasado, pero en otro tiempo había claros ritos de pasaje que marcaban la entrada en un mundo que ya no era el de quienes podían argüir “yo no sabía”, “mala mía”, “la vida me jugó una mala pasada”. Nunca esos ritos fueron fáciles; sobre todo para los varones implicaban a veces una cuota de humillación (por ejemplo, el debut sexual con una prostituta por lo general no se recuerda como un acto heroico; ni hablar del servicio militar obligatorio y otros). De ninguna manera digo que haya que volver a experiencias semejantes; sí digo que hoy en día esos ritos ya casi no existen y no surgieron otros nuevos en su lugar.

Amar y trabajar no parecen ser opciones para los jóvenes de nuestro tiempo

¿Vamos los pibes? La consecuencia inmediata de la falta de ritos de iniciación en la adolescencia es una fijación, para los varones, en esa entidad masificada que muchos llaman “los pibes”. En esa instancia, los adolescentes funcionan como cofradía unida en el reforzamiento de los rasgos comunes, de acuerdo con una identificación horizontal, organizada en torno a la expulsión de las diferencias. “Los pibes” son una organización basada en segregar y condenar, vengativa y cómplice. “Fuimos todos”, dicen los pibes; así como quien busca irse es marcado como traidor.

En nuestros días, cuando amar y trabajar ya no son metas en el horizonte de varios varones; es decir, cuando el sexo sin erotismo y la ambición de dinero reemplazan a la realización personal; cuando el adolescente corre el riesgo de eternizar su condición de tal, porque la masculinidad está en crisis, en la medida en que la crítica del modelo más hegemónico no provee aún de alternativas encarnadas, apenas nos encontramos con lo que llamo “virilidades reactivas”. Me refiero a grupos de varones que se refuerzan con ejercicios de prestancia, en demostraciones insensatas de potencia, como la de ese chico que se “anima” a tomar un vaso de vodka de un trago, para luego sonreír con astucia a sus compañeros.

Cáscara vacía.  La masculinidad en el siglo XXI es una cáscara vacía. Incluso los actos que nos hacían adultos (ejemplos simples: votar, ir a un edificio público a realizar un trámite personal, etc.) hoy no son más que gestos livianos. Si acaso los jóvenes pueden tomar algo de la generación anterior, no se trata más que de sus consumos. Siempre los adolescentes buscaron en la adultez una suerte de autorización para consumir. ¿A quién le gustó el primer cigarrillo que fumó? ¿El primer trago de cerveza o vino? Ser adulto siempre fue poder consumir como los adultos; por eso no hay que horrorizarse con que los jóvenes consuman. El problema es cuando no pueden hacer otra cosa que imitar vicios en la vía de una falsa salida de la adolescencia. ¿No nos tiene que hacer pensar esto en el modo en que acompañamos a los jóvenes para una salida al mundo?

La masculinidad en el siglo XXI es una cáscara vacía

Por supuesto que este problema no empieza en la adolescencia, sino que en esta es cuando más se notan los efectos. Hace un tiempo realicé un taller con padres en una escuela y les pregunté qué querían para sus hijos en el futuro. La mayoría respondió “que sean felices” y “que no les falte nada”. Creo que es una respuesta que excede a este grupo específico y se puede generalizar. Es lo que considero un estilo de crianza que llamo hedonista, fuertemente individualista, que desconoce el lazo con el otro como motor de la vida en comunidad. Recuerdo que el año pasado, al salir de mi casa, pude ver a un hombre que estacionaba ocupando la mitad de dos lugares señalados, dejando la mitad de uno vacío en la parte trasera, para poder salir más fácilmente; le decía a su hijo: “Así si alguien te pega el auto adelante, lo cagás”. ¿Qué versión del prójimo se transmite en este acto mínimo? En la vida con otros ¿“cagás o te cagan”? Lo que más me preocupó fue que el joven no sintiera vergüenza. Hoy en día ya no avergüenza usar el espacio público con fines personales.

Este último ejemplo sería equivalente a decir que no hay que robar porque “podés ir preso”. Acaso, si no robamos, ¿no es porque está mal robar? ¿Porque quedarse con algo de otro siempre trae consecuencias terribles (la peor, no poder sentir orgullo de lo conseguido)? No quisiera moralizar, no es mi intención aburrir a nadie; pero sí creo que no podemos renunciar a una ética de la transmisión. No se trata de ser ejemplares, sino de revisar el modo en que estamos criando a nuestros niños y acompañando a nuestros adolescentes. Recuerdo cuando Roberto Fontanarrosa dijo alguna vez que lo que más quería para su hijo es que sus amigos se pusieran contentos al verlo llegar. Esta frase no habla de criar hijos felices, ni adolescentes exitosos, competitivos, de esos que en la consulta cuentan que ya no soportan que sus padres quieren que triunfen; sino de una actitud comunitaria: para volver a visitar a los pibes, primero hay que haberlos dejado; para volver a un lugar, es preciso tener más que un código grupal; se necesita una idea amplia de ley que permita ser uno entre otros, todos diferentes, diversos, una comunidad que no se une por lo común.

Epocas y épicas.  La muerte de Fernando en Villa Gesell me hizo reflexionar mucho en estos días. No puedo escribir ni una línea solamente como profesional, sin pensar también en mi rol como ciudadano (palabra pasada de moda para algunos), mi práctica cotidiana como docente y mi vida como padre. La forma brutal en que fue asesinado me duele en cada uno de estos aspectos. Lo mató una horda adolescente, ya muchos escribieron sobre la cuestión en estos días. Una canción que me gusta dice: “Cuando una chica llora, todos somos culpables”. Creo que cuando un adolescente mata a otro, ocurre lo mismo. Lo más dramático de la muerte de Fernando es que en una época en que los jóvenes no mueren en la guerra, no dejan de morir. ¿Por qué mueren así los jóvenes? Porque están los que mueren por asesinato, pero no olvidemos que el suicidio adolescente tiene cifras alarmantes en nuestro país. Mueren los jóvenes y la Justicia juzgará a otros jóvenes. Los pibes irán presos; pero fuimos todos.

* Psicoanalista y doctor en Filosofía. Autor de Más crianza, menos terapia (Paidós, 2018) y Esos raros adolescentes nuevos (Paidós, 2019).