“Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta”, preguntó Olympe de Gouges. Corría 1791. La Revolución Francesa acababa de acuñar los Derechos del Hombre y del Ciudadano que eran, en efecto, de hombres y de ciudadanos, varones. Y fue Olympe (1748-1793), una mujer, quien levantó entonces la voz y la bandera de la igualdad: propuso los Derechos de la Mujer y la Ciudadana. Fue además activista en contra de la esclavitud de los negros, denunció el matrimonio forzoso de las niñas (dos cuestiones que hoy llamamos “trata de personas”) y se opuso a la dictadura de Robespierre.
Pasaron cien años antes de que sus planteos se volvieran activismo. Y cien años más para que las mujeres protagonicemos una enorme revolución y transformación (la mayor de la historia) respecto de nuestros derechos y nuestro lugar en la sociedad. Desafíos y nuevos paradigmas dirigidos a generar las condiciones necesarias para el pleno desarrollo de varones y mujeres desde la justicia, la equidad, el trabajo colaborativo. Se reclamó diferenciar el ser de los roles, la identidad de los posicionamientos impuestos por la cultura. Igual dignidad, iguales oportunidades en materia de educación, estudios, profesiones, participación civil y política. Revolución que tuvo varias olas en distintos momentos históricos y que hoy algunos intentan representar solamente desde los sectores más firmes y discutidos del feminismo actual, como una radicalización hacia el igualitarismo (que no es sinónimo de igualdad).
Nuevos paradigmas. Frente a ello, un feminismo revisionista actual plantea que exigir igualitarismo equivaldría a afirmar que el varón es la medida. Por el contrario, la verdadera reivindicación para la mujer, dicen, debería sustentar la igualdad desde el respeto a la diferencia. Igual dignidad, iguales derechos y oportunidades, junto al reconocimiento de la diferencia, cuál es el aporte diferencial y propio que las mujeres estamos haciendo a la sociedad.
“El feminismo igualitario de los 70 pretendía demostrar que las mujeres podían trabajar de igual modo que los hombres en todos los sectores profesionales, pero la realidad es que, en este proceso, las mujeres terminaban por imitar a los hombres y aceptaban, en consecuencia, los términos impuestos por ellos en la vida profesional”, afirma en El tiempo de las mujeres la noruega Janne Haaland Matlary, ex secretaria de Estado de Asuntos Exteriores de su país, experta en integración europea y en políticas familiares. Si se reconocen las diferencias entre hombres y mujeres, asegura, “las madres tendrán derecho a unas condiciones en su vida profesional diferentes a las de los hombres. Se trata de un planteamiento absolutamente radical que muchos hombres, sin duda, no compartirán”.
Argentina en el haber. Abrir espacios compartidos no ha sido sencillo. Partamos de esta foto: nuestra Constitución Nacional no tiene la firma de mujeres. Y el Código Civil de Vélez Sarsfield determinaba, por ejemplo, que la mujer casada era “incapaz relativa de hecho”, estaba bajo la total jerarquía del esposo, y no podía trabajar ni estudiar ni ejercer el comercio sin la autorización del marido.
En cien años dimos pasos gigantescos. 1885: primera mujer egresada universitaria en Argentina, Elida Passo, farmacéutica por la UBA. 1889: primera médica, Cecilia Grierson. Hoy, somos todas las que podemos estudiar, elegir, emprender, construir y hasta dirigir el país desde la Presidencia de la Nación. En 1926, la Ley 11.357 de derechos civiles de la mujer nos permitió administrar bienes, trabajar, ejercer el comercio. En 1968, la Ley 17.711 reconoció la plena capacidad civil de la mujer mayor de edad, cualquiera sea su estado civil, de administrar y disponer de sus bienes. En 1985, la Ley 23.264 estableció que la mujer casada tiene iguales derechos que el esposo en materia de patria potestad y filiación. Y desde 1987, la esposa también puede, junto con el esposo, fijar el domicilio del matrimonio y elegir el nombre de los hijos.
Fue Argentina el primer país en tener ley de cupo femenino, y desde este año, hay ley de paridad en el Congreso de la Nación.
Estamos en la tierra del #NiUnaMenos. Tenemos leyes de protección contra la violencia familiar (1994, Ley 24.417) y de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, con medidas dirigidas a evitar y/o reparar los daños físicos y psicológicos que deja esa violencia (2009, Ley 26.485). Argentina suscribió además compromisos internacionales: la Convención Interamericana sobre Concesión de los Derechos Civiles a la Mujer (OEA, 1948); la Convención de Belén do Pará 1994 para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer; la Convención de Derechos Humanos de Viena 1993, la Declaración de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, ONU 1993.
Deudas. A pesar de las leyes, la realidad habla distinto. Empezando por la violencia: 327 femicidios en 2019; una mujer asesinada cada 27 horas; 50 denuncias diarias de ataques sexuales contra mujeres (datos 2017); 11 violaciones por día (datos 2018). Y el 98% de las víctimas de trata sexual en Argentina son mujeres.
Hay enorme brecha salarial de género (del 27% al 40%). ¿Y cuántas mujeres son CEOs de compañías? Cerrar esta brecha traería beneficios no solo a la mujer sino también a la familia y a las organizaciones. Lo sostienen informes del Cippec en 2018 y de la International Finance Corporation en 2015: “Mejores oportunidades laborales para la mujer. (…) La diversidad asegura mayores niveles de innovación, de flexibilidad y de diferentes puntos de vista que pueden facilitar la solución de problemas complejos y generación de nuevas ideas. La igualdad de género no solo es una cuestión moral y social, sino también un desafío económico”.
Hay brecha de oportunidades. Por qué, si en Argentina el 57% de los egresados universitarios argentinos son mujeres y el 43% son varones, la representatividad empresarial y política, así como el salario, son exactamente al revés. Por qué, de las 2.300 intendencias del interior del país, solo una de cada diez tiene intendenta mujer y, encima, se trata de los municipios más pequeños. Los estudios que realizamos al respecto en la Escuela de Gobierno de la Universidad Austral demostraron que, a menor capacidad de poder (municipios pequeños o rurales), mayor presencia de mujeres. Y viceversa: en los municipios más fuertes el poder está en manos de varones.
Igualdad en la diferencia. Olympe de Gouges hablaba hace más de 200 años de que mujeres y varones nacemos libres e iguales. Terminó en la guillotina. Mucho hemos avanzado, claramente. Pero su pregunta sigue en pie: “Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta”. Cada uno de nosotros y de nosotras sigue siendo interpelado.
Mujeres y varones compartimos igual dignidad e iguales derechos, sustentados en una antropología humanista que pone en el centro del debate a la persona. Y tenemos diferencias en los modos y opciones, en las aportaciones personalísimas que cada género brinda a la construcción común y social, desde la forma como se expresa nuestra propia naturaleza.
“En muchas regiones del mundo, las mujeres están presentes y activas en cada una de las áreas de la vida –social, económica, cultural, religiosa y política– y ofrecen una contribución indispensable al establecimiento de estructuras económicas y políticas cada vez más dignas de la humanidad –afirmó Marilyn Ann Martone ante la ONU en su Mensaje ante la Comisión sobre el Estado de las Mujeres, de 2004–. Las mujeres enriquecen la comprensión sobre el mundo y ayudan a establecer relaciones humanas más honestas y auténticas entre las personas”.
Hay una justicia pendiente que debemos construir. Juntos.
*Directora del Observatorio de la Vulnerabilidad, Universidad Austral.