Uno de los temas que más conjeturas provocó el crimen de Gesell es el supuesto “pacto de silencio” que los acusados habrían acordado mantener como metodología de defensa, una sencilla postura técnica defensista que, si bien descansa sobre garantías constitucionales, no necesariamente terminará redundando en beneficio de su situación ante la ley.
Es una estrategia que se mantendrá solo si todos ellos tienen una misma asistencia letrada, porque apenas aparezcan intereses contrapuestos entre alguno de los acusados ese pacto cederá, y a partir de allí aquellos integrantes del grupo que acrediten que esa noche no intervinieron en el hecho tendrán otros objetivos legales.
Se trata de aguardar pacientemente y en silencio la recolección de las pruebas o elementos incriminantes para que, al conocer la gravedad de la acusación, adaptar los relatos de cada uno de los acusados a esa prueba, buscando desvincular a quienes no estén tan comprometidos, e inclusive, acusando directamente a los más complicados. El objetivo es eliminar los componentes de pertenencia de un grupo homogéneo, jurídicamente a una “banda” o una “manada”, lo que haría aún más salvaje su comportamiento.
Es que si el hecho fue perpetrado sin mediar una decisión conjunta y previa, sino que respondió a un ímpetu individual de solo dos o tres de ellos, no consensuado con el resto del grupo, se limitaría la responsabilidad de quienes no agredieron físicamente a la víctima a una eventual participación o complicidad secundaria, con la consecuente disminución de la pena para todos.
Como estrategia defensiva es perfectamente válida, pero guardar silencio tiene sus riesgos. Sin un descargo razonable de los implicados, la única versión de los hechos es la que conocemos, la de un ataque salvaje y desmesurado que cobró la vida de la víctima como un “trofeo”.
Esa versión sugiere que no se trató de un hecho aislado o circunstancial, sino de un comportamiento metódico, sistemático y habitual que el grupo tenía y del que se vanagloriaban en las redes sociales, al mostrar cómo agredían físicamente a jóvenes que tenían la poca fortuna de cruzarse en su camino.
Ese comportamiento revela que actuaban solo movidos por el placer, sin que existiese una provocación, pues aparentemente ellos decidían cuál actitud del tercero escogido como circunstancial víctima configuraba una excusa válida para perpetrar el ataque.
Hoy, teniendo en cuenta la magnitud de las pruebas que se conocen, es posible afirmar que cuando alguno de los jóvenes se decida a contar “su verdad”, va a ser ya demasiado tarde.
La fiscalía y la querella criminal han expuesto que no se trató de una “mala pasada” que les jugó la vida, sino que entre ellos existía una suerte de “empresa” con contenidos criminales, un acuerdo tácito en el que bastaba un movimiento, un ademán, o una mirada cómplice para que cada uno supiera qué tenía que hacer en ese momento.
La premeditación de la que tanto se habla no debe imaginarse como un plan criminal escrito y firmado previamente por todos ellos para matar a Fernando: en materia de responsabilidad penal basta con que, una vez configurado el contexto adecuado e individualizada la víctima, cada uno asuma su rol, que se vincula con los roles y objetivos de todo el grupo.
Esos roles dependen de quién iniciaba la agresión física o daba paso al acto para que cada uno de ellos automáticamente adoptara la actitud que la situación demandaba. Por eso, la responsabilidad por el hecho no puede –ni debe– limitarse solo a quienes golpearon el cuerpo de la víctima hasta matarlo, sino también del aporte de quienes estimulaban a los que golpeaban al grito de “matalo”, del que filmaba el ataque para poder tenerlo documentado, o del que mantenía “a raya” a quien quisiera intervenir para detener la paliza. La muerte fue el producto de un objetivo común de todo el grupo.
*Fiscal Penal de la Unidad de Graves Atentados contra las personas de Salta.