Fue tal vez uno de los episodios más indescifrables de la historia argentina. En una sola noche, el 16 de junio de 1955, fueron incendiadas más de una docena de iglesias que, más allá de su significación religiosa, componían un lujoso patrimonio arquitectónico, artístico y archivístico, puesto que los templos más dañados fueron a la sazón los de mayor valor histórico y cultural de Buenos Aires, ubicados en el radio céntrico de la ciudad. Ese mismo día, un fallido bombardeo opositor intentó arrasar con la Casa de Gobierno y con el presidente Juan Domingo Perón, y dejó cientos de muertos y heridos. La quema de iglesias fue la represalia. No fue un incendio aislado ni un desborde ocasional; por sus dimensiones, su sincronización y sus implicancias, rápidamente encontró impacto internacional en los principales diarios del mundo.
Que un presidente “tolerara” actos de vandalismo, o se mostrara falto de reflejos para evitar que el fuego se extendiera ha sido juzgado demencial, inverosímil o, lisa y llanamente, inexplicable. ¿Fue un rapto de ira de un dictador enceguecido por el poder? ¿Fue consecuencia de un anticlericalismo que siempre había estado ahí, pero estuvo larvado en los primeros años de gobierno? ¿O hubo un afán premeditado de llevar las cosas al extremo?
Apenas extinguidas las llamas, la relación de Perón con la Iglesia Católica fue examinada con lupa en muchos libros periodísticos y testimoniales que intentaron explicar el porqué de algo que parecía no tener lógica alguna. Fue notorio el apoyo que la Iglesia Católica le dio a Perón en los tramos iniciales de su gobierno. ¿Cómo explicar un viraje tan radical? ¿El peronismo minimizó los riesgos, no midió las consecuencias o subestimó al catolicismo?
Los hechos. En noviembre de 1954, Perón lanzó una serie de acusaciones contra la Iglesia en la que –decía– había antiperonistas que se infiltraban en las organizaciones peronistas. No era la primera vez que fustigaba a los opositores. Pero ese año había sido fundado el Partido Demócrata Cristiano y el catolicismo intentaba recobrar presencia social, gracias a los festejos del centenario del dogma de la Inmaculada Concepción. Perón quiso aminorar el impacto de las denuncias, y confió en que los roces con la Iglesia no pasarían a mayores: “No tenemos nada de qué preocuparnos. No creo que vaya a ocurrir nada más, y en caso de que ocurra, tenemos el poder para terminar con esto”, según publicó The New York Times. La jerarquía eclesiástica, por su parte, reaccionó con prudencia y coincidió con Perón en su afán de minimizar la confrontación en ciernes.
Pero las aguas no se aquietaron: el Estado dispuso la supresión de la enseñanza religiosa obligatoria, el divorcio, la equiparación de hijos legítimos e ilegítimos, entre otras medidas que echarían más leña al fuego. Mientras tanto, el catolicismo sacó gente a la calle, en movilizaciones de aspecto cada vez más masivo. El éxito de convocatoria tomó a muchos por sorpresa, desde la celebración de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre en 1954, hasta Corpus Christi, en junio del siguiente año. En la Argentina peronista era difícil tolerar movilizaciones multitudinarias que no fueran oficialistas. El gobierno respondió con la prohibición de las manifestaciones, decisión que poco ayudó a descomprimir un conflicto cuyo desenlace estaba lejos de ser previsible. Y censuró a la prensa que dio cobertura al evento. La clausura del diario católico El Pueblo, en diciembre de 1954, no amilanó a los más militantes. Por el contrario, los radicalizó: les dio impulso para lanzarse a la publicación clandestina de miles de panfletos de factura casera, que ayudarían a preparar el clima de conspiración. Se mofaban de Perón en registros y géneros de lo más populares –coplas, tonadillas, tangos y consignas– y reflejaban hasta qué punto el humor prevaleciente había verificado un gran vuelco.
Las jerarquías de la Iglesia, mientras tanto, se lanzaron a la publicación de sucesivas cartas dirigidas al gobierno, en primer lugar, pero también a los fieles y a la sociedad argentina, que fueron leídas en las iglesias y publicadas en diferentes medios de comunicación –lo poco que quedaba de prensa antiperonista–. El episcopado se abroqueló en defensa de sus derechos lesionados; denunció la “persecución” religiosa, la prohibición de actos públicos y la censura, a la vez que defendió las instituciones católicas amenazadas y elevó ruegos por la concordia entre autoridades civiles y religiosas. Entre enero y julio de 1955 se sucedieron cuatro cartas al gobierno, y una más que insistía a la Acción Católica y al laicado en la necesidad de mantenerse en calma. Entre bambalinas, no faltaron entrevistas entre los dos cardenales argentinos, Santiago Copello y Antonio Caggiano, y Perón. Mientras monseñores como Manuel Tato y Ramón Novoa, dos figuras de mucha visibilidad en las movilizaciones católicas, terminaban en el exilio, y otros tantos sacerdotes pasaban una o más noches en prisión, las más altas jerarquías apostaron por la conciliación.
No fue suficiente para frenar las consecuencias de tamaño vendaval. Una vez consumados los incendios, el gobierno salió a ofrecer cuantiosas sumas destinadas a la reconstrucción de las iglesias: procuraba dejar a la jerarquía eclesiástica neutralizada. Sin embargo, las instituciones católicas lo rechazaron. A esa altura no había gesto de concordia por parte de Perón que fuera capaz de mitigar los ánimos. La influyente revista Criterio, dirigida por monseñor Gustavo Franceschi, una de las pocas publicaciones católicas que quedaban en pie, se alegró de que la Iglesia no aceptara tales dádivas. Así, las iglesias históricas, de ornamentación fastuosa hasta 1955, fueron reconstruidas en su mayor parte con austeridad, en sintonía con los tiempos que se avecinaban, en vísperas del Concilio Vaticano Segundo.
A pesar de que el cardenal Copello bregaba por la paz social, la Acción Católica no vaciló en continuar movilizándose en las calles. Al encontrar casi todas las iglesias cerradas a su paso, sus militantes se dedicaron a entonar cánticos antiperonistas, un gesto muy mal recibido por la prensa gubernamental. En los meses que mediaron entre junio y septiembre de 1955, fecha de la autodenominada Revolución Libertadora, que derrocó a Perón, no faltaron incidentes callejeros provocados por los católicos. Así, las llamas de los templos del 16 de junio hicieron crepitar al peronismo todo.
Las interpretaciones. La búsqueda de una explicación ha estado siempre entrelazada con la de sus responsables. Es difícil separar ambos planos.
Al primero que se apuntó fue, naturalmente, al propio Perón. No es posible demostrar que el presidente haya encendido la mecha, pero sí tal vez que tuvo una conducta errática con la Iglesia, que osciló entre la sumisión filial y la provocación, ambas sobreactuadas, a tal punto que en alguna ocasión pretendió enseñarles los Evangelios a sacerdotes que creía carentes de humildad cristiana.
La Iglesia Católica, por su parte, fue también fluctuante y se enfrentó a sus propias contradicciones. Estar cerca del poder trae grandes beneficios, pero también puede tener altos costos. La jerarquía eclesiástica que ingresaba a la década de 1950 había heredado un férreo espíritu militante e integrista, pero a la vez se encontraba presionada por la necesidad de adaptarse a los cambios de una sociedad en plena modernización. En los años 30, con la celebración del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, se había puesto a la vanguardia de la movilización de masas en la Argentina, pero pese a ello el 17 de octubre de 1945 la tomó por sorpresa. Vaciló, pues, entre seguir el ritmo de los cambios o resistirse a ellos, y esa indecisión condicionó su recepción del peronismo.
Pero quizá la mejor explicación haya que buscarla por fuera de ambos polos y sus respectivas responsabilidades, personales o colectivas. La sociedad argentina convivió con una intensa polarización política entre 1945 y 1946, cuando Perón ganó las elecciones presidenciales. En la primera mitad de la década de 1950, la polarización había alcanzado ribetes violentos, como puso en evidencia el incendio del Jockey Club y diferentes casas asociadas a los partidos políticos opositores. Fuego, llamas, turbios incidentes, como la quema de la Bandera que habría ocurrido en el Corpus Christi de 1955... La noche del 16 de junio, el fuego no sólo produjo daños de enormes costos políticos sino, más grave aún, dejó en evidencia la soledad política de un Perón sin reflejos: no los tuvo para evitar el bombardeo del mediodía, así como tampoco para detener la destrucción de los templos por la noche. Perón no se regodeó con las llamas cual un nuevo Nerón ante el incendio de Roma. Por el contrario, el fuego lo encontró impotente, en las antípodas de la imagen heroica del 17 de octubre de 1945.
*Historiadora y autora de Monseñor Miguel de Andrea (1870-1960). Obispo y hombre de mundo (Edhasa, 2013).