Desde muy joven me apasionaron la genética vinculada a la salud y la lucha por los derechos humanos. La primera pasión me llevó a estudiar medicina y dedicarme a la prevención y tratamiento de enfermedades hereditarias. La segunda me hizo activista por los derechos humanos y determinó que tuviera que exiliarme durante el terrorismo de Estado que asoló la Argentina. En el exilio me dediqué a ambas vocaciones: por un lado una carrera exitosa en genética médica en centros académicos de primera línea, y por el otro, el activismo en organismos de derechos humanos políticos, económicos y sociales. Pronto descubrí que en el pasado, y en nombre de la genética, se habían cometido graves violaciones a los derechos humanos: esclavitud, racismo, discriminación, asesinato de enfermos con discapacidades genéticas, conculcación de derechos reproductivos (“eugenesia”) y genocidio, entre otros. Concluí que estas utilizaciones maléficas de la genética estaban basadas en la ideología del reduccionismo genético, que plantea erróneamente que todas las características humanas pueden reducirse al efecto de los genes. También concluí que las tecnociencias no son neutras sino que responden a ideologías e intereses y que pueden ser benéficas o dañinas, dependiendo de los fines que persiguen y los intereses a los cuales responden, y que la ciencia sólo es legítima y ética si respeta y promueve la vigencia de los derechos humanos. En 1982 en Nueva York las circunstancias de la vida me pusieron en contacto con Abuelas de Plaza de Mayo y su lucha por recuperar a sus nietos robados por el terrorismo de Estado. Este reclamo de Abuelas resonó en mi conciencia, justamente cuando estaba buscando caminos para la genética en consonancia con la vigencia y promoción de los derechos humanos. ¿Qué aplicación más benéfica podría haber para la genética que ser una herramienta para la recuperación del derecho a la identidad de quienes la dictadura había pretendido suprimirlo? El resto es historia: la creación del índice de abuelidad, la identificación genética de los primeros nietos robados, la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos y el enfrentamiento con varios gobiernos de turno que, hasta el 2003, no veían con buenos ojos que se corriera el velo de las atrocidades más perversas de la dictadura, que además de la desaparición forzada de miles de personas, pretendieron robarles su descendencia. Ya con 121 nietos que recuperaron su identidad genética, a la vez que me regocijo con la contribución de la genética a este logro, no puedo menos que advertir del peligro de caer en el reduccionismo genético de pensar que la similitud genética con los progenitores es lo único que cuenta en la identidad personal. Por el contrario, ésta se va conformando en el tiempo por la interacción compleja de factores históricos, políticos, culturales, emocionales, sociales, genéticos y de crianza.
*Presidente de la Red Latinoamericana y del Caribe de Bioética-Unesco y ex profesor titular de Genética, Bioética y Salud Pública de la Universidad de Columbia, Nueva York y de la Universidad Nacional de La Matanza, Argentina. Premio Perfil a la Inteligencia de los Argentinos 2013.