Como se ve, la vulneración de la ley por parte del poder político —por parte de la propia ley— no es una cualidad exclusiva de la policía.
Por otra parte, la aparición en todo el mundo de grandes franjas de población desposeída —por lo tanto, sin derechos ciudadanos— además de transformar en pieza de museo la Carta de las Naciones Unidas sobre los derechos universales (el consenso de los vencedores de la II Guerra), ha hecho que proliferen casos como el de Luciano Arruga, el joven secuestrado y presumiblemente asesinado por la policía provincial porque se negó a robar para la comisaría. ¿Qué hacer con la policía, ya no sólo con la Federal?
Alguna vez, en una conversación con quien escribe estas líneas, el periodista Ricardo Ragendorfer, autor de La Bonaerense, dijo: “Esta policía no tiene remedio, debe ser disuelta. Por supuesto, eso exige una revolución y yo no sé cómo se hace eso. Soy un periodista, no un militante político”. Se disuelve, revolución mediante, ¿y después? En un foro de debate radial, en el programa Leña al Fuego, conducido por Herman Schiller —se emitió durante más de diez años por Radio Ciudad, hasta que el gobierno de Macri lo suprimió—, el periodista Ricardo Canaletti, de TN, cuando se le preguntó qué haría él con la policía, contestó: “La disolvería y no crearía ninguna otra, que sea el caos. Vivamos en el caos, el caos conlleva su propio orden”.
El autor de este texto sostuvo a su vez: Supongamos que se hace esa revolución y se dicta un decreto que ordena la disolución de las fuerzas policiales, y de inmediato otro que dispone la creación de la Guardia Roja. Pues bien, al otro día tendremos una larguísima fila de ex policías federales y ex policías bonaerenses, que se vienen a anotar para estar en la Guardia Roja…
(...) En otra ocasión, esta vez durante la campaña electoral, debatieron por televisión Ricardo López Murphy y la abogada Myriam Bregman, del Centro de Profesionales por los Derechos Humanos (Ceprodh) y candidata a jefa de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires por el Frente de Izquierda. El ex ministro de Fernando de la Rúa defendió como pudo el accionar de la policía, y Bregman se encargó de demoler sus argumentos, uno por uno. Sin embargo, al televidente común le quedó la sensación de que López Murphy se impuso en la discusión, simplemente porque al final le dijo: “Pero ¿vos qué proponés? ¿Que no haya policía? No es serio eso…”
Para la ciudadanía en general, y no tan en general, resulta inconcebible la vida sin una fuerza pública que asegure la imposición de la ley, cualquiera que ésta sea bajo cualquier régimen político. Y, en este caso, el sentido común (el más común de los sentidos) no se equivoca. En su libro La revolución traicionada, León Trotsky ofrece una clave del asunto: “Cuando el almacén está bien provisto, los ciudadanos pueden pasar en cualquier momento a retirar lo que necesitan. Pero, cuando las mercancías escasean, es necesario que formen una fila. En cuanto la fila se hace demasiado larga, se vuelve indispensable la presencia de un agente de policía para asegurar el orden. He ahí el origen de la burocracia”.
En otras palabras, el reino de las necesidades y la lucha por satisfacerlas hacen imprescindible la presencia de una organización estatal; es decir, de una organización de la violencia para que esa lucha no desborde determinados cauces. Por lo tanto, de la policía. El asunto, naturalmente, se deforma cuando la excepción se transforma en regla, pero el problema excede con largueza a la policía. Por ejemplo, la Triple A, creada y organizada por el general Juan Perón en octubre de 1973 —se llamó en un principio Comando Libertadores de América—, antes que un grupo parapolicial —la mayoría de sus integrantes iniciales pertenecían a la Policía Federal— fue una organización terrorista del propio Estado. Eso es posible porque el aparato estatal está lleno de recovecos ilegales de espionaje y operaciones clandestinas, alimentados por abundantes fondos reservados de los que nadie da cuenta. Está en la naturaleza de las cosas que la policía se transforme en herramienta de recaudación ilegal, fuera de la ley, y que en esa función adquiera autonomía, el “autogobierno” del que hablaban Nilda Garré y tantos otros.
Si se trata de imponerle a la policía determinado grado de control por parte del poder político, habrá que discutir en algún momento quién ejerce ese control; es decir: quién ejerce y cómo se distribuye el poder político. Si tal control es ejercido por los que alimentan las cajas políticas con dineros de la corrupción policial, el asunto obviamente no tiene remedio. Si, en cambio, organizaciones populares o asambleas vecinales meten mano en las comisarías, en los libros de guardia, en la organización de las cuadrículas y en las brigadas de calle, y desarman los vínculos de la policía con el delito y con los punteros políticos, todo el asunto podría registrar un vuelco favorable. En ese sentido, tiene particular interés el movimiento interno en varias fuerzas de seguridad del país por el reconocimiento de sindicatos policiales, que podrían poner límites a la arbitrariedad de una disciplina humillante y al terror que produce en los efectivos la sola idea de denunciar hechos de corrupción. De lo contrario, como diría Rodolfo Walsh, la secta del gatillo fácil seguirá siendo la logia de la mano en la lata. Es una urgente cuestión de salud pública.
*Fragmento del libro La Federal (Sudamericana) – 2013.