A la luz del día, en los últimos 25 años el problema de la droga se ha convertido en algo mucho más complejo y nocivo de lo que nuestra dirigencia política ha podido o querido manejar. Abandonada ya la política “negacionista” del problema, el debate comienza a centrarse en cuáles serían las políticas adecuadas para atenderlo.
Recientemente, se ha discutido si es apropiado el uso de las Fuerzas Armadas para reprimir el narcotráfico. Tanto el planteo como las respuestas a dicho interrogante brotan de un molde intelectual que –sea por derecha como por izquierda– simplifica el problema y caricaturiza la solución, involucrándonos en otro de los tantos debates inconducentes en que solemos caer.
Primero, lo primero. Una política pública es adecuada en función del problema que pretende resolver y del modo y costo al que pretende hacerlo. Así, definir si el empleo de las FF.AA. es una decisión correcta requiere tener un cabal entendimiento del problema para saber si la “solución” se corresponde con él.
Lamentablemente, el debate ha simplificado el problema de las drogas al narcotráfico, soslayando así el núcleo de la cuestión. Esto es, los daños individuales y sociales que el consumo de sustancias psicoactivas, tóxicas, con potencial de abuso y poder adictivo genera en nuestro país. La magnitud y la velocidad con la que se ha expandido el uso de drogas en los últimos quince años marcan la existencia de una epidemia de consumo. Como todavía nos encontramos en el ciclo ascendente de la epidemia, los daños provocados aún no resultan lo suficientemente obvios.
Nuestro país necesita una política de drogas que se focalice, en lo inmediato, en detener la epidemia, lo que significa reducir el ingreso de nuevos consumidores –principalmente adolescentes y jóvenes– y/o elevar la edad de iniciación. Para lograrlo, debe emplear de manera integrada dos tipos de estrategia.
Primero, una orientada a trabajar sobre los factores –biológicos, psicológicos, sociales– que influyen en la propensión individual al uso de drogas. Estas acciones preventivas son claves, pero difícilmente puedan ser puestas en ejecución con la escala y la velocidad necesarias para, per se, detener la epidemia.
Así, también deben emplearse estrategias de control de la oferta de drogas que logren incrementar sus precios y costos no monetarios y reduzcan su accesibilidad. La demanda subyacente de drogas se convierte en un nivel determinado de consumo en función de cuán barato, fácil y confiable un consumidor potencial encuentra drogas.
Los estudios realizados en mercados de bienes adictivos legales –como alcohol y tabaco– corroboran esto. Entonces, y pese a la mala prensa que estas estrategias tienen en ámbitos ideológicos, y aun sabiendo sus contraindicaciones, el precio y la accesibilidad tienen importantes efectos preventivos, en especial sobre los consumidores experimentales u ocasionales y el público adolescente/joven.
Dicho precio es determinado básicamente por el riesgo de sanción penal que proyecta el Estado sobre los productores, transportistas, contrabandistas, mayoristas y minoristas. A mayor riesgo, mayor el precio de venta, y viceversa.
En Argentina, el potencial consumidor encuentra drogas a bajo precio y muy alta accesibilidad debido a que una combinación de malas políticas y corrupción institucional hace que el riesgo por traficar drogas sea bajo.
Alterar ello requiere diseñar una estrategia y disponer de una sofisticada estructura de control capaz de: a) incrementar los riesgos de exportación de droga desde la Argentina, de modo de reducir la cantidad que ingresa al país (vgr. dos terceras partes de la cocaína que ingresa lo hace para ser exportada); b) evitar la fabricación doméstica de cocaína y drogas de diseño a través del control de precursores y represión de cocinas y laboratorios; c) incrementar los costos no monetarios a través, entre otras acciones, de la disuasión focalizada de determinados mercados locales (a cielo abierto); d) reducir la cantidad de jugadores en el nivel tráfico (contrabando y mayoreo), que implica inhabilitar selectivamente (ponderando por tipos de droga –las más nocivas– y de organizaciones –las más violentas o complejas–) y, fundamentalmente, degradar a las organizaciones: alterar sus rutas, arrestar su management y decomisar su capital. Decomisar droga y arrestar “perejiles” no sirve siquiera para acercarse a estos objetivos.
Los militares. ¿Qué aportarían los militares? Aquí los detalles importan. Ante la estructura de control que la Argentina debe construir y la carencia de recursos, es necesario emplear capacidades militares en apoyo al esfuerzo nacional de policía para conseguir aquellos objetivos.
¿Esto significa convertir a las FF.AA. en policías, empleándolas en operaciones de inteligencia criminal e investigación penal? Absolutamente no. Ya ocurrió en Argentina (ver recuadro), y con mayor intensidad en otros países de la región, y sería la peor de las opciones. Equivaldría a asimilar a un médico con un veterinario por el simple hecho de que ambos saben de medicina.
Las FF.AA. tienen unas capacidades primariamente orientadas a la defensa pero que –inteligentemente usadas– podrían concurrir en asistencia al esfuerzo nacional de policía para expandir su capacidad de cumplir con los objetivos de control de oferta.
¿Por qué desperdiciar camiones o vehículos blindados de transporte personal y recursos y medios de sanidad necesarios para sostener operaciones de ocupación y pacificación en áreas urbanas sin ley; rechazar aviones de la Fuerza Aérea que podrían vigilar, identificar e interceptar aeronaves irregulares, y desechar helicópteros del Ejército que podrían trasladar efectivos de Gendarmería Nacional que aborden las aeronaves en suelo; ignorar medios de vigilancia electrónica –como drones o radares terrestres Rasit o radares 3D y 4D– para el control de rutas de contrabando; o desperdiciar elementos navales para apoyar el control en la hidrovía?
Esto no implica poner soldados a arrestar a un traficante, decomisar droga o investigar un delito. Si tal colaboración corresponde, ¿por qué no legislarla, para que se haga a la luz del día, se someta a rendición de cuentas y control, y se analice su impacto?
Con adaptaciones, un modelo de diferenciación entre defensa y seguridad, pero con estrecha cooperación y complementación, es el de EE.UU. Allí, si bien la Posse Comitatus Act (1878) establece severas restricciones para emplear militares en seguridad interna, desde 1986 se dictaron importantes excepciones para emplear medios militares en la vigilancia y control del espacio aéreo, para disponer de equipamiento militar –y personal que lo opere– en operaciones policiales contra el narcotráfico, y para utilizar medios de la Armada en operaciones de la Guardia Costera. Esto implicó el desarrollo de doctrina, planeamiento y entrenamiento para tal fin.
Así, y a la luz de las exigencias presentes y futuras, mantener una separación absoluta entre el sistema de defensa nacional y el de seguridad interior es tan pernicioso como confundirlos en un “cambalache” en el que un soldado haga las veces de policía. Por tanto, resulta pertinente que se genere un consenso multipartidario de donde surja un nuevo y moderno marco jurídico, orgánico y doctrinario que mantenga diferenciadas dichas áreas, pero regule mejor la cooperación y complementación de ambos sistemas, de modo de sacar provecho de todos los recursos del Estado, sin caer en los errores del pasado. ¿Será lo suficientemente madura la dirigencia política argentina para acometer dicha tarea, o seguiremos –cual adolescentes– conducidos por el pensamiento binario, las soluciones caricaturizadas y los debates inconducentes?
*Politólogo.