En México circulaba, años atrás, un chiste que provocaba cierta irritación entre los argentinos: “¿Cómo haces para meter a veinte hombres en un diminuto Volkswagen? Buscas a veinte argentinos, los desinflas y los introduces fácilmente”.
La imagen del argentino “inflado”, envanecido y jactancioso no sólo circula entre los mexicanos. Basta recorrer otras geografías y se encontrará la misma percepción. Argentina es un país desmesurado en gestos, pensamientos, acciones y también en sus palabras. A las veleidades políticas y sociales de los sectores dirigentes se suman las de buena parte de los ciudadanos “condenados al éxito”, según el lugar común pronunciado con demasiada frecuencia. Pero el éxito es tan cortoplacista que al cabo de un breve lapso se esfuma en el aire y el argentino medio se desinfla. La jactancia que hasta ayer predominaba en el sentimiento nacional se estrella contra la realidad.
La Argentina es un país desmesurado.
El más grande ejemplo de esta patología se produjo en 1982, cuando declaró la guerra a Inglaterra, segunda potencia militar de Occidente y firme aliada de Estados Unidos, la nación más poderosa de la Tierra. Esa acción, que dejó atónito al mundo, fue acompañada por frases altisonantes: “Que venga el Principito”, “le daremos batalla”, “si vienen los gurkhas les mandaremos a nuestros cuchilleros correntinos”, y muchas más que evitaremos por pudor. Durante esos meses la ciudadanía construyó héroes que rápidamente convirtió en villanos; la gloria vencedora y viril se transformó en oprobio y cobardía. Los argentinos fueron expertos en Exocet, en estrategias militares y mudaron su europeísmo hacia el latinoamericanismo indigenista. Una imagen que recorrió los televisores del mundo mostraba a señoras elegantemente vestidas que agradecían la solidaridad de Perú y afirmaban: “A partir de ahora no viajaremos nunca más a París, iremos de vacaciones a Lima”. La desmesura las exponía al ridículo y la desconfianza.
Los gestos exagerados y la soberbia llevaron a la Argentina a episodios trágicos y absolutamente innecesarios.
Retrocedamos unos años y recordemos que en 1955 aviones militares dejaron caer bombas sobre la Plaza de Mayo, un sitio público por el que circulaban ¿soldados enemigos? No, ciudadanos civiles tan argentinos como los pilotos que luego de su desmesura escaparon a otro país. La pregunta es inevitable: ¿era necesaria una acción de esa naturaleza? ¿Derribar a un gobierno merecía cometer ese crimen? No. Fue una irresponsabilidad de los jactanciosos.
Tan irresponsable como fusilar, al año siguiente, a militares y civiles que se levantaron contra la dictadura triunfante. Otra vez la pregunta inevitable: ¿no hubiera sido más “prudente” juzgarlos y condenarlos a la cárcel ejerciendo el poder que detentaban? ¿No era un exceso matarlos? No. Debía sentarse el ejemplo de que no se admitían golpes dentro de un Estado golpista.
Claro, sería fácil cargar las culpas a los militares y aliviar así la conciencia de toda la sociedad civil. Evitemos la tentación y revisemos otros episodios de la historia que muestran que la soberbia es un sentimiento nacional.
Comparar con otras experiencias es un buen método. En Uruguay, luego de diez años de guerrilla, los tupamaros produjeron casi medio centenar de muertos. En Argentina, solo el ERP dio muerte a por lo menos sesenta personas en apenas cinco años, vale decir, la mitad del tiempo. Duplicar la sangre, realizar acciones más vociferantes, fue la apuesta en este lado del Plata. Si sumamos los muertos producidos por Montoneros, la cifra se dispara.
Odiosas pero claras. ¿Cuál fue la respuesta represiva? La dictadura argentina en apenas ocho años secuestró a 9 mil personas, según Conadep, o 30 mil según organismos de derechos humanos. En cambio, en los 11 años de régimen militar de Uruguay hubo 140 desaparecidos. Y en Brasil, al cabo de 21 años de dictadura hubo setenta desapariciones. La feroz dictadura chilena secuestró alrededor de 2 mil personas en 17 años de permanencia en el poder. En Paraguay, la tiranía de Stroessner duró casi 35 años y dejó 459 desaparecidos. En un lapso mucho más breve, Argentina multiplicó las víctimas respecto de los países vecinos.
Estas comparaciones son odiosas, sin duda, pero muestran claramente que la respuesta argentina fue absolutamente desproporcionada, más aun si se considera que los grupos armados en nuestro país prácticamente habían sucumbido cuando los militares tomaron el poder. Naturalmente, esa respuesta fue “inflada” con la grandilocuencia de los jerarcas: “La Tercera Guerra Mundial ya se ha desatado y se está librando en territorio argentino”; “primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, a los indiferentes y luego mataremos a los tímidos”.
Creer que la Guerra Mundial se libraba en nuestro suelo es una alucinación egocéntrica afín al pensamiento de una buena parte de la ciudadanía. Ejemplo de esto es un suceso ocurrido en los años 80. ¿Puede alguien concebir que en plena democracia un grupo de izquierda se haya disfrazado de golpistas de derecha y asaltado un regimiento militar para robar tanques y avanzar hacia Plaza de Mayo? Y más aun, ¿que lo haya hecho con jóvenes mal armados y sin experiencia alguna? Eso ocurrió con el asalto al cuartel de La Tablada, que culminó sangrientamente. ¿Cómo calificar este episodio sino como un gesto de soberbia ideado por alguna cabeza presuntuosa? Ni a la guerrilla más poderosa del mundo occidental se le ocurrió jamás tamaño desatino en una democracia todavía frágil que había sido recuperada poco tiempo atrás.
Extremismo neoliberal. En la década de los 90, una ola neoliberal recorrió todos los países de América Latina. Con apoyo de los principales centros de decisión mundial, los gobiernos de este continente se lanzaron a una carrera privatizadora. Sin embargo, fue un gobierno argentino el que llevó al paroxismo las privatizaciones: ferrocarriles, energía, aerolíneas, luz, gas, barcos, todo fue vendido. Y el caso más emblemático fue la entrega de YPF a manos extranjeras, con la aprobación entusiasta de legisladores y gobernadores del partido oficial. Fuimos los únicos exagerados. Ni Brasil ni México vendieron sus empresas petroleras, que siguieron preservadas en manos del Estado. Ni Chile entregó el cobre ni Bolivia sus riquezas. Argentina, en cambio, arrasó con todas las empresas del Estado en un acto de neoliberalismo extremo que no era necesario y que sorprendió al resto de los países vecinos.
La desproporcionada relación entre las normas que se utilizan, las decisiones que se toman y los objetivos que se pretenden alcanzar es el signo de buena parte de la historia argentina. Esta anomia social se traduce en más sangre, más grandilocuencia, más despotismo; en síntesis, más excesos.
Convivir en una sociedad donde existan normas compartidas, valores respetados y tolerancia social no es habitual en Argentina. Los ejemplos son múltiples y denotan un comportamiento descomedido que abarca a todas las clases sociales. Bastan diez personas para cortar una autopista y reclamar algo, cualquier cosa, lo que sea, dejando a miles de personas presas en sus transportes públicos o privados. Es suficiente la sospecha de que un violador abusó de una mujer para que los vecinos tomen por asalto la vivienda del presunto autor y le prendan fuego, sin esperar a la policía o al juez, borrando inconscientemente las posibles pruebas del delito.
Es suficiente la presunción de que una fábrica contamina un río para que miles de vecinos de un pueblo corten un puente internacional durante casi cuatro años, sin que les preocupe que están cometiendo un delito federal y sin temor de que un juez se atreva a ordenar su desalojo. Y todavía más, recibiendo el apoyo del presidente argentino.
Eso es desmesura.
El país al margen de la ley que describió ejemplarmente Carlos Nino se exhibe todos los días en una sociedad acostumbrada a la ilegalidad, irrespetuosa de las normas, con ciudadanos “inflados”, como dice el chiste mexicano, aunque el término justo sea ciudadanos “presuntuosos”.
Nueve meses después de haber asumido Raúl Alfonsín la presidencia de la Nación, cuando la democracia naciente parecía oxigenar a la sociedad, Saúl Ubaldini, jefe de la CGT, llamó a una huelga nacional para “que se vaya”. Acababa de llegar el nuevo gobierno y ya la desmesura sindical se lanzaba a una guerra sin cuartel que continuaría sin tregua.
Esta historia reciente es pródiga en ejemplos de derrames sociales presuntuosos. ¿Eran necesarios el asalto a supermercados y el intento de incendiar el Congreso de la Nación en 1989? ¿Era indispensable la violencia callejera de 2001 que dejó el saldo de muertos y heridos?
Según Gogol, “en los anales de la Humanidad existen muchos siglos que se quisiera borrar y hacer desaparecer como inútiles. Son tantos los errores que se han cometido en ellos que hasta un niño los evitaría hoy”. La sentencia del escritor ruso es aplicable a la Argentina; es posible que un niño, hoy, pueda disgustarse del comportamiento social del pasado. Pero si sigue educándose así, con el modelo que le brindan los adultos, mañana creerá que ésa es la norma y reproducirá lo que le enseñaron.
Y lo que le enseñaron es elevar la voz sobre otras voces. Gritar más fuerte. Presumir sobre los demás. Si la desmesura en el lenguaje abarca desde la primera magistratura hacia abajo y se usan términos insultantes y jactanciosos ¿por qué no habría de imitarlo? Vamos a poner entre paréntesis, por pudor, algunos ejemplos. Si el lector lo desea, evite las siguientes líneas: (diputado dice a una colega: “Callate, atorranta”; Presidenta dice: “Se la empoma”; diputado dice: “A los K les rompí el culito”; senador dice: “Que se la metan en el culo”; ex jefe de gabinete a periodista: “Tarado, burro, mala leche”; ex secretario de Estado: “Que las cacerolas se las metan en el orto”).
Pido disculpas por reproducir los dichos soeces que brotan de las bocas de quienes deberían ser modelos de comportamiento cívico. Pero sólo así es posible demostrar que el lenguaje argentino es tan petulantemente grosero como los actos que se llevan a cabo. Quienes pronuncian palabras de esa naturaleza están tan envanecidos, son tan arrogantes, que es necesario ir pensando en recurrir a las herramientas culturales que nos otorga la democracia para desinflarlos y guardarlos definitivamente en un autito. Porque, en caso contrario, claudicaremos rendidos en la reflexión de un personaje de Paul Auster: “Estas actitudes son aberrantes, lo sabemos, pero aquí si uno quiere sobrevivir, debe aprender a dejar de lado los principios”.
*Periodista, escritor, codirector de Ejercitar la Memoria Editores.