“Hay usuarios para los que la vida entera queda envuelta en la lógica de las redes”. Narcisismo digital, psicopatologías asociadas a la vida virtual y alcances de la inteligencia artificial en el campo del arte son algunos de los temas que el escritor conversó con PERFIL.
—Sos uno de los autores argentinos que más estudiaron el trabajo del filósofo Byung-Chul Han (tenés un ensayo publicado sobre él). ¿Influyó en esta novela?
—Byung-Chul Han piensa de manera crítica el dominio de la tecnología digital. O, al menos, lo que él cree que ocurre en términos existenciales bajo ese dominio, que en su caso lleva a ciertos planteos apocalípticos. En Sesiones en el desierto ese mismo mundo es apenas el punto de partida para algo más libre e imaginativo, algo que en este caso la filosofía no puede terminar de iluminar. Por ejemplo, Han omite un punto fundamental en su crítica al narcisismo digital: el gratificante placer con el que la tecnología reditúa a quien se entrega de manera voluntaria a los mecanismos del narcisismo. Han explica la ausencia de ira, lenguaje, pensamiento, política, amor y libertad, ¿pero qué pasa con la sobreabundancia de gratificación narcisista? ¿Por qué es una sustancia espiritual tan deseada y al mismo tiempo controvertida? A esta altura, en las redes ya no somos ciegos a las trampas de la avalancha narcisista, y si las aceptamos es porque hay algo en su recompensa que nos resulta fundamental. En parte, Sesiones… es un modo de narrar lo que ese acto de entrega consciente significa, y qué derivas psíquicas coloca en marcha.
—Explayate un poco más en cuanto al narcisismo digital...
—Digamos que existen usuarios para los que las redes sociales empiezan y terminan en los bordes de la pantalla, que es donde la exhibición y la figuración componen un segmento inevitable pero todavía restringido, solo una parte entre otras, de la existencia social. Es interesante cuando esas partes coexisten en libertad mediante la complementación o incluso el contraste, lo cual ocurre cada vez menos. Pero también existen otros usuarios que no salen del ámbito de las redes: esos son los cautivos existenciales, para los que la vida entera queda envuelta por completo en la lógica de las redes sociales. Los influencers son un ejemplo obvio: lo que dicen se lee acá, lo que hacen se ve ahí, lo que consumen se muestra allá. Todo cumple una función específica de alta demanda y se mide como cálculo ganancial. Squet Coll, el protagonista de Sesiones…, decide entregar su existencia social, laboral y erótica a las redes, lo cual creo que hoy lo vuelve reconocible y comparable con muchas personas de carne y hueso que hacen lo mismo. La diferencia es que una novela puede contar los instantes de duda. ¿Dudan los influencers sobre su apuesta a vivir a través de la pantalla? Claro que sí, pero ni siquiera son libres de confesarlo porque, ¿qué les quedaría?
—Otra idea que circula en la novela es la sustitución de las relaciones sexuales...
—Espero que las relaciones sexuales no vayan a sustituirse por nada. Pero algo acerca de lo que sí se puede leer, ahora bajo el exitoso subgénero de las denuncias virtuales, es sobre quienes gracias a la figuración y el prestigio fabricados con las menudencias del “Me gusta” acceden, por ejemplo, a una supuesta vida erótica que hasta hacía poco, en el duro territorio analógico, por deficiencias del carácter o el cuerpo, les estaba vedada. Con las distinciones de rigor, esto quizás sea aún más evidente en los casos en que, por efecto de las mismas menudencias digitales, otros acceden a una supuesta vida intelectual. Ahí surgen equívocos, bastante tragicómicos en el fondo, donde se vuelve clara la distancia todavía irreconciliable entre imagen y verdad. Este es un asunto delicado frente al que Mark Zuckerberg intenta avanzar con sus proyectos de realidad virtual inmersiva. Por otro lado, algunos pensadores también insisten en que intentar diferenciar entre imagen y verdad después de la aparición de internet ya es casi reaccionario.
—¿Esa diferenciación difusa entre imagen y verdad implicaría una cuestión moral?
—Tal vez todos los personajes de Sesiones… atraviesan por las buenas o por las malas esa zona difusa entre imagen y verdad. De esa manera, llegan a conocer mejor quiénes son, incluso si eso no los ubica exactamente donde esperaban. Es posible que en el instante en que alguien acepta su verdad, cuando alguien acepta quién es, también se selle un pacto moral, al menos, con uno mismo. La pregunta moral sería: ¿estamos dispuestos a esa verdad quizás incómoda, o preferimos refugiarnos en la perfecta imagen autodiseñada? Un vistazo rápido a las redes sociales revela que este es el gran dilema de los usuarios.
—¿Temías que la historia, por estar tan centrada en el uso de dispositivos tecnológicos, resultara repetitiva?
—Las redes que aparecen en Sesiones… se parecen a las reales, pero no lo son. Y el universo digital que se narra también se parece, hasta cierto punto, al real, pero no lo es. Los decibeles están siempre un poco más altos por cuestiones dramáticas. Con eso, creo que uno logra escaparse del registro aburrido de las costumbres. Una novela sobre la relación de una sociedad con Twitter no tiene mucho sentido, pero una novela sobre lo que algo como Twitter provoca en una sociedad, lo que desnuda y desata, lo que esconde y no quiere mirar, eso quizá sí resulte interesante. Creo que el mundo de Sesiones… es un espejo con suficientes deformaciones e ironías como para no devolvernos solo un previsible reflejo de nuestra castigada vida online.
—¿Creés que hubo otro tipo de “entregas voluntarias” a mecanismos técnicos como los que hoy plantean las redes sociales frente al narcisismo?
—Sí, claro. Pienso en el personaje de Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo: una adicta al cine que fantasea con vivir dentro del universo hollywoodense. No hay dispositivo técnico de acceso masivo que no haya provocado efectos parecidos. Ahí es donde Sesiones… tiene algo que decir sobre “adicciones” que se nos presentan como el único modo de emplazar una existencia. La diferencia es que, con las redes sociales, alguien como el personaje de Farrow hoy podría involucrarse en su fantasía por sus propios medios y no solo durante el tiempo que transcurre dentro del cine, sino a cada instante de su vida. Para lograrlo, basta con someterse al régimen de permanencia y atención absolutas que demanda Silicon Valley. La nueva escala de estas ensoñaciones es un rasgo característico de la época, pero también lo es el relativo silencio sobre la angustia de quienes las alcanzan.
—¿La imaginación irrestricta en relación con la literatura es un fenómeno cada vez más excepcional?
—La imaginación literaria no se vuelve más excepcional. Por el contrario, todo esto es muy estimulante para pensar el mundo desde cuestiones técnicas, políticas, sexuales e incluso sanitarias. Pero tampoco es el único tema excluyente, ni veo que defina ninguna moda. En tal caso, quien carezca de imaginación y apueste a los temas de moda, siempre podrá escribir otra redituable novela sobre el Proceso. Lo que quizá sí resulta un poco más excepcional, pero como fenómeno asociado al mercado literario antes que a la literatura, es que al imaginar el mundo a partir de la transformación radical de ciertas costumbres, como las que plantean las redes sociales, la ficción se permita decir o mostrar algo que no se amolde inmediatamente a lo que “hay que” imaginar. Cuando eso pasa, ya no hay literatura sino publicidad. Solo hace falta ver a los publicistas del ChatGPT, en especial los de la rama literaria, que sin una sola pizca de imaginación propia salen a difundir a precio de reventa el discurso oficial de Silicon Valley sobre la obsolescencia de los escritores, del trabajo o del pensamiento. En definitiva, de cualquier práctica que pudiera entorpecer un poco sus planes de negocios.
—¿Qué pensás de inteligencia artificial y su aplicación en el campo del arte?
—En este momento la inteligencia artificial es otro nombre, aunque con cierta honorabilidad histórica innegable, para las plataformas de vigilancia y extracción de datos. Personalmente, me parece que la única aplicación real de la IA en el campo del arte es que algunos artistas sin obra, sin conocimientos técnicos ni demasiada ambición intelectual tengan algo que repetir sobre su propia pereza hasta la aparición de la próxima novedad de Silicon Valley. Hay un documental donde un ingeniero le dice a Werner Herzog que dentro de muy poco los algoritmos también van a poder hacer películas. “No como las mías”, responde Herzog. Me parece una gran respuesta.
*Periodista, docente y guionista.