Motek Finster (94) formaba parte de una familia judía acomodada de Varsovia y posiblemente se cruzó alguna vez en sus calles con Ricardo Arendarz (84), un polaco católico, quien también vivía con holgura en pleno centro de la ciudad. A más de mil kilómetros de distancia, Isaac (Harry) Havilio (94) disfrutaba de esquiar en sus vacaciones en las montañas de Eslovenia junto a su padre (hijo de un rabino), su madre y su hermano antes de regresar a su casa en Belgrado, Serbia.
Todo eso se acabó en un instante cuando los alemanes invadieron sus países, bombardearon sus hogares y asesinaron a su gente. Cada uno sufrió la Segunda Guerra Mundial a su forma, no por ello menos traumática: uno en los campos de exterminio, otro en la resistencia y el tercero huyendo de un lugar a otro para salvarse de la muerte.
Los nazis lograron hermanarlos y convertirlos para siempre en los sobrevivientes de la mayor tragedia que vivió la humanidad en el siglo XX. Pero también los une el haber encontrado lugar en la Argentina.
Cada uno rememora esos años en forma diferente, con fechas vinculadas a sus propias vivencias personales, pero el 9 de mayo de 1945, cuando terminaron los últimos combates y los alemanes fueron vencidos para siempre, tiene un significado especial. A setenta años de ese día, relatan en exclusiva para PERFIL sus vidas, dolores y recuerdos de esos tiempos de guerra y destrucción. Estas son sus historias.
Motek Finster: “No pongas nunca la mano en un alambrado con electricidad”. Los alemanes nos encerraron en el gueto. No alcanzaba la comida así que mi hermanito menor se escapaba e iba a la parte polaca a buscar algo para comer. El hambre era lo que sobraba. Hasta que un día un amigo me alertó: “No podemos seguir acá por mucho tiempo. Hay que saltar el muro”. Lo hicimos, caminamos juntos un trecho y nos fuimos cada uno por su lado.
Me subí a un tren y me tapé con diarios. Había un polaco al lado mío y me dijo: “¡Judío, sacate eso, igual te van a descubrir!”. Pensaba que en la primera estación me iban a matar los alemanes. El tipo me dijo que no bajara, que esperara. Cuando descendimos, me pidió que lo siguiera. Pensé que me llevaba con el enemigo. Me explicó: “Vamos a caminar algunas cuadras, te voy a dejar y vas a seguir hasta encontrar un pueblito. Allí hay judíos, no hay gueto”. Le quise dar algo de dinero y no lo aceptó.
Llegué hasta el lugar y me quedé un tiempo hasta que me enteré de que mi hermano mellizo y el mayor se habían escapado y estaban con mi cuñado en otro lugar. Me marché a buscarlos. En el camino me encontré con otro judío que me dio trabajo de peón en el campo, donde conocí a una chica polaca. Me quedé con ella y su madre. Un día vino y me contó que había conseguido la dirección de mis hermanos. Me fui hasta que los encontré a los tres.
Mi cuñado trabajaba en una granja y nos ofreció escondernos. El mayor no quiso ir y lo mataron. Nos metió en el granero hasta que un día me entró algo en la garganta y empecé a toser. Justo vino la dueña y nos echó. Seguimos camino pero siempre manteníamos la comunicación con mi madre, que estaba en Varsovia y nos decía que volviéramos. Mi hermano le hizo caso y lo liquidaron.
Un día nos capturaron los alemanes, nos llevaron a trabajar y nos separaron. No lo vi más. Al tiempo me enfermé de tifus, tenía mucha fiebre. Estábamos en un campo de concentración y soñé que mi hermana mayor, que vivía en la Argentina, me agarraba la mano y me decía: “Aguantá”. Cuando abrí los ojos, vi a una especie de enfermera que me tocaba la frente y me dijo: “Dame la mano. La guerra se sabe cuándo empieza pero no cuándo termina. Vas a pasar muchas cosas, pero no pongas nunca la mano en un alambrado con electricidad”.
Me recuperé y al tiempo nos subieron a un tren de carga y nos llevaron a Majdanek, donde me dieron el traje a rayas que tenía una chapita con el número 10.830 ¿Cómo no me lo puedo olvidar? Una vez trabajando afuera del campo se acercó una chica y me preguntó: “¿Tan joven y es asesino?”. “No lo soy”. “¿Por qué usa ese traje?” “Porque soy judío”. Fue hasta su casa y me trajo un sándwich. Lo repitió cada día que estuve allí, hasta que nos trasladaron a Birkenau. Ahí, me tatuaron en el brazo el 126.427.
Me llevaron a trabajar al lado de los crematorios, donde llevaba en una carretilla las cenizas de los huesos para tapar los baches. Era una cosa increíble y ¡el mundo lo sabía! Pensaba: algún día me va a pasar a mí, me van a matar.
En el campo, había un capo al que le planchaba el pantalón y le lavaba las camisas. Una vez me dijo: “Lo que va a pasar esta noche va a ser muy difícil. Entrá a mi dormitorio y metete debajo de la cama porque acá no van a ingresar”. ¡Ese tipo me salvó!
Nos sacaron de Birkenau antes de la liberación, a la marcha de la muerte. Ibamos en fila de a cinco. Caminamos tanto que no podíamos más, hasta que terminó la guerra.
Lo primero que hice fue volver a Varsovia. Un amigo de la infancia me preguntó al verme: “¿Todavía vivís?”, como si dijera “lástima que no te mataron”.
Me fui y terminé en un campo de refugiados con cuatro amigos que nos habíamos conocido en una pieza. Uno de ellos llevó a una chica y nos mirábamos. Hubo una fiesta y me pidieron que la invitara a bailar. Allá nos casamos. Los dos éramos sobrevivientes.
Me puse en contacto con mi hermana y nos mandó un llamado para ir a Bolivia, porque acá Perón no dejaba entrar a ningún judío. Ella le pagó a alguien de migraciones para traernos en tren hasta Retiro. Cuando nos vimos, la abracé y lloré. Era mi única familia.
Ricardo Arendarz: “Temía que me mataran porque nos jugábamos la vida a diario”. Fueron diecisiete días de bombardeo sobre Varsovia. Todos estábamos muy alterados porque pasamos de la paz total y la abundancia económica a tener hambre. Los alemanes de entrada comenzaron a fusilar gente y a perseguir a todos los líderes porque tenían influencia sobre la gente. Cuando desaparecieron dos o tres amigos de mi papá, se escapó al interior y mi mamá le consiguió documentos falsificados para salir de Polonia.
Quería irse a Francia a organizar al ejército polaco en exilio pero en Trieste lo arrestó la policía italiana. Cuando lo largaron, se fue a Portugal, donde se comunicó con su hermano Adam, que vivía en la Argentina, y se vino para acá.
Mi mamá entró en la resistencia y, cuando cayó prisionero su jefe, la mandaron a otra ciudad y a mí me metieron en un colegio de curas con otro nombre y apellido. Tenía 12 años, estaba solo y pobre. Sólo me quedaba una tía. Tenía la esperanza de que todo se iba a terminar y volveríamos a vivir como antes.
En el colegio formamos un grupo de boy scouts y nos sumamos a la resistencia. Repartíamos la prensa y el correo clandestino, que era la única comunicación segura que había. No nos daban armas, pero le cambié una a un cochero que venía al colegio por dos litros de vodka y me conseguí unas balas. La usé una sola vez cuando casi nos agarra una patrulla de ucranianos.
Una vez, llevábamos la prensa clandestina en la valija del colegio para entregarla en una imprenta y a punto de entrar en la calle a la que teníamos que ir vimos un piquete alemán que estaba revisando los equipajes. Mi compañero salió corriendo y ellos detrás de él y me quedé parado en el lugar. Me escondí en un edificio y él dobló en la esquina. Lo agarraron y, como no era judío, le pegaron un par de sopapos y lo dejaron libre.
Permanentemente, tenía temor de que me mataran porque nos jugábamos la vida a diario. Un día me mandaron a un barrio para entregar la prensa clandestina y llegué cuando estaba oscureciendo y el jefe de la resistencia me dijo que no convenía que volviera de noche. Me quedé a dormir y en la madrugada empezó un bombardeo de artillería. Los alemanes entraron a la mañana.
Los chicos nos mezclamos con los civiles y nos llevaron a un fuerte y después a un campamento muy grande. Me mandaron a trabajar a Alemania, a arreglar líneas de alta tensión, pero como me agarró escorbuto me enviaron a una oficina a hacer planos.
Cuando empezó el ataque ruso, quedamos en medio del frente. Nos escondimos en un sótano y salimos una semana después, cuando terminó la batalla. Buscamos volver a Polonia. Caminamos, nos llevaron en carro y en un vehículo militar hasta Breslau, y esperamos unos días hasta que vino un tren que nos dejó en Ursus, donde vivía un antiguo capataz de mi abuelo.
Allí, me enteré de que mi mamá vivía y estaba en Łód. Fue una alegría enorme porque estaba solo y me sentía huérfano. Cuando nos encontramos, nos abrazamos y nos pusimos a llorar. Nos quedamos en la ciudad unos meses hasta que nos animamos a volver a Varsovia. No había agua ni luz, pero nos pudimos acomodar en la que había sido nuestra casa, que estaba semidestruida.
Cuando llegó el fin de la guerra, tocaron las sirenas desde todos lados. Pensábamos que era un ataque aéreo hasta que escuchamos la noticia en la radio. Los pocos que vivíamos en Varsovia salimos a la calle enloquecidos, con mucha alegría.
Un día hicimos contacto con mi tío en Buenos Aires y nos enteramos de que mi papá estaba vivo. Nos mandó dinero y en febrero de 1946 nos fuimos en avión a Suecia, porque en Polonia no había consulado argentino. De allí, tomamos un barco y arribamos acá el 17 de mayo.
Harry Havilio: “Nos salvó un SS que era un ex empleado de mi papá”. Mi padre husmeó la pólvora y nos mandó a mi madre, a mi hermano y a mí a un pequeño lugar de las sierras de Bosnia, pensando que los alemanes jamás podían llegar hasta ahí. Luego del bombardeo a Belgrado, esperó unos días, fue al banco, que estaba cerrado, le pagó a un guardia, entró en la caja de seguridad, sacó nuestros pasaportes y dinero y vino a reunirse con nosotros.
Una mañana vimos cómo desfilaban tanquetas y motocicletas nazis. Luego, aparecieron las SS y preguntaron si había gente extraña, y les contaron de nosotros. Debíamos huir lo antes posible.
Nos fuimos a Sarajevo y de ahí volvimos a Belgrado. Cuando llegamos a nuestra casa, estaba ocupada por un coronel alemán. Le pedimos que nos dejara sacar algo de la ropa de invierno y nos dieron cinco minutos. La represión comenzó dos semanas después. Nos alojamos en el departamento de unos amigos serbios ortodoxos hasta que el portero empezó a sospechar y nos mudamos a la azotea de otro conocido.
Teníamos miedo de salir a la calle sin el brazalete con la estrella de David, porque te fusilaban en el acto. Así que nos quedábamos escondidos. La comida la compartíamos con los amigos serbios, que tenían carta de racionamiento.
Un día convocaron a todos los judíos a presentarse en un campo de deportes a las afueras de Belgrado para asignarles un trabajo según su profesión. Mi padre y mi tío fueron. Eligieron a un grupo de 500, se los llevaron a un lugar alejado y los fusilaron. Mi papá entendió que ése era el final porque tarde o temprano íbamos a caer. Por eso, contactó a un ex empleado jerárquico, de origen alemán, que formaba parte de las SS, y le pidió ayuda. En una de esas razias que había en la calle, nos agarraron y nos llevaron a un campo de traslado. Este hombre fue hasta allí, dijo que había sido un error y nos rescató.
Mi madre le pidió presentarse ante la Gestapo para solicitar autorización para ver a su mamá (que ya estaba muerta) en la costa dálmata. El la acompañó. Se reunieron con un jerarca y ella lo convenció de que le diera los papeles para salir de Belgrado.
Al poco tiempo nos fuimos. A mitad del camino, durante la noche, paró el tren y la milicia croata (ustasha) bajó a todos los pasajeros y comenzaron a matar gente en medio del campo. Cuando nos tocaba a nosotros, el que parecía su jefe le dijo a mi mamá: “A usted la conozco. Fuimos compañeros en la universidad de Zagreb. Sabe que puedo fusilarlos aquí mismo”. Empecé a temblar. “Súbase al tren y tengan cuidado porque allá hay muchos de los suyos”.
Llegamos a la ciudad de Split, sobre la costa dálmata, que estaba bajo el control italiano, que nunca tomaron represalias contra los judíos, y fuimos a una casona en ruinas, donde había otros refugiados. Dormía en el suelo y pasé hambre porque no teníamos carta de racionamiento y debíamos comprar todo en el mercado negro.
Allí, sólo quedaba abierto el consulado argentino con un encargado de negocios, que había sido celador en un colegio de curas y había ido a visitar a su madre, que vivía en un geriátrico en Yugoslavia y le pidieron que se hiciera cargo. Mi padre se hizo amigo de él jugando al ajedrez, pero nunca le pedía nada.
Un día le dijo que nos gustaría ir a Buenos Aires. “Sólo puedo intentarlo si me da un certificado de que es católico y mando la solicitud a la Cancillería”. Le respondió que lo éramos y que podía demostrárselo si lo acompañaba a una abadía que quedaba a unas horas de allí.
Se había enterado de que el abad era un ex profesor suyo de Latín que se acordaba de él porque era el único judío y un estudiante esmerado. El cura no mintió, no afirmó que era católico, pero le dijo: “Si puede hacer algo por este hombre, hágalo”. Esto le bastó y mandó un telegrama certificando la religión y pidiendo la visa. Se la concedieron y vino hasta nuestra casa una noche con los sellos y nos estampó un permiso de turista.
Una semana después, tomamos un barco a Ancona y, luego, un tren a Roma. Nos quedamos varios meses allí. Habíamos salido de una cárcel y estábamos en libertad, pese a que era la Italia de Mussolini, aliada de Alemania.
Mi padre llevaba una carta para la amante de un policía italiano del que nos habíamos hecho amigos en Split, y ella lo contactó con el Ministerio de Relaciones Exteriores, que le dio un salvoconducto para irnos del país vía aérea y así iniciar el viaje que nos llevó hasta aquí.
Tomamos un avión a Barcelona y allí estuvimos hasta que salió el barco que nos trajo a la Argentina.