Dos de los sucesos terroristas más impactantes del último tiempo, más allá de que hayan ocurrido en continentes diferentes y con un mes de distancia, pegaron en el mismo blanco: el Estado de derecho liberal. Uno sucedió el 12 de junio, cuando Omar Mateen abrió fuego contra la multitud en la discoteca Pulse de Orlando –munido de un fusil semiautomático SIG Sauer MCX y de una pistola Glock 17, ambos de su legítima propiedad– y dejó un saldo de 50 muertos y 53 heridos. El otro, un mes después, el 14 de julio, día en que Mohamed Lahouaiej Bouhlel embistió, con un camión alquilado, a la multitud congregada en el paseo marítimo de Niza por la celebración del Día de la Bastilla, y dejó 84 muertos y 200 heridos. Estos dos ataques terroristas fueron reivindicados por Estado Islámico y perpetrados casi sin necesidad de violar ninguna norma hasta el momento mismo del atentado.
Golpes simbólicos. Ambos golpearon el Estado de derecho liberal y sus condiciones de posibilidad, tanto materiales como simbólicas. De ahí que el nuevo terrorismo de orientación religiosa deba ser considerado un fenómeno criminal que por su dimensión transnacional y por sus efectos demoledores representa una amenaza de primer orden para este modelo de funcionamiento estatal. También –y no en último término– porque atenta contra los fundamentos filosóficos que la modernidad elaboró para justificar el ejercicio legítimo de su soberanía. Esta forma de terrorismo apunta a los Estados de derecho liberales con el propósito deliberado de destruirlos. No pretende invadirlos ni colonizarlos, sino aterrorizar a sus pobladores. Se trata de una estrategia que busca imponer miedo a través del uso espectacular de la violencia. Su eficacia opera más en el plano simbólico que en el material. Para realizar sus atentados, el terrorismo utiliza la infraestructura que le proveen sus víctimas y se vale de los medios masivos de comunicación como amplificadores. Cuánto más dramáticos sean los ataques, tanto mayor será la atención dispensada por los medios y, en consecuencia, más eficaz el impacto simbólico. También el carácter imprevisible y azaroso de sus embestidas busca generalizar la sensación de que nadie puede sentirse seguro ni estar a salvo en ningún lado. Esto multiplica el efecto simbólico del terror.
La alta concentración poblacional y la elevada penetración tecnológica de las grandes urbes contemporáneas son el ecosistema propicio para el desarrollo de esta estrategia, pues sus pobladores quedan expuestos a la constante irrupción de catástrofes. En la sociedad de riesgo generalizado basta con que un individuo diseñe un plan criminal y esté dispuesto a morir en su ejecución para que pueda perpetrar con relativa facilidad una acción terrorista de alto impacto como lo demuestra lo ocurrido en Orlando y en Niza.
La libertad. La sensación de desamparo que conllevan los ataques terroristas socava uno de los pilares más importantes sobre los que se erige, desde Thomas Hobbes en adelante, el ejercicio legítimo de soberanía, a saber: el protego ergo obligo. En un Estado de derecho democrático, “obediencia” significa respeto a la ley. Conforme al ideal democrático de autonomía, los individuos hacen lo que quieren como ciudadanos cuando respetan las leyes. La fidelidad al derecho estriba, en última instancia, en su capacidad para asumir las prescripciones jurídicas como expresión de su propia voluntad a través del juego de mediaciones requerido por la representación política e institucional propia de una sociedad de masas. Como contrapartida se exige del Estado la protección necesaria para el ejercicio de derechos y libertades. En su Doctrina del
Derecho, Immanuel Kant definió el estado jurídico como “aquella relación de los hombres entre sí que contiene las condiciones bajo las cuales sólo cada uno puede gozar de su derecho”. Pero gozar de un derecho significa no sólo contar con su reconocimiento formal, sino también poder ejercerlo con libertad. Por lo tanto, si esto no está asegurado, tampoco es viable un Estado de derecho.
Confrontados con este nuevo fenómeno criminal de dimensiones globales, los Estados de derecho liberales se ven ante el desafío de proteger a la ciudadanía en el marco de la plena vigencia de sus principios rectores. De lo contrario, caen en la situación dilemática de dejar de ser lo que son para seguir siendo lo que son. Y esta parece ser, en principio, la tendencia cuando se introducen modificaciones en la legislación penal destinadas al adelantamiento de la punición sin una disminución proporcional de las penas, a limitar o suprimir garantías procesales y a adoptar una retórica de combate.
Pero si las penas son concebidas como medidas de aseguramiento respecto de posibles actos delictivos futuros e incluidas como tales en los códigos, se borra todo límite que permita distinguir la punición estatal de los actos meramente coactivos ejercidos por el poder del Estado. Otro aspecto significativo del mismo fenómeno estriba en una cierta inversión del principio de presunción de inocencia que tiene lugar cuando una sociedad se enfrenta al accionar del nuevo terrorismo. Debido al carácter difuso de esta amenaza suele invertirse la carga de la prueba y queda en manos de los habitantes de un Estado ofrecer garantías suficientes de su fidelidad al derecho para que puedan ser considerados como personas (no sólo en sentido formal) y no como meras fuentes de peligro. Se podría afirmar que en este contexto todos son sospechosos a menos que demuestren lo contrario. Sin embargo, no todos lo son en la misma medida.
En sociedades plurirreligiosas, multiculturales y de inmigración reciente, esto redunda en persecuciones xenófobas ya que la sospecha recae menos sobre quienes se guían por los valores, usos y costumbres socialmente establecidos en la sociedad de destino, que en quienes, aun sin quebrantar ninguna normativa vigente, conservan los patrones culturales y comportamiento propios de su comunidad de origen.
Se advierte, entonces, cómo con estas regulaciones penales y procesales, el derecho no se dirige prioritariamente al enemigo (Jakobs), debido a que éste en cuanto tal no se encuentra vinculado de ningún modo con el horizonte normativo del Estado en cuestión, sino con el ciudadano. Lo paradójico radica en que el ciudadano mismo es quien promueve un recorte adicional de sus propias libertades y garantías con la esperanza de enfrentar eficazmente esa fuente de peligro que lo acecha.
De esta manera, se aprecia en toda su dimensión la controversia en torno a dos derechos fundamentales: el derecho a la seguridad en abierta colisión con el derecho a la libertad. Porque si bien es cierto que los derechos fundamentales ofrecen protección a los individuos frente al poder del Estado, no lo es menos que el Estado sólo consigue legitimar ese poder que ejerce sobre sus ciudadanos en la medida en que está en condiciones de protegerlos y permitirles disfrutar de sus bienes y libertades.
Cosa que no ocurre con el terrorismo actual. Por eso, el Estado de derecho liberal está
en jaque.
EI utiliza una estrategia bien pensada, lejos de la irracionalidad
La estrategia utilizada por Estado Islámico, como explica el jurista alemán Michael Pawlik, dista mucho de ser irracional, como en principio pudiera parecer debido al grado absurdo de violencia desatado por los atentados. Antes bien se trata de una respuesta específica, frente al veloz desarrollo de la industria armamentista en Occidente que les ha permitido a sus principales potencias, sobre todo a Estados Unidos, llevar adelante una “guerra sin riesgo” (Walzer) más próxima al “combate de plagas” (Münkler) que a un “duelo ampliado” (Clausewitz). El terrorismo en su versión actual representa una reacción frente a la idea de que es posible llevar adelante una misión moral por medio de las armas sin estar dispuesto a pagar ningún precio por ello (Pawlik). Por esta razón, el terrorismo asesta su golpe en el flanco más débil de la sociedad occidental: su estructura psíquica posheroica, ávida de seguridad existencial.
Por otra parte, este tipo de terrorismo puede atacar sin ser atacado pues las organizaciones transnacionales no tienen base en ningún territorio claramente definido. Además, cualquier acción militar compensatoria, realizada dentro o fuera del territorio estatal, con posterioridad a un atentado, jamás consigue satisfacer las demandas acrecentadas de seguridad. Por el contrario, el recrudecimiento del conflicto armado suele fortalecer el sentimiento de vulnerabilidad en ciudadanos muy poco predispuestos al sacrificio. En cualquier caso, la batalla simbólica está ganada.
*Doctor en Filosofía.
Profesor titular de Filosofía y Filosofía del Derecho de la Universidad Nacional de La Matanza.