ELOBSERVADOR
Una mujer con caracter

Thatcher, Malvinas y nosotros

Un análisis de la situación del gobierno de la primera ministra reciententemente fallecida y cómo se llegó a la guerra. Galería de fotos

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La invasión de las islas Malvinas por el general Leopoldo Galtieri, en abril de 1982, fue el leño populista al que se aferró un dictador enfrentado a graves problemas económicos, un creciente descontento de la población y el aislamiento internacional.

La respuesta militar de Margaret Thatcher fue una lógica, previsible, una reacción imperial y a la vez la decisión de una estadista de carácter, que vio en esa agresión la oportunidad de remontar su creciente impopularidad.
Tres años después de haberse convertido en la primera mujer a la cabeza del gobierno británico, Thatcher había arrasado casi todas las conquistas sociales de los trabajadores y tenía en jaque a la clase media. Había privatizado, o proyectaba privatizar, casi todas las empresas de un Estado ejemplar en asuntos cruciales como Sanidad, Educación y Transporte. El impuesto a la renta había caído del 83 al 40%, mientras el IVA, que pagan todos los ciudadanos, había pasado del 7 al 15%. Thatcher era una ultraconservadora en estado puro: familia, patria, Cristo. Nadie le debe nada a nadie. Cada uno se lo debe todo a sí mismo. Llegó a decir que “esa cosa llamada sociedad” no existía. O sea, libertad total de mercado. Pero como decía el economista y escritor español José Luis Sampedro, fallecido esta misma semana, “dicen que el mercado es la libertad, pero a mí me gustaría saber qué libertad tiene en el mercado quien va sin un céntimo”. De modo que el thatcherismo dejó a más de media Inglaterra al margen de esa libertad y debiéndole todo no “a sí mismo”, sino al sistema financiero.

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Así, las elecciones de 1983 se presentaban sombrías para el Partido Conservador. Ninguna encuesta lo favorecía. Thatcher era cada vez más querida por una minoría y más odiada por la mayoría. Hasta que Galtieri, otro ultraderechista y además un dictador de pésima catadura, le puso un caramelito no en la boca, sino a diez mil millas de distancia. Una minucia política y militar. Pelito para la vieja. Rapaz como era, Thatcher no vaciló. Estiró el pico, hizo polvo al insolente y se convirtió en una heroína nacional de la noche a la mañana, lo que le permitió gobernar con la misma política hasta 1990. Un año y medio después de la victoria, aplastó con tozudez y manu militari (diez muertos y numerosos heridos) una huelga de la Unión Nacional de Mineros –la misma que diez años antes había provocado la caída del gobierno conservador de Edward Heath–, quebrando así el espinazo de los poderosos sindicatos ingleses. El populismo, está comprobado, suele ser un recurso útil al sistema, tanto en dictaduras como en grandes democracias.

Por supuesto, ni en un caso ni en otro se trató de actitudes puramente personales. Es cierto que Galtieri bebía más de la cuenta, pero ningún ejército va detrás de un borracho si sus propuestas no se le antojan sobrias. Tanto lo eran, al menos para el nivel de embriaguez nacional, que las aprobó la abrumadora mayoría de la población argentina, incluyendo a la oposición interna y al exilio.

En el caso de Thatcher, se insiste ahora en que ordenó el contraataque desafiando la opinión de la Foreign Office e incluso de algunos asesores militares. Puede que haya habido dudas, pero no debe olvidarse que Gran Bretaña fue un imperio, es el principal aliado de los Estados Unidos y el segundo en importancia militar en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Tampoco que la Unión Soviética era un importante comprador de la dictadura argentina, a la que se abstenía de condenar ante los organismos internacionales. Y la Guerra Fría estaba en su apogeo. Por algo el íntimo amigo de Thatcher, Ronald Reagan, “se abstuvo” en el conflicto (lo que no le impidió suministrar a su amiga algunos misiles aire-aire), violando los compromisos de su país en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). El problema es que los compromisos en el seno de la OTAN son similares. Y Reagan necesitaba a Thatcher para un combate de otra envergadura.
Ahora que Maggie is dead, la victoria en las Malvinas será el eje temático de su fastuosa despedida, con cureña y honores militares y la Reina de cuerpo presente. Ocurre que en materia política y económica más de media sociedad inglesa la odia, por no hablar de las mayorías en Irlanda y Escocia. ¿Qué otra cosa hacer con ella? Inglaterra no tiene una Juana de Arco, como su archirrival francés. Tal como están las cosas, tampoco la tendrá. Fiel a sus principios, Maggie no se quemó en la hoguera de la sociedad, sino en su propio fuego. Lo más probable es que pase a la historia como una gran populista de derechas, si es que el populismo puede ser otra cosa. Algo así como una reina Victoria, pero nacional y popular. Claro que a la inglesa; es decir, imperial. Margaret Thatcher salió del armario populista del imperio al mismo tiempo que el cowboy Ronald Reagan y Juan Pablo II, ese enorme populista del catolicismo. En poco tiempo la URSS se desplomó y la socialdemocracia entró en su actual estado de desconcierto absoluto. La necesidad hizo a la virtud. El espejismo de esa victoria política se esfumó en la crisis económica y financiera capitalista que estalló en 2008. Pero eso es otra historia.

Y por casa…
Al derrotado Galtieri las cosas no le fueron tan bien como a Thatcher, como es natural.
La dictadura se desplomó y lo que siguió es historia reciente. Los sucesivos gobiernos democráticos o se han más o menos desentendido del tema Malvinas, o han mantenido una política errática y por momentos ridícula. Hace un año escribí aquí mismo: “Carlos Menem, que además del ‘salariazo’ había prometido recuperar las Malvinas, envió ositos de peluche de regalo a los kelpers y fue invitado a Londres. Ahora otro gobierno peronista retoma el tema y, como en 1982 y 1997, vuelven a escucharse algunas opiniones y acusaciones insensatas”.

En estos días, y al margen de que hubiese aceptado ir o no, la presidenta Fernández no fue invitada a los funerales en Londres porque lo que tenemos es una política del griterío. La política exterior es raramente otra cosa que el reflejo de la interior. Mi amiga la embajadora en Londres Alicia Castro no tiene problemas en ponerse un estrafalario sombrero inglés para ir a presentar sus respetos a la Reina; tampoco para interpelar en público, fuera de agenda, al canciller británico, preguntándole “si le daría una oportunidad a la paz y se sentaría a negociar sobre la soberanía de las islas Malvinas” (http://www.lanacion.com.ar/1469508-alicia-castro-sorprendio-al-canciller-britanico-al-preguntarle-por-malvinas).

¡Una oportunidad a la paz! ¿Otra vez con ésas? Uno podría pensar que si a Cristina se le ocurriese ordenar otra invasión, casi todo el mundo estaría de acuerdo, aunque cabe suponer que el Estado Mayor la desaconsejaría. En las Malvinas hay ahora algo más que isleños. Y así vamos. En el referéndum celebrado allí, como es lógico, la opción probritánica hizo la unanimidad. Entre nosotros se siguen ignorando voces y advertencias sensatas como la de Luis Alberto Romero, entre otras. Todas son acusadas a derecha e izquierda, y sin más, de “probritánicas”.
Es difícil concebir más torpeza e insensatez.

*Periodista y escritor. Trabajaba durante la guerra en la agencia France Press, en París.