El corrimiento a la derecha no ya político, sino esencialmente cultural, de valores, que cobra amplitud y velocidad en numerosos países democráticos desarrollados, es verificable, pero de incierto pronóstico. La confusión teórica y política es tal, que dos movimientos populistas en ascenso, como los de Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon en Francia, uno de extrema derecha y otro supuestamente de izquierdas, se reconocen ambos en los populismos venezolano y argentino.
Pero el problema es reconocible en la reacción a la pérdida de autoridad en la escuela, la universidad, la calle y el seno de las familias; en la idealización y entronización de “la juventud”; esa estupidez, entre otras, en la que ha derivado la revuelta igualitaria de Mayo del 68. En el tema inmigración, el progresismo beato no se diferencia de la caridad cristiana: propone una acogida razonable y la apertura de fronteras, como si cualquier país, el más poderoso incluso, no fuese a hundirse tarde o temprano si eso se materializase. Campo orégano para la extrema derecha.
Lo que ocurre, como afirma François Cusset en Le Monde (25-5-13), es que “la calle, la protesta, han sido abandonados por sindicatos en decadencia, partidos políticos desacreditados y una izquierda más preocupada por la austeridad presupuestaria y el rigor que la más liberal de las derechas (...), con lo que la calle deviene el boulevard de la reacción, embanderada de ideales retóricos de justicia y libertad que no son los suyos”.