“Mi hijo menor nace en 2014 y comenzamos a ver algo que no nos gustaba: prácticamente no lo podíamos tocar porque su piel se ponía morada, como también sus rodillitas cuando gateaba. Recorrimos algo así como sesenta médicos en México y algunos incluso, pues, nos regañaban a mi esposa y a mí, como si fuera que estábamos exagerando (…) en 2017, ya estando aquí, en Estados Unidos, un día el niño se clavó un sorbete en el paladar y no paraba de sangrar, y entonces en Stanford le hicieron análisis de ADN y nos dijeron ‘tu hijo tiene trombastenia de Glanzmann, es una enfermedad rara, no se cura y aprenderán a convivir con ella’”.
Daniel Uribe, experto en ciberseguridad y criptografía, repasa el hecho capital de su vida con apaciguada oratoria. Cada silencio suyo ratifica que ha llegado a acostumbrarse a la densidad del relato que grafica cómo se volvió un innovador.
Va y viene entre ciencias de complejidad infinita no por gusto, ni con jactancia, sino con el aplomo de quien sabe que corre la maratón más larga del mundo, y su peor error sería desesperarse o abandonar el entendimiento.
La trombastenia de Glanzmann es fruto de una alteración genética que el hijo de Daniel (cuyo nombre pide mantener en reserva) manifiesta en el cromosoma 17. Su cuerpo es incapaz de coagular así que Uribe, su esposa y sus hijos mayores aprendieron mil y una formas de parar un sangrado cutáneo; pero viven atentos a la posibilidad de una hemorragia interna, que podría generarse accidentalmente o, por ejemplo, en una intervención quirúrgica. “Si hubiera que operarlo nos encomendaríamos a todos los santos” admite con una sonrisa casi inverosímil.
La clave del asunto, en materia de avances científicos, es que las enfermedades raras son “huérfanas de tratamiento y de fondeo”. No se investigan lo suficiente porque afectan a pocas personas, lo que acarrea dos resultados adversos: cuesta conseguir información y la industria no le ve rentabilidad, por lo que no se ocupa de ellas.
No obstante, en Estados Unidos a Daniel las clínicas y laboratorios aún le niegan la información sobre la codificación genética de su hijo. La ley norteamericana ampara ese accionar porque allá se entiende que ningún ser humano es dueño de la representación de su ADN, mientras que sí poseen derechos de propiedad sobre ello quienes invierten en la ciencia necesaria para conocer esos datos –aun cuando, como en este caso, no estén siquiera intentando hallar la solución al Glanzmann.
El debate descrito se enreda en marañas filosóficas y legales, que se desatan del otro lado del Atlántico: según el Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea, en el caso Uribe el paciente (y sus padres, por ser adultos responsables) son dueños de esa información, por lo que los laboratorios y profesionales intervinientes deberían brindar el código genético del chico, para su investigación.
Lo cierto es que en 2018 Daniel plantó bandera en Silicon Valley, meca tecnológica emplazada en suelo hostil para las intenciones de este ingeniero mejicano que no pretende pelearse con el capitalismo, sino, simplemente, hacerlo un poquito más humano.
“Comenzamos a conectarnos y hacer comunidad con quienes padecen Glanzmann en todo el mundo. Entonces creamos un diseño digital anónimo sobre Blockchain para que cada paciente pueda donar sus datos genómicos y mantener su anonimato, incorporando el consentimiento informado como un NFT –Non-Fungible Token– respecto de quién y para qué accede a la información. Hoy día vamos por el paso siguiente, que es una DAO –comunidad descentralizada y autónoma– y desde luego esto a los brokers de datos no les gusta” explica y ríe con asombrosa tranquilidad, sin rastros de enojo.
La creación de Uribe se llama Genobank, y suena ambiciosa porque no le queda otro remedio. Para que quede claro: el hematólogo número uno de Stanford –cuya identidad también se mantiene en reserva casualmente por este caso, que posee correlato judicial– tiene 77 años y afirma que el Uribe más pequeño es el segundo paciente con Glanzmann que trata en su carrera. Como si fuera poco, existen cuatro variaciones de la enfermedad, por lo cual juntar evidencia suficiente es muy complicado.
Menos del 1% de la población mundial ha secuenciado su ADN. El proyecto de Daniel es que se pueda reconstruir la secuencia genómica de quienes deseen hacerlo sin arriesgarse a que, identificándolos, se los perjudique.
Eso se logra con dos hallazgos de la tecnología de la información y la comunicación: la descentralización y encriptación segura de los datos almacenados en Blockchain, y los NFTs, códigos criptográficos únicos e inviolables, que funcionan como llaves dobles, solo ellas abren ciertas cajas, y solo su dueño puede usarlas.
Hoy día, con 8 años, el menor de la familia Uribe aprende Taekwondo y se trepa a los árboles como sus amigos. Sus padres prefieren no explicarle que tiene una enfermedad genética porque analizan que el costo de generarle esa conciencia resultaría psicológicamente peor que las noches en vela que, cada tanto, pasan poniendo hielo o hasta pegamento en la piel para que la sangre deje de brotar.
¿Cuál sería el final feliz de la película? “Bueno, cuando se tiene el ADN de cualquier paciente cuyo ADN ha sido secuenciado, en teoría podemos incorporarle, mediante una vacuna, la información que le falta. En el caso de mi hijo, una proteína en el cromosoma 17, haciendo un copy- paste de otra secuencia, con una técnica conocida como Crispr, que es la misma que usan las bacterias para sobrevivir, adecuándose a nuestro organismo”.
Este ingeniero de inagotable fe espera poder editar el código genético de su hijo. Incluso estima que en unos 10 años podría lograrse un tratamiento génico de la trombastenia en cuestión, aprobado por las autoridades sanitarias estadounidenses y de todo el mundo. Con ello, quizá para ese tiempo cada mujer que sufre Glanzmann pueda evitar el riesgo de muerte una vez por mes, al transitar su período menstrual.
Mejor todavía. Daniel Uribe se ilusiona con la idea de que, en una década, el negocio de los datos encuentre un límite ético y no quede en las manos de las gigantes tecnológicas y farmacéuticas, que patentan y acaparan con un combustible cuya condición saliente es que, a la fecha, es inagotable: los datos de las personas –incluyendo esos que surgen de su identidad biológica, el ADN.
Si logra su objetivo, la medicina de más alto nivel se daría la mano con la tecnología más avanzada de hoy, sin que esto vaya en desmedro del capitalismo y los incentivos para desarrollar ciencia aplicada.
Entonces, podremos confirmar que los ojos templados de Daniel Uribe, en otoño de 2022, no eran ingenuos, sino que en ellos anidaba una esperanza justa.
*Docente del posgrado en Inteligencia Artificial y Derecho de la Facultad de Derecho UBA.