A los nacidos en el ’54 nos tocó habitar una zona difusa de bisagra entre la dictadura y la post dictadura. Fuimos los eslabones finales de la generación formada en la matriz cultural de los 60 y los 70, pero destinada a desarrollar lo que se llama una vida literaria sólo bastante más tarde: por lo general, recién en los primeros años de la nueva democracia. Por ello, pensar en estas tres décadas implica para nosotros revisar prácticamente la totalidad de esa vida, marcada por los acontecimientos culturales en los que participamos o de los que fuimos testigos.
El primer año de la restauración democrática nos trajo un premio Cervantes: Ernesto Sabato (1911-2011). Era el segundo argentino en recibirlo, después de Borges (1979) y a él se agregarían dos nombres más: Adolfo Bioy Casares (1990) y Juan Gelman (2007). Más allá de sus méritos literarios, el premio a Sabato implicó también, en el contexto internacional, la celebración de nuestro retorno a la vida institucional de pleno derecho, uno de cuyos emblemas (si no el principal) fue la Conadep, presidida por el escritor. Aunque la llamada teoría de los dos demonios haya sido luego discutida con razón, el juicio a las juntas y la investigación de sus crímenes ordenada por Raúl Alfonsín fue sin duda un hito, un procedimiento inédito en Latinoamérica. Si bien parte de la intelectualidad argentina no ha perdonado a Sabato, aunque sí a Borges, el almuerzo con el recién entronizado presidente de facto Videla y le ha enrostrado una presunta indiferencia por la suerte de sus colegas secuestrados, cabe recordar que otro gran escritor, Antonio Di Benedetto, dedicó sus Cuentos del exilio (1983) a Ernesto Sabato y al Premio Nobel Heinrich Böll, quienes, dice, “bregaron por mi libertad en altas instancias”. Así consta en la edición de sus Cuentos completos publicada por Adriana Hidalgo en 2006.
La consagración unánime de Borges, intramuros, como prócer literario indiscutible más allá de las antinomias (algo equivalente a San Martín en la historia patria) fue también un fenómeno posterior al retorno democrático de 1983. Catapultado por reconocimientos internacionales, doctorados honoris causa, citas de Eco y de Foucault y, finalmente, por el ingreso al canon occidental de Harold Bloom, el autor de Ficciones dejó de ser repudiado como cipayo extranjerizante (sic en el lenguaje militante de la época) o vocero de un idealismo decadente. Un buen registro de los debates intelectuales que antes suscitaba en sectores afines al nacionalismo popular o a la izquierda, desde Arturo Jauretche a Juan José Sebreli, puede encontrarse en Anti Borges (1999), compilación comentada de Martín Lafforgue.
Cómo escribir después de un Borges universal y ubicuo, devenido en inexcusable paradigma, fue uno de los problemas a enfrentar por los autores que lo sucedieron. Hubo marcadas líneas de fuga, como la señalada por Manuel Puig y su original reelaboración del kitsch y la cultura de masas. La presión modélica borgeana (ya derivase en cierto mimetismo adherente o en la rebeldía) parece aligerarse en las últimas camadas de escritores que han comenzado a publicar en el siglo XXI, menos dispuestos, acaso, a cometer un error denunciado por Borges mismo: confundir a un escritor con la literatura.
Otro fenómeno que llevó a picos de notoriedad internacional la narrativa argentina después de la democracia vino (mal que le pesara a Borges) de la mano del peronismo y la nueva novela histórica que lo asumió como objeto preferido: en particular, Tomás Eloy Martínez, con La novela de Perón (1983) y sobre todo con Santa Evita (1995): brillante cruce de géneros (crónica, ensayo, reportaje, ficción pura) que convergen en la novela argentina más traducida, según es fama. La saga peronista y/o sus grandes personajes alimentaron en los últimos treinta años biografías y novelas, entre otras: Eva Perón. La biografía (1995), de Alicia Dujovne Ortiz; Cola de lagartija (1983), y La máscara sarda (2012), de Luisa Valenzuela, Roberto y Eva; Historia de un amor argentino (1989), de Guillermo Saccomanno; La vida por Perón (2004), de Daniel Guebel; Vuelo triunfal (2003), de Miguel Vitagliano, y El campito (2009), de Juan Diego Incardona.
No ya sólo el peronismo, sino la historia nacional en su conjunto, se erigen en verdadero motor de la ficción a partir de la década del 80. Respiración artificial (1980), de Ricardo Piglia; Juanamanuela, mucha mujer (1980), de Martha Mercader, y Río de las congojas (1981), de Libertad Demitrópulos, seguidos por autores como Andrés Rivera (En esta dulce tierra, 1984; La revolución es un sueño eterno, 1987) María Esther de Miguel (Jaque a Paysandú, 1983), Abel Posse (Los perros del paraíso, 1983), Eduardo Belgrano Rawson (Fuegia, 1991), reavivan, con una mirada contemporánea, el cruce fecundo de la historia argentina y latinoamericana con la creación ficcional. De la mano de la historia y su prestigio se introdujo entre nosotros la novela en el siglo XIX (con José Mármol, Vicente Fidel López, Eduarda Mansilla), y hasta hoy el género no ha mostrado señales de agotamiento. En la segunda mitad del siglo XX, antes de su espectacular revival en sus últimas dos décadas, la novela histórica (eje también del boom latinoamericano) había sido cultivada por autores como Abelardo Arias, Manuel Mujica Lainez y Antonio Di Benedetto.
Es cierto que en los 90, sobre todo desde el gran éxito de público alcanzado por otras novelas de María Esther de Miguel (La amante del Restaurador, El general, el pintor y la dama), la producción editorial se multiplicó a tal punto que los alcances críticos de la narrativa histórica amenazaban con disolverse en la frivolidad consumista. Ahora que la perspectiva se ha decantado, es oportuno tener en cuenta el contexto de globalización asimétrica y malestar cultural que empujó a la revisión de la propia historia, y el interés creciente del público por lecturas que excedieran los estereotipos escolares y la consabida antinomia civilización/barbarie. Así, las mujeres y las etnias y culturas no blancas reaparecen en muchos de estos nuevos relatos como sujetos, agentes o víctimas silenciadas de la historia, y sus héroes adquieren densidad corporal en todos sus planos: la sexualidad, la intimidad de las pasiones, así como la vulnerabilidad, la enfermedad, la decadencia. Cristina Bajo, Elsa Drucaroff, Sylvia Iparraguirre, Pedro Orgambide, Leopoldo Brizuela, Silvia Miguens, Mabel Pagano, María Angélica Scotti, Marcos Aguinis, Paulina Movsichoff, Jorge Castelli, Dalmiro Sáenz, Adolfo Colombres, desde distintas generaciones y con diversas estéticas, sumándose a los autores ya citados, trazan ese recorrido en el que comprometí también buena parte de mi producción como escritora.
En diferente registro, la llamada novela rosa (Bonelli y otras) apela a la historia patria, pero sobre todo como escenario de fondo para situar sus personajes y tramas, que se pliegan a las leyes del género sentimental, sexualmente aggiornado, en un cóctel que ha demostrado tener alcance masivo.
La novela política (con autores tan distintos como José Pablo Feinmann o Jorge Asís) y la novela policial (uno de los géneros más trabajados y leídos en el período, con firmas que van desde Juan Sasturain, Alvaro Abós o Vicente Battista hasta Sergio Olguín o Eduardo Sacheri) suelen entreverarse con la novela histórica sobre el pasado reciente: el retorno del peronismo en el ’73, la dictadura militar y la Guerra de Malvinas. El popular Osvaldo Soriano dejó su huella en ese camino con A sus plantas rendido un león (1986) o El ojo de la Patria (1992), sucedidos por voces de nuevas generaciones: desde Martín Kohan, con sus novelas sobre la represión durante el Proceso (como Dos veces junio) hasta Carlos Gamerro (Las islas) o Patricia Ratto, sobre Malvinas. Memoria, autoficción, a veces el exilio, atraviesan la literatura de todo el período, desde Goloboff hasta Pauls, Jeanmaire o Nielsen, de Martini a Gusmán, de Costantini a Jitrik o Casullo, hasta los muy jóvenes, algunos de ellos hijos de desaparecidos, como Félix Bruzzone o Laura Alcoba.
Escribir sobre la Argentina implica otra memoria, menos cercana: la de la inmigración. Santo oficio de la memoria (premio Rómulo Gallegos 1999), de Mempo Giardinelli; la trilogía de Antonio Dal Masetto (1990, 1994 y 2011), y El mar que nos trajo (2001), de Griselda Gambaro, son textos clave en el universo novelesco sobre este tópico fundamental.
La tradición fantástica-metafísica en la literatura se enriqueció con autores como Pablo de Santis o Guillermo Martínez. Angélica Gorodischer (exploradora de todas las fronteras genéricas) aportó al fantasy títulos sobresalientes como Kalpa imperial (1983), saga sobre el poder, que no casualmente se publica en los albores del período democrático. Junto con Gorodischer, Marcelo Cohen imprimió singulares modulaciones en el campo de la ciencia ficción. Liliana Bodoc creó, por su parte, una épica maravillosa latinoamericana para el sector juvenil.
Probablemente, el autor más canonizado por la crítica académica en todo el período sea Juan José Saer (1937-2005), autor de una vasta y compleja obra narrativa, con alguna incursión poética. Pero escritores como Héctor Tizón (1929-2012) o Juan José Manauta (1919-2013) siguieron publicando obras de gran calidad durante estas tres décadas, así como Abelardo Castillo (1935), Liliana Heker (1943) o Ricardo Piglia (1941), galardonado con importantes premios, mientras que el cineasta Edgardo Cozarinsky (1939) multiplicó una producción literaria muy apreciada en los medios culturales.
César Aira (1949) desplegó una narrativa lúdica, marcada por los paradigmas de la vanguardia y la experimentación formal. En otro registro, más satírico y menos lúdico, aunque también experimental, habría que colocar a Fogwill (1942-2010) y a Alberto Laiseca (1941), fundador del realismo delirante. Peculiares también son Tulio Stella (La fantástica familia Fortuna), Pablo Urbanyi (desde la novela contrautópica hasta la memoria autoficcional), así como dos raros anatomistas: Carlos Chernov y Federico Andahazi.
La nota lírica es menos frecuente en la última narrativa (aunque algunos narradores son también poetas, como Casas, Cucurto, Mairal). Pero aflora en textos como los de Claudio Zeiger, Andrés Neuman, Juan Boido, y sigue viva en otros escritores que habían comenzado a publicar antes, como Jorge Torres Zavaleta (1951). Rodolfo Rabanal (1940) es quizás un buen referente de esta particular sensibilidad.
En 1936, Victoria Ocampo se preguntaba cuándo la llamada literatura universal dejaría de ser un largo monólogo (masculino) y las mujeres accederían, por fin, a la plena expresión propia. Si bien la llegada a la canonización sigue siendo un trámite más complicado, el breve repaso hecho hasta aquí muestra que en la democracia también se instalaron y consolidaron voces femeninas, en todos los géneros narrativos y matices expresivos. Hoy siguen escribiendo, entre otras, Ana María Shua, Hebe Uhart, Vlady Kociancich, Aurora Venturini, Noemí Ulla, Liliana Heer, María Teresa Andruetto, Elsa Osorio, Reina Roffé, Tununa Mercado, Silvia Plager, Rosalba Campra, a las que se agregan Alejandra Laurencich, Claudia Piñeiro, Gabriela Cabezón Cámara, Mariana Enríquez, Mariana Docampo, Jimena Néspolo, Florencia Abbate, María Carman y Laura Meradi, en un amplísimo espectro que va desde el microrrelato fantástico (Shua) a los frisos sociales de las exitosas novelas de Piñeiro.
La Argentina de hoy puede mostrar un abanico editorial rico y variado: múltiples casas independientes florecieron en la última década, contrapesando los grupos multinacionales. Nuevos autores se hicieron visibles, nuevas revistas y blogs (desde Boca de Sapo hasta La Balandra, de Casquivana a Escritores del Mundo), hasta configurar un horizonte creativo casi abrumador por lo inabarcable. Bienvenido sea ese contraste feliz con las épocas del golpe a los libros y de las bibliotecas quemadas o enterradas que el terror supo sembrar en los jardines