El rabino Roberto Graetz ha sido uno de los mayores luchadores por los derechos humanos que hubo en la Argentina durante la última dictadura y, sin embargo, ha sido olvidado por el relato oficial y dejado de lado de todos los reconocimientos y homenajes que se realizaron durante los gobierno de Néstor y Cristina Kirchner.
En 1980, abandonó la Congregación Emanu-El y se fue del país a oficiar en Brasil, convencido de que los desaparecidos estaban todos muertos y desilusionado porque nadie quería ver la realidad. En la actualidad, se encuentra al frente del Temple Isaias, en Lafayette, cerca de San Francisco, Estados Unidos y recuerda con dolor lo vivido en esa época. Este es su relato:
Apenas comenzó la dictadura empecé a predicar sobre las desapariciones y la política represiva del gobierno. Al poco tiempo, recibí una invitación para formar parte de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y dije: ‘voy a ser parte de esto, va a ser necesario e importante’.
Seguí los argumentos éticos, morales y proféticos del judaísmo de involucrarse ante la presencia de injusticias sociales. Cuando ingresé, expliqué por qué me era indispensable estar. Me transformé en representante judío, porque usaba el título de rabino, aunque estaba en forma personal.
Mi congregación se moría de miedo de que yo participara en eso. Sufrí muchas presiones de varios miembros que se sentían amenazados o que no concordaban con la postura de la Asamblea. Pero nunca hubo un pedido oficial de la Comisión Directiva para que no hiciera este trabajo, aunque decían que podía involucrar a la institución y ellos quedarían como cómplices de mi actuación y eso los ponía en peligro. Querían que mantuviera el perfil más bajo posible.
Al tiempo que ingresé, me llamó el presidente de la DAIA, Nehemías Resnizky, quien me dio una larga explicación de por qué la institución no podía tener un representante oficial en la APDH, pero que le parecía importante que hubiera una presencia judía y si podía actuar oficiosamente de puente. Quería hacer algo, pero no blanquearlo. Durante un año, usó un poco de su influencia para obtener dinero para la Asamblea. Fue un trabajo importante porque no teníamos ni dónde caernos muertos. Pero, luego no hubo más contribuciones. Hubiera sido importante mantenerlas, pero no se dio.
Resnizky me llamaba cuando había visitas del exterior que querían hablar sobre derechos humanos, pero no había un trato directo muy serio. Decía que la entidad no podía involucrarse más porque tenía reuniones con el ministerio del Interior, Albano Harguindeguy, que le daba acceso a cosas a las que nosotros no llegábamos y no podía quemar ese puente. ¿De qué te sirven los contactos si no los usás para salvar vidas?
Muy rara vez hay sólo una manera de actuar. Las decisiones son personales, en última instancia, hasta dentro de la institución. Cada uno hizo lo que pudo como mejor lo entendió en su momento. Pero estaría más orgulloso si la DAIA hubiese actuado con un poco más de bolas.
Cuando Resnizky se reunía con Harguindeguy llevaba listas incompletas con las denuncias que ellos recibían. Naum Barbarás era el encargado de atender a los familiares y no le importaba mucho el tema, por decirlo finamente. Sabíamos del maltrato al que los sometía. Con el rabino Marshall Meyer, puteábamos sobre eso.
No hubo complicidad de la comunidad, sino ese temor, tan difícil de ponerlo en la balanza, entre lo que se podía haber logrado usando su influencia y lo que se podía perder por utilizarla. Cada uno priorizó cosas diferentes y para Resnizky el prestigio de la DAIA era muy importante. Y lo perdió.
A los familiares, los acompañaba y los aconsejaba espiritualmente sobre cómo seguir la vida cuando un ser querido desapareció. Algunos me pedían que fuera a ver a sus parientes, que eran presos políticos, y estaban en las cárceles.
Sin embargo, no siempre podía hacer las visitas. Tuve problema para ingresar con una Hagadá de Pesaj [libro que se lee en la Pascua] porque estaba escrita en hebreo y podía ser subversivo. Muchas veces me humillaban, me desnudaban y me revisaban de arriba abajo por mi condición de judío. Nunca escuché que led hicieran eso a miembros de otras fe.
En mis prédicas, hablaba de todo lo que estaba pasando, de derechos humanos y había gente que se levantaba y se iba de la sinagoga. Otros estaban muy de acuerdo con mi actuación y un grupo grande sólo venía a rezar y no le importaba mucho lo que dijera.
Durante la dictadura sufrí dos amenazas. Una vez, me cortaron el líquido de freno de mi Citröen luego de visitar a Timerman en su casa y me fui barranca abajo y lo tuve que parar contra un árbol. Me asusté, pero no pensé que era en un atentado, hasta que llevé el auto al mecánico y me dijo lo que me habían hecho.
La otra fue en 1979, cuando me llamó Resnizky y me advirtió: ‘Tengo informes de que mejor mantengas la cabeza baja porque te quieren agarrar’. En esa época, no le tenía mucha confianza, entonces me comuniqué con Martin Freedman, de la Embajada de Estados Unidos para chequearlo.
Me llamó un par de horas más tarde. ‘Tengo reservas para vos en Pan American; te vas hoy a la noche’. Al rato, me habló de vuelta. ‘Me olvidé de decirte: tu esposa y tu hija se van con vos. Cerrá la casa’. Nos llevó él mismo hasta el aeropuerto.
No recuerdo haber tenido miedo. No sé si es inconsciente hacer ese trabajo y no sentir temor, pero si tenés miedo no podés hacerlo. Sabía los riesgos que corría: mi esposa tenía instrucciones sobre cómo debía moverse si me pasaba algo.
Cuando volvimos de Estados Unidos vino la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y hubo una reunión con algunos de sus miembros en las que les ofrecí las instalaciones de mi sinagoga para que entrevistaran a quienes corrían riesgo de ser secuestrados. Habían pedido una iglesia y no se la quisieron prestar.
Organicé que los grupos juveniles se encontrasen fuera del local y le di la tarde libre al portero. No les conté nada a los directivos. Mi congregación pensaba que era mejor que invirtiera más tiempo y esfuerzo en hacer crecer a Emanu-El, en vez de ocuparme tanto de los derechos humanos. Por un tiempo, mi trabajo de rabino era paralelo al de la APDH y me consumía más tiempo.
Fui el último en visitar a Timerman. Había un gran operativo militar en su departamento y me cortaron la visita. Me preocupé porque nunca me había ocurrido. Esa noche, supimos que estaba camino a Israel. Al terminar el Kabalat Shabat me fui a la casa de Marshall y nos emborrachamos con vodka, celebrando su liberación.
Para ese entonces, estábamos convencidos de que no había desaparecidos y yo pensaba que se alimentaban falsas expectativas. Eso hizo que luego de una reunión en la Embajada de Estados Unidos llamara a Ruth Weisz y le contara que me habían informado que a su hijo lo habían matado. Ella me preguntaba siempre si podía decir Kadish [rezo fúnebre] y le respondía que no, hasta no tuviera la certeza de su muerte. Esa vez le dije que ya era hora de recitarlo.
Al día siguiente, las Madres de Plaza de Mayo vinieron a protestar a Emanu-El y a recriminarme por qué les sacaba la última esperanza. Ya ni ellas respetaban lo que hacían. Eso me decidió a irme de aquí. Me saturé y me convencí de que no había sobrevivientes entre los secuestrados. Se lo comenté a mi esposa y llamé a Río de Janeiro y acepté la oferta de ser su rabino que me habían hecho.
La dictadura fue una época muy negra, triste y, en última instancia, sin logros porque mi trabajo era a favor de los desaparecidos, y no aparecieron. No fue un fracaso sino la sensación de embestir contra molinos. No conseguimos nada, más allá de mantener nuestras cabezas en alto, pero no logramos levantar la de nadie"