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La Argentina del siglo XIX

Un viaje en el tiempo: nada ha cambiado

Dos ingleses recorrieron estas tierras hace casi 200 años. Sus impresiones duelen de tanta actualidad: un país sin moneda, inmaduro, con una clase política de moral degradada y poco confiable.

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Paraná. La ciudad entrerriana era la capital de la Confederación que lideraba Justo José de Urquiza cuando uno de los viajeros recorrió la Argentina. Su visión resuena hoy. | fcdeu-uner

Es un lugar común afirmar que la Argentina es un país que gira en círculos como perro que intenta morderse la cola. Prácticamente atornillada en un mismo sitio, aunque en un terreno inclinado que la desliza hacia un abismo cuyo fondo creímos que era el 2001, pero que no lo fue, Argentina se repite una y otra vez empecinada en su espíritu autodestructivo.

Ignoro los motivos políticos, culturales o económicos que han convertido a nuestro país en un fenómeno estudiado por los más prestigiosos cientistas sociales del mundo. No pretendo, por lo tanto, más que una breve descripción o, mejor dicho, comparación con el pasado. Porque es lo mismo leer un diario de hoy que lo descrito en 1861, hace casi dos siglos. 

Confederación. En ese año el inglés Thomas Woodbine Hinchliff visitó el país, en ese entonces bajo la Confederación, y escribió un interesante relato de sus impresiones personales. Hinchliff era un abogado que abandonó su profesión para dedicarse a escalar montañas y recorrer el mundo en calidad de viajero que analiza todo lo que encuentra a su paso. En el libro describe minuciosamente la ciudad de Buenos Aires y las costumbres de sus 16 mil habitantes, las vestimentas de sus bellas mujeres y la de hombres de la clase alta: observa sus conversaciones y detalla también su precaria cultura. En ese momento la capital de la Confederación estaba en la ciudad de Paraná y Urquiza gobernaba con mano de hierro. Siete años más tarde sería derrotado por las huestes del general Mitre en la batalla de Pavón. 

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El libro, “Viaje al Plata en 1861”, fue publicado en Inglaterra en 1863 y se editó en castellano en 1955, traducido y comentado por el historiador José Luis Busaniche. El estudio preliminar lo escribió el poeta y crítico literario Rafael Alberto Arrieta. Cuando el lector ingresa en sus páginas descubre tantas similitudes con la realidad actual que puede resignarse con una sonrisa o con una mueca que simula la sonrisa.

El pobre peso. “Tratándose de la sagrada causa del progreso y de la libertad, el pobre, el miserable peso, fuera exprimido y sangrado una vez más. Se hicieron así grandes emisiones de papel moneda y los necios y radicales periódicos, fanfarroneaban y cacareaban como si hubieran descubierto una mina de oro”. 

Lo que intrigaba a Hinchliff es que para satisfacer algunas necesidades de índole política el gobierno imprimía papel moneda y generaba así la consecuente inflación que se reflejaba en los precios de los productos de consumo popular. Nada que nos sorprenda hoy en día. Su desorientación se incrementaba aún más al advertir que el valor del peso se depreciaba en relación con la libra, la moneda inglesa. Era frecuente, dice asombrado el inglés, escuchar a los ciudadanos preguntar “¿a cuánto está hoy la onza?”. Esta inquietud, como es fácil suponer para cualquier contemporáneo de la Argentina actual, tenía como presupuesto proteger los ahorros personales. Si el valor del peso estaba estrechamente ligado a la libra esterlina inglesa, toda variación que significara detrimento de los billetes depositados en el bolsillo de las personas era una pérdida de los ahorros de los individuos. El refugio para proteger los ahorros era la moneda extrajera.

Es sabido que una nación no puede existir sin una moneda, por lo tanto, podríamos aventurar apresuradamente que desde el siglo XIX este país no existe. Naturalmente esta afirmación es inexacta, pero nadie podrá desmentir la analogía que este improvisado analista intenta transmitir, solo a título de curiosidad.

No pretendo asomarme en el desconocido mundo de la economía ni de los economistas. Pero no puedo dejar de establecer una comparación con lo que ocurría hace casi dos siglos. Doy por descontado que en las angostas y oscuras calles de lodo de Buenos Aires no existían aún los llamados “arbolitos” que compran y venden dólares paralelos (entiéndase “negros”, ilegales o blue) de la actual pavimentada peatonal Florida; ni siquiera puedo afirmar que hubiera un mercado paralelo. Porque no lo sé. Lo llamativo es la similitud entre aquella época y la actual. 

Civilización. Refiriéndose a Urquiza, dice: “Este terrible prohombre es un ejemplo vivo de esos militares violentos déspotas que aparecen fatalmente en un país donde el elemento civilizado no es bastante fuerte”. Afortunadamente, los militares violentos han desaparecido del escenario argentino; ya no son motivo de preocupación para los ciudadanos. En cuanto a que el elemento civilizado no es bastante fuerte, queda a cargo del lector la valoración de estas palabras en el siglo XXI.

Otro visitante fue J. A. Beaumont, también inglés, quien recorrió estas tierras antes que su compatriota (1826-1827), y recogió sus impresiones en “Viajes por Entre Ríos, Buenos Aires y la Banda Oriental (1826-1827). Si bien su traductor y anotador Busaniche alerta al lector sobre este forastero debido a su condición de empresario frustrado (y rencoroso) por sus negocios de inmigración con las autoridades argentinas, vale la pena citarlo:  

“En cuanto a cuál es realmente la ley […] no pude encontrar uno solo (argentino) que me lo explicara durante mis diez meses de residencia allí. La ley no está publicada, sino que es asunto de los entendidos. Parece un producto muy variable y flexible y aunque no proporciona protección a un capitalista de Europa, parece que a un pícaro le sirve para muchos objetos en Buenos Aires”.

Hinchliff, pocos años después, coincide con esa afirmación: “Existe, dice el viajero, una desconfianza muy arraigada por la inseguridad de la propiedad; y las autoridades argentinas se muestran deseosas de persuadir al mundo de que tal sentimiento es erróneo”. Es evidente que no lo lograron ya que hasta el día de hoy los capitales internacionales continúan mirándonos con la misma desconfianza que en el siglo XIX. Entre los acostumbrados default, los cambios en las condiciones pactadas y las “nacionalizaciones” de empresas el mundo observa a la Argentina como un país poco confiable para invertir. 

“La parte peor de todo esto, agrega, es que el país en general gana la inmerecida fama de turbulencia y de ferocidad. Todo el mal proviene de unos pocos hombres violentos de un bando, y de unos pocos hombres inteligentes pero inescrupulosos e intrigantes, del otro”. Dejo al lector que elija quiénes son lo uno o lo otro. 

Es “un país poco maduro”, insiste Hinchliff. Por si alguien se distrajo y olvidó la fecha, reitero que este viajero lo escribió en 1861. Como se trata de una valoración psicológica, no me atrevo a desmentirlo. Pero es curioso que esta afirmación se repita con frecuencia en analistas contemporáneos. 

No obstante, no todo el panorama que describe es negativo. Hinchliff se entusiasma con el proyecto de crear una red ferroviaria que avance sobre las pampas. Pero aquí está claro que se equivoca cuando sostiene que los ferrocarriles “tendrán un gran éxito”. Sin duda lo tuvieron y fue una herramienta esencial para la expansión económica de la Argentina. La tragedia es que ya no existen. En ese declive al que me referí antes, la más grande red de vía ferroviaria de América latina fue comprada a precio exorbitante y desgajada poco a poco a lo largo de las décadas siguiente. Hoy Argentina carece de los ferrocarriles que supo “conquistar” y que destruyó con una notable habilidad autodestructiva.   

Errores. Beaumont, el primer visitante, aportó en 1827 una mirada ilustrativa: Argentina “es un país que ofrece campo casi ilimitado para sustento del hombre y solamente los errores cometidos en el curso de su propia historia han podido hacerlo hasta ahora infructuoso” .

“Las condiciones naturales del país, prosigue, son de primer orden y están llamadas a perdurar; pero los inconvenientes para su actual desarrollo, debidos a causas políticas y de orden moral (la cursiva me pertenece), son tales, que merecen una seria atención”. Hay que darle crédito a Sergio Bagú cuando afirma que Beaumont escribe molesto por el fracaso de sus proyectos de inmigración, pero también es cierto que desde antiguo se fue generalizando una degradación moral en las clases dirigentes que hoy perdura y que todos sufrimos. 

En el siguiente párrafo el autor inglés deja entrever el encono hacia los argentinos sobre el que alertó Bagú, pero también resulta esclarecedor, aunque parcialmente, del país que gira sobre sí mismo: “Los intelectuales no son buscados, ni los hombres que puedan dirigir a los otros, ni emprendedores ilustrados e inteligentes. El mejor de estos últimos llegado de Inglaterra, se encontraría con que es eclipsado por los criollos. Los hombres de ingenio andan vagando por ahí sin ocupación, los empresarios se ven frustrados en todas sus empresas; y en cuanto a guiar o dirigir a los demás, todos apuntan a esta distinción, y en consecuencia sobreabundan, como abundan también los factores y los dependientes”. 

Beaumont alerta a los empresarios extranjeros sobre cómo actuar en la Argentina si quieren arriesgar su capital: “…el que se aventura deberá haber vivido mucho en el país y aprendido a conocer sus costumbres peculiares, y deberá saber todo lo que está sucediendo en las especulaciones en juego; estar en el secreto del impuesto que ha de venir, y del rumbo que ha de tomar o en el secreto de la supresión de un impuesto o del embargo, la expedición o el tratado que pueden elevar el precio o hundirlo”.

Empréstitos. El alerta acerca de las inversiones o los préstamos no debía de ser descartado. Sergio Bagú, en su prólogo al texto de Hinchliff, nos recuerda que “el dinero de los empréstitos no se empleaba en obras que estimularan el desarrollo económico sino en cubrir déficit o en comprar armas para la guerra”. Por suerte, en nuestros días la guerra también ha sido descartada. Queda, como un lastre perpetuo el tapar agujeros deficitarios que parecen no tener ninguna posibilidad de resolución.

El enojado Beaumont concluye con una enunciación que su compatriota Hinchliff escribió apenas unos años después: “El precio de todas las mercaderías ha subido en proporción a la reducción en el valor de la moneda”. Esta afirmación se sigue repitiendo incansablemente y todos nos acostumbramos a leerla y escucharla diariamente en los medios de comunicación. 

No ignoro las objeciones que los historiadores podrían formular a este artículo. Seguramente desmentirán o relativizarán las conclusiones que he extraído de los textos de los autores ingleses. Me disculpo anticipadamente. Pero no pude dejar de asombrarme cuando leí los libros mencionados y encontré tantas analogías con el presente que necesité volcarlas al papel para compartirlas. Porque tengo la impresión de que el estancamiento argentino constituye un sino de difícil resolución.

 

*Periodista y escritor.