ELOBSERVADOR
la revolucion que no fue

Una casi nueva capital de novela

Viedma es un libro de flamante aparición que descubre los secretos del proyecto de Alfonsín de mudar la capital. El autor fue testigo directo de cómo creció y murió el plan argentino más ambicioso de las últimas décadas.

Capital. El proyecto de llevar todo el gobierno nacional a la Patagonia fue uno de los más ambiciosos planteados por Alfonsín. Se trataba de una nueva idea de país con una nueva idea de Capital y de u
| Cedoc Perfil

No recuerdo el día preciso, pero sucedió a principios de abril de 1986. Un día de semana, eso seguro. Porque lo primero que me dijo mi padre al despertarme fue: “Hoy faltás al colegio, quiero mostrarte algo importante”. Dicha así, la frase suena un poco a serie tonta de canal adolescente. Pero si pudieran escuchar el tono con que lo dijo, sabrían que estaba hablando muy en serio.
Por entonces, yo tenía 16 años. Y mi padre era el gobernador de Río Negro. Vivíamos, claro, en Viedma, la capital provincial.
Eran las seis y media
de la mañana.
Me levanté y fui a la cocina. Todavía no había nadie; sólo él, preparándome huevos revueltos. Creo que no lo veía cocinar nada desde hacía añares. Era bueno creando escenas, mi padre. “Abrigate, que vas a pasar frío”, siguió, intrigante. Salimos al estacionamiento de la residencia, donde nos esperaba un viejo Jeep, verde agua, descapotable, de Vialidad. El se sentó al volante y yo a su lado.
Tenía razón: pasé mucho frío mientras avanzábamos por la ruta hacia el mar. Al pasar el terraplén de las vías, nos desviamos por un camino de ripio, maltrecho. Mi padre no levantó el pie del acelerador.
Después de un par de kilómetros, estacionó bajo un montecito de álamos. Bajé de un salto, como tantas veces había visto en las películas de guerra que se debía bajar de los Jeep.
—¿Adónde vamos? –pregunté
—Ya vas a ver –respondió.
Caminamos siguiendo una columna de sauces y llegamos a un descampado, que costeaba con el río Negro, potente y misterioso. Un descampado de aproximadamente una hectárea, que se notaba recién compactado y nivelado. Allí se paró mi padre.
—Acá va a ser la futura capital de la Nación– dijo, solemne, abriendo los brazos.
Así me enteré, (casi) antes que nadie.
Esta podría haber sido una historia fantástica, de esas que le contamos orgullosos a hijos y nietos, si la Argentina fuese uno de esos países donde los proyectos se concretan. Pero es tan sólo otra historia de fracasos, melancólica, que apenas produce un poco de curiosidad: ¿cómo sería hoy la Argentina si Alfonsín hubiese concretado el traslado de la Capital a Viedma?

El canto de las sirenas. De adolescente, por una casualidad histórica, fui testigo privilegiado de hechos increíbles: desde aquel abril del ’86 y durante más de un año, Viedma fue la gran noticia. La gran esperanza. O la gran farsa… Alfonsín se quedó un par de noches a dormir en casa, porque prefería las habitaciones de huéspedes de la residencia que el hotel. Vi desfilar por el living familiar a ministros, embajadores que iban a elegir los terrenos para sus embajadas, visitantes ilustres, periodistas famosos, arquitectos e ingenieros que desplegaban en la mesa del comedor sus planos confidenciales. Bueno, es que en Viedma no tenían muchos lugares más a dónde ir, además de la residencia del gobernador.
Y claro: también circulaban millonarios en busca de grandes negocios. Y desesperados en busca de trabajo y algún porvenir. Decenas de familias llegaban cada semana desde distintos puntos del país, apiñándose alrededor de la terminal de ómnibus con valijas y niños, atraídos por el canto de las sirenas. Los cálculos oficiales indicaban que la nueva Capital –integrada por el complejo Viedma, Carmen de Patagones y Guardia Mitre– debería tener a esta altura, año 2015, unos 350 mil habitantes.
¿Qué pasó con todo eso? ¿Con aquellos planos, con aquellos sueños, con aquella gente? ¿Acaso alguien recuerda que incluso el Papa viajó hasta allí el 7 de abril de 1987 para bendecir a la futura capital de la Nación? Aquella fotografía de Juan Pablo II bajando del viejo Boeing con trasfondo patagónico no figura siquiera en los manuales de los colegios de Río Negro. Viedma, la Viedma capital de la Nación, fue borrada de la memoria nacional. Es que los pueblos prefieren olvidar sus fracasos más humillantes: pequeñas correcciones de la historia. Porque Viedma Capital fue el último gran plan nacional.
Si se lo piensa bien, quizá haya sido todo un acierto borrar de un plumazo aquel enorme desengaño.
Buscando respuestas, explorando explicaciones, empecé a escribir. Al principio, los textos no tenían ni nombre ni formato. No era novela ni ensayo. Apenas se trataba de frases sueltas, recuerdos que iban resurgiendo de aquellos cuatro años insólitos que viví en Viedma. La curiosidad por lo que había pasado fue creciendo. Y empecé a buscar fuentes, a entrevistar a ex funcionarios alfonsinistas, a buscar a los ingenieros y arquitectos que habían trabajado en el diagrama de la nueva Brasilia. Y entonces un día volví: dos décadas después de dejar la ciudad, volví a Viedma, como periodista, para intentar reconstruir esa historia, que también era mi historia. Y las frases fueron cobrando sentido. Y el relato, inesperadamente, se hizo novela. Supongo que era la única vía: porque en definitiva, aquella etapa viedmense es un capítulo curioso de la historia argentina reciente. Y ya se sabe que la Argentina es un país de novela.

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La ciudad del futuro. Lo que descubrí fue bastante asombroso. El proyecto había llegado mucho más lejos de lo que recordaba, y de lo que todos recuerdan. La ciudad que sería el símbolo de la Segunda República no fue tan sólo un espejismo: la capital del futuro llegó a diagramarse por completo, y se concretaron varias obras importantes. Una planta potabilizadora digna del primer mundo, un sistema integral de cloacas y pavimento, y unos cuarenta kilómetros de cañerías para desagües pluviales; el caserío de Guardia Mitre consiguió algo inimaginable: el tendido de gas domiciliario.
En la nueva Capital no iba a haber rectas. Las calles curvas, respetando el recorrido de las napas acuáticas, impedirían que el viento patagónico corriera desaforado. Ningún edificio tendría más de tres pisos, para dejar caer la luz con naturalidad sobre las anchas veredas, que invitaban a caminar. El poderoso río
Negro sería el eje de la ciudad, como sucede en tantas capitales europeas. Los edificios públicos se levantarían a sus márgenes, con siete puentes unificadores. La costa sur estaría dominada por el área Legislativa. La costa norte la compartirían el Poder Ejecutivo y el Judicial; a las afueras, sobre una lomada frondosa, se levantaría imponente la residencia presidencial. La Catedral, la estación de trenes, la ciudad universitaria, el centro cultural, el centro de convenciones, el museo, el embarcadero, el mercado central, el cuartel de policía y la guardia de granaderos completarían el paisaje urbano. 15 kilómetros al Oeste, en la desembocadura del río sobre el Atlántico, se proyectó un puerto comercial y deportivo. Las chacras del Idevi, del lado rionegrino, deberían abastecer de verduras y frutas a la creciente población. Las pasturas de Guardia Mitre alimentarían al ganado.
La de Viedma, en el fondo, es una historia triste. Es como la historia de una novia abandonada. A pesar de que el novio la siguió recordando con amor. Una vez, en un programa de televisión, le preguntaron a Alfonsín cuál había sido su error más grande como presidente. El radical respondió: “No concretar la mudanza de la Capital a Viedma. Debería haberme mudado, aunque sea en carpa”. Sucedió una tarde, en la residencia de verano de Chapadmalal, mientras analizaban modificaciones al plan económico. El ministro Troccoli telefoneó a Alfonsín desde Buenos Aires para contarle que la CGT preparaba un nuevo paro general, con movilización a la Casa Rosada incluida.
—Me tienen podrido estos hijos de puta. Me tengo que alejar de toda esa mierda. Se creen que la Plaza es sólo peronista. Hay que sacar al gobierno de Buenos Aires…
—Seguime –le pidió Alfonsín a Guerrero.
Lo llevó por pasillos de la Quinta que no conocía, entraron en un quincho, que evidentemente había cambiado su función principal. En tres mesas gigantes, el presidente tenía decenas de planos y hojas sueltas, con sus propias anotaciones, sobre lo que sería la nueva capital. El gobernador no podía creerlo. Alfonsín notó su incredulidad.
—Le dedico a esto tres o cuatro horas diarias. Me distrae, me relaja… Siempre quise crear una ciudad. Me está gustando más esto de crear una nueva ciudad que fundar una nueva república –bromeó.

*Periodista y escritor.