Los derechos sociales son un contundente termómetro del progresismo político. A diferencia de los derechos civiles y políticos propios del Estado liberal, que se violan cuando la acción pública invade la esfera privada, interviene abusivamente, reprime, prohíbe, censura o silencia (acciones todas éstas de las que hemos tenido penosos ejemplos en democracia, de los que no hablaremos aquí) los derechos sociales se violan cuando la acción pública no existe. Para su garantía requieren la participación activa del Gobierno, el compromiso económico: por eso su forma más usual de vulneración es la omisión de las obligaciones que el Estado asume cuando se compromete a cumplir con una condición específica de esta rama de derechos: la no regresividad.
En efecto, dado que dependen fuertemente de la distribución económica de recursos, por un lado expresan claramente la voluntad igualitarista o no de una gestión (¿concentrar beneficios en los intereses de una élite o redistribuirlos para producir una mayor accesibilidad a bienes en los grupos subalternizados?) y por otro no son igualmente exigibles en países geopolíticamente desiguales. Por eso los organismos internacionales, a fin de procurar un avance paulatino, pero sin retrocesos en la cultura de los derechos humanos, comprometen a los estados a fijar sus propias metas y en lo posible superarlas. Los gobiernos pueden argumentar, en los informes periódicos, que no se ha podido cumplir con esos avances por razones económicas, pero no hay argumentos aceptables para retroceder en derechos ya otorgados. En esto consiste la no regresividad.
¿Hemos retrocedido o hemos avanzado en los derechos sociales en la última década? ¿Estamos cerca o lejos de las metas que la propia gestión kirchnerista comprometió como objetivo de sus políticas públicas? No es una pregunta sencilla de responder. Claramente, investigar políticas sin acceso a datos es una tarea imposible, y la distorsión que produce la malversación del Indec obliga a recurrir a fuentes no gubernamentales y académicas cuya eficacia es objeto de controversia. Pero además, ha habido gestos de gran espectacularidad que invitan a una respuesta positiva, junto a abandonos y negativas inconcebibles que dejan abierta la demanda para la próxima gestión.
Si aplicamos una perspectiva de género a los derechos sociales, es decir, si tenemos en cuenta las vulnerabilidades específicas que producen las relaciones desiguales de género sobre las mujeres o sobre las formas disidentes de identidad o de orientación sexual, vemos que la política en estos últimos diez años, desoyendo todas las recomendaciones acerca de la transversalidad e integralidad que debe aplicarse a todas las políticas públicas, se ha dirigido de modo focal a resolver ciertos problemas, desatendiendo en cambio otros de modo dudosamente compatible con la declamación de progresismo político.
Indudablemente entre los aspectos positivos debemos considerar los avances en políticas legislativas referidas a la diversidad sexual. La Ley de Matrimonio Igualitario de 2010, la Ley de Identidad de Género de 2012 y la reciente modificación del Código Civil forman un plexo de garantías que impactó de modo inmediato en la sociedad. Según datos de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (Flgbt) desde la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario hasta julio de 2015 se celebraron 9.423 matrimonios. Según el presidente de la Comunidad Homosexual Argentina César Cigliutti, desde la sanción de la Ley de Identidad de Género hasta mayo de 2015 se inscribieron con su nuevo DNI más de 4.235 personas.
La utilización político-partidaria de estas medidas, luego de décadas de lucha de los movimientos por los derechos de la diversidad sexual (sus organizaciones trabajaron en la redacción misma de las leyes); la puesta en escena del Poder Ejecutivo con entrega de documentos en la Casa Rosada, y sobre todo el encumbramiento al funcionariato de algunos de sus dirigentes afines, produjeron divisiones que debilitan la agencia social lograda tras muchos años de trabajo en común, pero no alcanzan a ensombrecer los efectivos logros de estas medidas.
Sin embargo, cuando profundizamos en la voluntad política más allá de los gestos, aquella que compromete el financiamiento de las políticas sociales que derivan de estas leyes, encontramos una rémora que sí ensombrece el ejercicio efectivo de los derechos. Sólo en mayo de este año el Poder Ejecutivo reglamentó el artículo 11 de la Ley de Identidad Sexual, por el que se garantiza el acceso a los tratamientos médicos, hormonales y quirúrgicos y la inclusión de estas prácticas en el Plan Médico Obligatorio. Pero no se incluyó en el Presupuesto que por estos días debe discutir el Congreso, por lo que la efectiva aplicación se dilatará todavía en el tiempo y el acceso a la salud integral para personas transgénero quedará como deuda para la próxima gestión.
Aunque una mirada transversal de género obligaría a pensar todas las políticas públicas con metas igualitarias, por ignorancia o desinterés ésta no fue nunca la práctica del kirchnerismo. El Consejo Nacional de la Mujer es el área institucional específica que debería garantizar la aplicación de los instrumentos internacionales y regionales (la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, Cedaw, y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar Todas las Formas de Violencia hacia las Mujeres, Belém do Pará). Para cumplir su cometido tendría que interactuar con todos los ministerios. En su creación, Menem lo hizo depender directamente de Presidencia; luego De la Rúa lo ubicó a nivel de Jefatura de Gabinete de Ministros; pero a contramano de sus objetivos integrales el kirchnerismo lo ubicó dentro del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales que depende de Alicia Kirchner.
La ministra de Desarrollo Social ha desplegado en esta década el aspecto presuntamente femenino y sensible de la gesta que inició su hermano Néstor. También cumple esta función durante el gobierno de Cristina. Con un perfil conservador, una falta tal de transparencia que se negó incluso ante demanda judicial a informar sobre subsidios otorgados y beneficiarios de sus políticas, las políticas sociales del Consejo nunca tomaron vuelo más allá de intervenciones focales dirigidas a mujeres de sectores humildes. El retraso para reglamentar la Ley de Violencia, un tópico central del programa político que corresponde al área, y la falta de presupuesto para asistir con recursos específicos las necesidades de vivienda, trabajo, salud, educación, muestran una visión miope de los derechos sociales de las mujeres más allá de su enunciación.
Cristina Kirchner no quiere saber nada con estas cosas. Cuando habla de Derechos Humanos no entran los derechos sociales de las mujeres en su esquema conceptual, ni formamos parte de su política de reconocimiento. La presunta neutralidad de su punto de vista es el privilegio androcéntrico del sujeto hegemónico. No obstante, que una mujer haya llegado a Presidenta en este país es un modelo de identificación poderoso para millones de mujeres. Aunque los propios partidos políticos sigan siendo misóginos y en cada oportunidad electoral haya que reclamar judicialmente por algo tan básico como el cumplimiento de la Ley de Cupo.
Observemos una política social muy positiva implementada por decreto en octubre de 2009: la Asignación Universal por Hijo para Protección Social. En ella se ejemplifica la distorsión entre el discurso y la realidad. No es una política genuinamente “universal”. Es una transferencia condicionada en varios sentidos. Sólo pueden solicitarla mujeres “desocupadas” (entendiendo por ocupación una relación laboral rentada, porque todas las mujeres estamos muy ocupadas en cuestiones domésticas y de cuidado, una desigualdad en la que ninguna política gubernamental ha intentado intervenir). También está condicionada a cumplir con controles de salud y escolaridad en establecimientos de gestión pública. Y finalmente sólo la recibirán niños, niñas y adolescentes que no perciben asignaciones familiares vinculadas con la inserción laboral formal de su padre o madre.
En la actualidad la AUH tiene un valor de $ 837 mensuales y es recibida por 3,6 millones de chicxs. Con ello, más las asignaciones familiares, se amplió la cobertura del 42% al 82% de los niñxs y adolescentes. Además, en junio de este año se instauró por ley el mismo aumento que para las jubilaciones. Eso está muy bien. Sin embargo, la obligación estatal de garantizar la salud y la educación (dos derechos sociales básicos) ha sido transferida como responsabilidad a las mujeres, acentuando así sus obligaciones de cuidado para ser beneficiaria y reforzando su relegación al ámbito doméstico.
Razonablemente, muchas mujeres prefieren la AUH antes que salir a disputar empleo y salario en el mercado de trabajo. Casi el 90% de las mujeres trabajan en el sector Servicios, dentro del cual está incluido el servicio doméstico (donde la predominancia femenina es del 97%). Por el contrario, el sector Electricidad, Gas, Agua y Construcción tiene un 96% de mano de obra masculina, y en el sector Industrial sólo uno de cada cuatro empleados es mujer. Las brechas de ingreso, medidas a través de las diferencias entre el salario medio percibido por hombres y mujeres, son del orden del 27%. La AUH tiene entonces como efecto virtuoso para el Gobierno bajar los índices de desocupación.
Una deuda de información de la década kirchnerista acaba de ser subsanada. Hasta 2013 Argentina no contaba con datos sobre distribución del tiempo total de trabajo y el reparto de las responsabilidades de cuidado, fundamentales para avanzar hacia la igualdad de género en materia laboral. En 2013 el Indec realizó la primera Encuesta Nacional sobre Uso del Tiempo que da cuenta de que el 76% del tiempo de trabajo no remunerado doméstico pertenece a las mujeres. Esta deuda de la democracia para con la economía del cuidado, deberá ser afrontada por la próxima gestión si hay una verdadera vocación igualitaria. El tiempo que destinan las mujeres a estas tareas reporta en beneficio no sólo de quienes son cuidados (niñas, adultos mayores, discapacitados y personas enfermas), sino que privatiza y feminiza una obligación que corresponde al Estado, y redunda en la concentración de ganancias de quienes no incluyen en los salarios estas tareas como costo reproductivo de la fuerza de trabajo.
He dejado para el final el aspecto más arbitrario y caprichoso de la política social con impacto directo sobre las mujeres: las restricciones en el acceso al aborto legal. El propio kirchnerismo incluyó entre los Objetivos de Desarrollo del Milenio, como meta, la reducción de la Mortalidad Materna, de la que las complicaciones relacionadas con el aborto inseguro continúan siendo la primera causa obstétrica directa. El peso proporcional de las muertes por aborto tiene relación con el 60% de embarazos no planificados reportados por el Ministerio de Salud. Para evitar el embarazo no oportuno hay que tener políticas de educación sexual, acceso a la anticoncepción y prevención de la violencia de género: todas ellas políticas sociales. Las organizaciones que siguen con preocupación esta problemática calculan que hay 500 mil abortos por año. Las muertes por aborto inseguro son tantas como las de femicidio, sólo que es un femicidio silencioso y producido por omisión y no por acción.
Durante el gobierno de Néstor Kirchner las políticas de salud sexual y reproductiva tuvieron un notorio avance, en el marco de los derechos humanos. En 2005 se
elaboró la guía para mejorar la atención post aborto y en el 2007 se incorporó al Plan Médico Obligatorio la anticoncepción hormonal de emergencia, y se estableció una excelente Guía de Atención de Abortos no Punibles para que el personal médico actuara con seguridad en los casos de aborto legal. Desafortunadamente esto ocurrió
hacia el final de su gestión y desde la asunción de Cristina Kirchner tuvo un retroceso gravísimo.
Estando de campaña en París, le preguntaron a Cristina cuál iba a ser su posición sobre el aborto. Y su respuesta fue desconcertante: “Yo soy peronista, no feminista”. Ya siendo presidenta explicó públicamente que había perdido un embarazo y por esa experiencia dolorosa nunca iba a habilitar el aborto. Aquí hay una rara confusión entre las decisiones sobre su vida personal y las que afectan a la sociedad que le delegó poder. Y claramente en esto no tiene que ver principalmente la Iglesia, ya que la desafiaron frontalmente con el matrimonio igualitario.
En 2012 la Corte Suprema emite una sentencia conocida como “caso Fal”, en la que aclara el alcance del artículo 86 inciso 2 del Código Penal: el permiso para el aborto procede en todos los casos de violación, sin importar la capacidad de la mujer. Un fallo valiosísimo que da una serie de indicaciones para el proceder médico y judicial, pero que a tres años de dictado ha sido en gran parte desconocido tanto en niveles provinciales como en la jurisdicción nacional.
El intento de la Cámara de Diputados de ejercer su función, debatiendo el proyecto elaborado por la Campaña por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito, fue inmediatamente disciplinado y se silenció un debate necesario. Cuando el nuevo ministro de Salud, en una de sus primeras declaraciones, aseguró que se iba a tomar en serio este problema de salud pública y derechos humanos, el jefe de Gabinete Aníbal Fernández lo amordazó de modo grosero, pero eficaz. Nadie hace lo que hay que hacer, todos callan, los candidatos actuales no hablan del tema porque no es rentable hacerlo, de modo que esta deuda continuará pendiente para la próxima gestión, sin resultado cierto.
Así opera la falta de políticas sociales (o su ejecución errática, parcial o subordinada a otros fines): no mata sino que deja morir. Pero dejan morir selectivamente a quienes dependen principal o enteramente del Estado. Son a la vez un modo silencioso de eugenesia. Tal vez hoy sea difícil demostrar con los procedimientos de la Justicia esa cadena causal: las consecuencias lesivas del incumplimiento de los deberes del funcionario público por omisión. Pero su relevancia moral es muy significativa.
*Doctora en Filosofía (Iiege/UBA).