No puedo resistir la tentación de repetir las palabras del notable cineasta kurdo Hiner Saleem sobre su país para describir algo de la incomprensible y devastada situación en que se encuentra la Argentina: “Nuestro pasado es triste; nuestro presente, trágico; pero, felizmente, no tenemos futuro”. Tal vez sea el humor negro lo que más nos una con esas inhóspitas regiones y, obviamente, con una descripción así nos hallaríamos en las antípodas del pronóstico de Helio Jaguaribe, a quien en una época a Duhalde le gustaba repetir, acerca de que estábamos condenados al éxito. Todo induce a pensar, aunque más no sea por cuestiones metodológicas, que estaríamos mejor encaminados si nos colocáramos en un punto intermedio, pero con nuestras crisis recurrentes y la fragilidad social imperante situarnos en el “justo medio” pregonado por Aristóteles es otro exceso. Mejor entonces comenzar con una pregunta: exactamente, ¿dónde estamos?
Raymond Aron insistía en que era necesario un código común de significación para trazar un diagnóstico, mínimamente coincidente, entre actores con perspectivas diferentes. Ese código, hoy por hoy, no existe en nuestro país, o al menos no existe entre quienes gobiernan (no sólo a nivel nacional), entre quienes se aprestan a hacerlo y quienes intentamos esbozar un cuadro de situación. La censura social, la atomización que ha bloqueado durante décadas cualquier posibilidad de efectuar políticas de Estado, la anomia tantas veces señalada, se han agravado especialmente en el período que comenzó con el fin de la dictadura y que tendría que haber encarado a fondo la deliberada política de exclusión social que pusieron en marcha los militares y sus muchos acompañantes de 1976. Esta sanación, esta política de saneamiento, estuvo bloqueada casi desde el comienzo con una oleada de corrupción que debería hacernos pensar en un verdadero tsunami, que ha arrasado con débiles instituciones, importantes recursos públicos y con las escasas reflexiones que intentan comprender lo que nos está ocurriendo.
Por diferentes causas, pero con los mismos resultados, la pobreza continuó estratificándose con Alfonsín, Menem y los Kirchner (la Alianza produjo su propio desastre). Aquellos que se obstinan en no querer ver lo que tienen ante sus ojos deberían examinar las cifras de los organismos multilaterales para mensurar el crecimiento de la desigualdad, tanto en términos comparativos como absolutos. Los números son tan contundentes que Capitanich, hace unos días, se negó a dar respuesta ante el Parlamento. Según un experto que se fue del país en 1964 rumbo a la India, la pobreza en la Argentina, cuando partió, era del 6%, mientras que al regresar hace un par de años era de casi un tercio. ¿Pero cómo tener estadísticas confiables, para no decir exactas, cuando se destruyeron los instrumentos de medición y alrededor del 30% del empleo está en negro? Una de las mediciones de la desigualdad social de 2012 nos colocaba en el ominoso lugar 11 en todo el planeta, adelante de México, que estaba en el puesto 12.
Nadie puede dudar de que la pobreza y la exclusión están indisolublemente ligadas a la educación. Sin duda, este fracaso no es atribuible a un solo gobierno. Pero ninguno como éste para quitarse el sayo. Lo que deja estupefacto es que un país que históricamente había tenido las mejores tasas de alfabetización de América Latina se encuentre hoy en un estado calamitoso: una escuela primaria con doble escolaridad casi nula, una deserción enorme en la educación media y una distorsión asombrosa en las universidades públicas, adonde ingresa, al menos en algunas, un alto porcentaje proveniente de colegios privados. ¿No podrían acaso crearse fondos de becas, provenientes de estos segmentos, destinados a las capas más desfavorecidas? La muletilla de “la universidad para todos” ha terminado desembocando en una insensatez digna de Kafka o de Orwell, donde Chávez fue premiado por la libertad de prensa en una universidad que se contaba entre las grandes de nuestra América Latina.
Es evidente que habría que ser ciego para desconocer todo lo que la historiografía y las llamadas ciencias sociales nos enseñaron durante estos dos últimos siglos, cuando las desigualdades comenzaron a agudizarse en todo el planeta, inmediatamente después de producirse la segunda Revolución Industrial; ciego, sordo y mudo para no darse cuenta de que los conflictos, la violencia, los enfrentamientos, desde la lucha de clases a la de clanes, etnias, naciones, iglesias, civilizaciones, se desarrollan por todo el mundo. Pero hay que mantener una enorme capacidad de asombro, que muchos dirigentes parecen haber perdido para siempre, para asistir a la precariedad alimentaria del 25% de la población argentina –casi 40% son niños– y permanecer impertérrito, sin preguntarse cómo es factible que un país netamente productor de alimentos se encuentre en esta situación.
La reconstrucción de un Estado mínimamente eficiente, capaz de desarrollar políticas dignas de ese nombre, parece ser la herramienta indispensable para promover una intensa tarea educativa que tienda a destrabar el inmovilismo de la desigualdad social. Pero para eso es necesaria al mismo tiempo la regeneración de una dirigencia, no sólo política, que se encuentre en condiciones de diseñar y de implementar los cambios básicos en las áreas más urgentes: administración del Estado, educación, salud y seguridad. Es imposible que se produzcan estos cambios si la sociedad no acompaña de una manera dinámica, ya que una de sus características esenciales, señalada hace más de un siglo, es que con frecuencia espera todo del Estado sin dar nada a cambio. Quiere la mejor educación sin acompañar la formación de los docentes; la mejor salud, sin valorar al cuerpo profesional encargado de brindarla; la mejor seguridad, sin pagar por ella en formación de recursos y en equipamientos. En síntesis, el desmantelamiento y la desvirtuación del aparato estatal no han sido sólo una tarea del segmento político, aun cuando a ellos les cabe la mayor responsabilidad.
Uno de los factores esenciales que nuestra población debe recomponer es el sentido de responsabilidad social, cualquiera sea el grupo involucrado. El deterioro y la depredación de los espacios públicos revelan que la falta de cuidado de los bienes que escapan a la esfera privada no es privativa de un sector u otro, sino una marca casi de nacimiento de una población acostumbrada a no pagar un centavo por los daños que produce.
El sentido del “yo, argentino” puede observarse con nitidez en que, a posteriori, nadie prestó apoyo a la última dictadura militar y nadie los alentó en esa irresponsable aventura militar de las Malvinas, tampoco nadie votó a Alfonsín en 1983 o a Menem diez años después o a la Alianza en el transcurso de 2001. Algunos mintieron al comienzo en sus objetivos, como Menem, pero en general nadie engañó a nadie, como con el mantenimiento de una convertibilidad que estaba a punto de hacer explotar al país. El actual equipo gobernante entiende poco a nuestra sociedad si cree que ese cúmulo de mentiras sobre el cual ha asentado su gestión de gobierno va a seguir siendo efectivo cuando deje el poder. El fin del relato, del que tanto se habla, se ha vuelto evidente porque la realidad (energía, déficits de todo tipo, clientelismo inservible, inflación y pérdida del poder adquisitivo) golpea con insistencia a las puertas de un equipo gobernante que se encuentra, hoy por hoy, entre los más ineptos de la historia argentina. Lo más grave todavía es que no se divisan equipos idóneos ni planes factibles en el horizonte capaces de corregir una situación social, política y económica altamente conflictiva. ¿La República posible de Alberdi habrá sido sólo un sueño del pasado?
*Poeta, narrador y ensayista.