Mi comandante me mandó a decir que estuviera listo para una batalla. Estaba enfermo, pero no se lo dije a nadie porque daba mi vida por ir a una misión. Dos horas después, me llevaron a un búnker en las alturas del Golán junto a otros soldados.
Nadie sabía adónde iríamos. Nos subieron a un micro y nos dejaron en una base a las afueras de Tel Aviv. Nos ordenaron sentarnos debajo de unos eucaliptus y aguardar instrucciones.
Había mucha actividad militar, pero no entendíamos qué era lo que estaba pasando. Le pregunté a un amigo que trabajaba con nuestro general qué ocurría. “Vamos a Entebbe, a liberar a los rehenes”. ¿Me estás cargando? Es imposible, no tenemos forma de hacer algo así. “Es lo que escuché”.
Sentí que era un afortunado, pero a la vez me parecía algo inverosímil. No podía creerlo, pero intentaba no estar excitado porque en muchas oportunidades estábamos listos para una operación y no pasaba nada.
A la tarde, aterrizó un avión y nos dijeron que fuéramos adentro, nos sentáramos y esperáramos instrucciones. Pensé ¿Nos vamos ahora y nadie nos dice nada? A los veinte minutos nos ordenaron ponernos nuestros equipos y bajáramos para una reunión con nuestro general.
“Nuestra misión será ir a la terminal nueva y estar seguros de que todo esté tranquilo allí”, dijo. Sabíamos que podía haber empleados del aeropuerto y quizás policía. Teníamos que estar seguros de que no fueran una amenaza para la operación.
A la mañana siguiente, nos llevaron hasta los aviones y volamos hasta una base militar en el sur del desierto del Sinaí. Allí, Dan Shomron, el general responsable de toda la operación en el terreno, nos arengó: “Ustedes van a traer a los rehenes de vuelta a casa con vida. Van a dejar la moral del pueblo judío y de Israel en el mismo lugar que estaba antes de la guerra de Yom Kippur”. Fue el momento más importante de mi vida como judío. Fue una gran motivación. Tenía un gran peso y responsabilidad sobre mis hombros, sentía que no podía cometer un error o flaquear.
Cuando aterrizamos el piloto nos dijo: “Este será el momento más importante de la historia de Israel”. Ahí me di cuenta que no era joda. Corrimos hacia la terminal nueva, unos 500 metros, con unos gorros blancos puestos para reconocernos porque estaba todo oscuro y no se veía nada.
Cuando llegamos, los empleados del aeropuerto estaban muy confundidos. Tuvimos que revisar que no hubiera soldados o policías escondidos. Estuvimos allí una hora y media y fuimos los últimos en dejar Uganda.
En el vuelo de regreso, nadie decía nada. Sabíamos que habíamos hecho algo importante. Cuando aterrizamos, hicimos un informe y nos dijeron que nos fuéramos por un día.
Hice dedo a dos autos para llegar a mi casa en Beersheva. Cuando entré fue increíble. Mi hermano me preguntó: “¿Dónde estuviste las últimas 48 horas?” Le sonreí. Vos sabés adónde. Se puso muy contento y empezó a gritar: “Mamá, Sassi estuvo ahí”.