El actual programa del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín se compone de: La consagración de la primavera, versión que hizo en 1999 Mauricio Wainrot, sobre la obra de Stravinsky-Nijinsky; Oscuras golondrinas, de Daniel Goldín; y Galaxias, de Margarita Bali, en su regreso a los montajes escénicos. Para la historia de la danza contemporánea argentina, Bali es clave: como codirectora del famoso grupo Nucleodanza, que funcionó por 25 años; como defensora de los derechos de los bailarines, sobre todo al frente de la asociación Cocoa-Datei entre 1997 y 2001; y como investigadora y creadora en el cruce de artes escénicas con tecnologías audiovisuales y de interactividad. Por esta última vocación, que la hizo viajar y ganar premios internacionales, Bali casi había dejado de montar coreografías para escenario.
—¿Cuál es el origen y de qué se trata “Galaxias”?
—Para la Bienal 2012 Gyula Kosiche, presenté una video-instalación con imágenes de la NASA: galaxias, constelaciones, estrellas. También filmé bailarines e incluí al cuerpo humano. El conjunto no es un viaje intergaláctico tipo cine de ciencia ficción, sino algo muy neutro, que se proyectó en alta definición, sobre la superficie circular de la cúpula del Planetario. Se hizo en un solo día, y pensé en pasar todo ese trabajo y tiempo invertido a un plano escénico. Se lo propuse a Mauricio y le interesó. Para transformarlo al teatro reduje las proyecciones, porque ahora tengo bailarines en vivo en el escenario: después de dedicar años a las video-instalaciones, volví a hacer una coreografía normal, en la caja de un teatro convencional. Aquí el desafío es simular en el escenario lo que sucede en el espacio con los agujeros negros, el lugar que se traga toda la materia y emite una enorme cantidad de energía. Se supone que nuestra galaxia tiene un gran agujero negro al cual iremos a parar dentro de millones de años. Todo esto es la temática, pero es un juego, no es una clase de astronomía.
—¿Cómo fue tu pasaje de la danza de escenario a otros formatos?
—Desde 1993, cuando empecé a filmar la danza no como registro sino como obra, se me abrió todo un universo al poder llevar al bailarín a otros espacios. Primero usé calles, terrazas, rampas, escaleras de Buenos Aires; después filmé playas, arena, agua, texturas. Me interesó la edición, que es la parte de creación en la computadora. Es otra manera de hacer coreografía al combinar los elementos filmados. Después pasé a las tecnologías interactivas, usé programas como el Isadora, que desarrollaron una bailarina y un ingeniero en los Estados Unidos.
—¿Cómo es hacer este tipo de proyectos en la Argentina?
—Es complejo, porque hay que armarlo y desarmarlo todas las noches, porque no hay teatros ni espacios de ensayo dedicados exclusivamente a estos proyectos que necesitan, además, de un lugar para la tecnología, un espacio para el bailarín. Se requiere un esfuerzo personal y económico. Todo a pulmón. En Buenos Aires, aunque hay muchas obras de danza y gente que estudia, todavía ni siquiera tenemos un teatro para la danza, que tendría que ser un espacio –como los hay en Europa– flexible para la disposición de escenario, público, gradas, e instalación de tecnología. Pero los años pasan y ni siquiera hay un teatro común para la danza. Cada vez que hay un cambio de gestión, se dejan los proyectos y hay que volver a empezar.