Javier Daulte*
Tres momentos con Alfredo
Alfredo era una persona que siempre lograba sorprenderte. Inseguro, obsesivo, divertido, cariñoso, cascarrabias, disciplinado.
Recuerdo que estábamos ensayando Filosofía de vida, con Alfredo, Rodolfo Bebán, Claudia Lapacó, Marco Antonio Caponi y Alexia Moyano. Quizá hacía ya más de un mes que habíamos comenzado. Era un ensayo de cierta importancia. Más de la mitad de la obra ya estaba de pie y nos dispusimos a hacer una pasada de todo lo que teníamos hasta el momento. La puerta de entrada a la sala estaba cerca de la zona donde los actores trabajaban y lejos de donde yo me encontraba. De pronto, en medio del ensayo, en un momento delicado de la pieza, la puerta se abrió repentinamente y aparecieron dos señores. Yo, naturalmente, me sobresalté y le hice una rápida seña al asistente de dirección para que corriese y despidiese a los intrusos. Todo ocurrió muy rápido. Obviamente, yo estaba atento a la reacción de Alfredo frente a la inoportuna interrupción. Su expresión no era precisamente de alegría. Para colmo de males, los señores no se retiraron a pesar del pedido del asistente, e insistieron en la intromisión.
—Por favor —intercedí.
Uno de los hombres, sin ningún empacho y sin siquiera mirarme, dijo:
—Soy el dueño del lugar y se lo estoy mostrando a un amigo. ¿Ves? —agregó, dirigiéndose a su amigo y señalando a Alfredo como si fuese un mueble—. Este es uno de los mejores actores argentinos.
Alfredo hasta el momento no había dicho nada, y sólo se ocupaba de no disimular la profunda molestia que todo el incordio le producía. Pero en ese momento se irguió en su asiento, se volvió hacia el impertinente sujeto y con su más divertida cara de actor le dijo:
—¿Uno de los mejores? ¡No! ¡El mejor!
El señor se sintió desconcertado y se retiró. Nosotros nos partimos de risa.
Ese era Alfredo, alguien que no se tomaba en serio a sí mismo, y que sabía que el humor era uno de los rasgos más sobresalientes de la inteligencia. Estar con él, compartir una cena, un café, un ensayo, o un momento en su camarín antes de que saliera a escena era siempre una experiencia gratificante. El se ocupaba de levantarte el ánimo si estabas decaído por alguna cosa. Quería que los que lo rodeaban se sintieran siempre a gusto. Era, claro, un gran seductor, encima del escenario y fuera de él.
Su vida era el teatro. Una vez, durante la temporada de Filosofía… en el Metropolitan, se tuvo que suspender la función porque no se sentía nada bien. Al día siguiente, fui al teatro a verlo y me dijo:
—Qué cosa más triste es no hacer función.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Y tenía razón: suspender una función, que el show no continúe, es de una gran tristeza. Y él, hasta el final, hasta que pudo, continuó. Haciendo lo que más amaba: teatro.
Cuando ya teníamos la obra montada hasta el final (aún en la sala de ensayos), la pasamos toda y Alfredo hizo el peor ensayo que nadie se pueda imaginar. Había estado monocorde y aburrido, a diferencia de todo lo que había venido haciendo hasta el momento, que era luminoso, lleno de gracia y de humor. Y yo creí entender lo que había pasado. Me acerqué para hablarle aparte, bastante temeroso.
—¿Cómo te sentiste, Alfredo?
—Como nunca. Me sentí maravillosamente bien.
Me quedé atónito. ¿Cómo decirle que, por el contrario, yo creía que había sido por lejos su peor ensayo?
—Ajá. Me parece –empecé–… que hoy entendiste el personaje ¿no?
—¡Exacto! –exclamó la mar de feliz.
—Bueno, creo que ése es el problema. Que lo entendiste.
—¿Cómo que es el problema?
—Y sí –traté de ser lo más amable posible–. Como lo entendiste, lo estás haciendo todo igual. Y además lo están actuando. Cuando no lo entendías no lo actuabas, sencillamente eras.
Alfredo se puso serio. Pensé que me iba a mandar a la mierda y que al día siguiente habría otro director frente al proyecto. Me agarró fuerte del brazo y yo me preparé para lo peor.
—Nunca jamás dejes que me pase eso, Javier. Nunca.
Pocas veces sentí tanta emoción. Su humildad y su capacidad de recibir una crítica me apabullaron. Ojalá yo haya aprendido algo de él.
*Director, dramaturgo y guionista. Lo dirigió en Filosofía de vida.
Agustin Alezzo**
Imposible de olvidar
En 1970, nos conocimos Alfredo y yo. En el año anterior había estrenado Ejecución, una pieza canadiense en el teatro Payró. Alfredo la había visto y, al ser invitado a hacer temporada de 1970 en el Teatro San Martín, pidió que yo lo dirigiera. Osvaldo Bonet, que dirigía el teatro en ese entonces, me citó y entonces me hizo el ofrecimiento.
Esa tarde tuvimos el primer encuentro con Alfredo y ahí nos conocimos. El se mostró tan entusiasmado con el proyecto y con la idea de trabajar juntos que yo acepté también contagiado por su entusiasmo, más allá de mis temores ante dirigir un proyecto de tal magnitud en el Teatro San Martín.
El producto de ese trabajo fue Romance de Lobos, de Ramón de Valle Inclán. Alfredo fue un compañero único en el tiempo de trabajo, atento a todo aquello que pudiera afectar y que yo pudiese necesitar. Aún lo recuerdo un día llegando corriendo por la calle Corrientes para llegar puntualmente al ensayo.
Su calidez y su sentido del humor fueron dos compañeros que tuve siempre en el transcurso del trabajo. Así como pude desde entonces gozar de su amistad y de su confianza en estos 44 años que han transcurrido de aquel encuentro.
Alfredo era una personalidad con miles de facetas, muchas veces sorpresivas, que lo convertían en alguien profundamente querible e imposible de olvidar. Nos acompañará siempre con toda su intensidad mientras nuestra memoria nos haga presente lo vivido.
**Actor, director.
Rubén Szuchmacher***
Alfredo Alcón y William Shakespeare
Decir que Shakespeare es uno de los autores más inspirados de la literatura dramática universal no es ninguna novedad. Decir que Alfredo Alcón es el mejor actor argentino, tampoco. Y decir que la conjunción de estos dos portentos era siempre una fiesta para los sentidos ya parecería no sorprender a nadie.
Sin embargo, no es así. En cada una de las actuaciones de Alfredo Alcón a partir de textos de Shakespeare se volvía a renovar la sorpresa y el deleite que se produce al escuchar cómo esas maravillosas palabras, esas increíbles ideas del autor inglés, emergían de la boca de ese inmenso actor que tenía la incomparable capacidad de volver comprensible cualquier texto.
Alfredo Alcón pertenecía a esa clase de artistas, pocos ya, que todavía confían en las palabras. Y esa confianza se transformaba en generosidad para con el público pues él anhelaba que cada concepto, cada descripción, devenidos poesía, fueran entendidos profundamente por aquellos que asistían a las representaciones.
Nunca salían de su boca palabras que no fueran enteramente comprendidas, sólidamente imaginadas y delicadamente organizadas como sonidos.
Shakespeare no es un autor fácil, pero Alfredo Alcón permitía que la complejidad de esas palabras llegara con claridad, con soltura. La unión entre esos dos grandes era una epifanía, sin duda.
Sus dos Hamlet, el de la televisión y el del teatro, su Ricardo III, su Próspero, sus Rey Lear, aunque distintos por los trabajos de los directores, tuvieron algo en común: la fuerza del verbo shakespereano en los labios de un actor como instrumento para desalentar cualquier indiferencia.
Será inolvidable, al menos para mí, esa escena de la tormenta en Rey Lear. Unos pocos sonidos de truenos, una luz apenas movediza, una escenografía mínima y en un lateral del escenario un hombre que se planta frente a las fuerzas de la naturaleza para insultarlas por haberle enviado a esas hijas malvadas que lo han hecho tan desgraciado; ese rey, desde un cuerpo desprotegido, ya casi desvencijado, pero firme en sus impulsos. Alfredo Alcón lograba que esa mítica tormenta del teatro universal, una escena casi imposible de pensar, se encarnara en su cuerpo y estallara de manera brutal en el cuerpo de los espectadores sin ningún artilugio ni efectos especiales, sólo con la fuerza de las palabras.
Así será Alfredo Alcón siempre, pero mucho más con las palabras de Shakespeare: un arma mortal contra la cosificación y la banalidad.
***Director teatral.
Lino Patalano****
Un señor de la escena
Fue un señor de la escena, con todas las palabras, de arriba abajo. Pero, por sobre todas las cosas, era el gozozo, el que sabía vivir, el trabajador, el generoso en todos sus aspectos y el divertido. Porque para ser un actor de su dimensión no alcanza con ser un señor, sino que debe saber divertirse y compartir con todos. Desde el último portero hasta el más grande actor. Fue un ejemplo. Hay que aplaudirlo, pensarlo y tratar de imitarlo en lo genial.
El año pasado se cumplieron veinte años de cuando le propuse Escenas de la Vida Conyugal, con Norma Aleandro. Fue difícil porque ellos habían sido pareja, pero a Norma le encantó la idea y terminó siendo maravilloso. Un goce, y gracias a eso pude entrar al Maipo. También estuve con él en otras obras y compartiendo escenario con Julio Bocca, donde interpretaba un romance de García Lorca mientras Julio bailaba. Hitos, como cuando mientras todo lo popular en la calle se hacía con música o danza, apareció una idea de Pacho O’Donnell queriendo hacer algo para la Biblioteca Nacional. En su empalizada montamos Los Caminos de Federico y se juntaron 40 mil personas para escuchar su palabra y quedaron electrizadas con Alcón. Sin música ni aditamentos ni proyección de nada.
Disfrutaba de lo que hacía. Me sorprendió cuando una noche, en la que el Luna Park estaba abarrotado, Bocca estaba bailando y él haciendo el romance, en medio de muchísimo calor, porque los bailarines necesitan que estuviera cálido. En ese momento, sufrió una lipotimia y se desmayó. Se cerró el telón con sus patitas hacia adelante. Fuimos a ver qué le había pasado y en seguida se incorporó, tomó agua y dijo: “Bueno, volvamos de cero”. “Cómo de cero”, dije, pero no hubo manera de hacerlo cambiar de opinión. Ése era Alfredo Alcón.
****Productor teatral.