
Antes de ser luthier de bandoneones, Oscar Fisher fue bandoneonista. De esa época
recuerda que el repertorio que tocaba con su sexteto en el Abasto, lo decidía el chofer de la combi
que llevaba a los turistas hasta el local.
Frente a todas las presunciones de vida bohemia que –uno imagina– vive un
arreglador de esos objetos maravillosos, Fisher contrapone otra realidad.
Dice que los bandoneones no se fabrican ni nunca se fabricaron en la Argentina;
salvo el caso de algún aventurero loco que lo intentó sin buenos resultados. Que los mejores se
hicieron en Alemania en 1930, donde aún se siguen fabricando. Que,
debido al auge del tango, los extranjeros se llevan dos bandoneones desembolsando cifras de
dinero con las que en Europa no podrían comprarse ni medio instrumento nuevo. Que si no se
toma ninguna medida de protección, esto se extingue.
Fisher nos recibe en la
Casa del Bandoneón, un espacio donde funcionan una biblioteca de partituras tangueras, un
museo con fueyes de todas las épocas, una sala donde da cursos de luthería, y su taller.
Es uno de los escasísimos luthiers que existen en nuestro país que hacen todo el trabajo de
restauración de un bandoneón. Desde la primera pieza hasta la última. Hace ya cinco años que se
instaló en el barrio de San Telmo, cuando a su oficio ya no le cabía un departamento de dos
ambientes.
“Me mudé en diciembre del 2001. Imaginate lo que era intentar afinar con este
aparatito que capta cada sonido –hasta ese ventilador tan silencioso–, con los
cacerolazos que reinaban afuera. Fue muy extraño empezar este proyecto tan grande, en un momento en
que parecía que todo terminaba.” Por suerte no fue así.
Su interés por la reparación y afinación de bandoneones comenzó hace diez años, cuando quiso
comprarse uno y tardó tres años y medio en lograrlo. “El que conseguí estaba completamente
deteriorado. Así que lo fui arreglando como un chico que desarma sus juguetes. Ahí empecé a buscar
información por todo Buenos Aires, fui a bibliotecas, visité afinadores y no encontré nada. Nadie
que quisiera explicarme. Los únicos que me ayudaron fueron unos acordeonistas de acá y unos
luthiers alemanes con los que me carteé; ellos habrán creído que yo era alemán por mi apellido (se
ríe) y me mandaron pilas de catálogos, planos, estudios sobre sonido, fotos”.
El momento de quiebre que llevó a Oscar Fisher a ser un arreglador distinto de lo
habitual llegó inesperadamente: “
Yo al principio vendía los bandoneones que arreglaba al que se pusiera con la plata. Un día
vino un japonés que empezó a tocar los que tenía durante varias horas. El tipo me regatea el precio
de uno, yo se lo bajo y finalmente me dice: ‘Bueno, pero quiero estos dos’. Es decir
que dinero tenía. Yo se los vendí, pero cuando se fue caminé hasta la cocina, me senté en el piso,
contra la puerta del horno, muy triste. Y a partir de ahí decidí no venderle más un bandoneón a un
extranjero. Hago excepciones cuando son músicos profesionales; pero en ese momento se
estaban llevando los bandoneones como souvenires para poner en una vitrina. Hoy, como va la mano,
el día que mi hija quiera comprar un bandoneón se va a tener que ir a Europa”.
—¿Y qué posibilidades hay de que se hagan bandoneones nuevos en la Argentina
hoy?
—
Toda la posibilidad. El gran tema es que se fabrican bandoneones en nuestro país y no se
venden a nadie, porque hay una generación que se ha ocupado de instalar en las cabezas de
los pibes que nada de lo que fue va a volver a ser. Y hablo de músicos muy reconocidos. Y si no son
ellos los que impulsan esto, no sé quién va a hacerlo. Pero la cuestión va a decantar. Los pibes
jóvenes se vienen con todo, estudian muchísimo y en serio. El camino está lindo.