Ya en la recta que le permitirá culminar hoy, esta segunda temporada de True Detective vuelve a incomodar al espectador, como lo hiciera el año pasado en su debut. Y es que, bajo el amparo del género policial, lo que Nic Pizzolatto hace es mostrar que la vida contemporánea no difiere demasiado de lo que en otros siglos se consideraba que era el infierno o, en el mejor de los casos, el purgatorio. La pesquisa propia del detective lo que hace es dejar a la vista que las sociedades y las estructuras de poder del siglo XXI dejan mucho, demasiado, que desear.
Sin embargo, no debe pensarse esta temporada de True Detective como una continuación de la anterior. Y no sólo porque la historia que se cuenta sea otra, sino porque la versión 2015 funciona como espejo de la de 2014.
Si el año pasado los personajes encarnados por Matthew McCounaghey y Woody Harrelson tenían sus vidas armadas con alambre y entraban en una debacle al descubrir el caso policial y sus horrores, en ésta Colin Farrell, Vince Vaughn y Rachel McAdams andan a la deriva por la existencia hasta que descubrir el horror los endereza, les otorga un sentido. Lo pavoroso, parece decirnos Pizzolatto, al menos nos saca de la autoconmiseración.
Hay otra diferencia fundamental en esta nueva versión de True Detective, y es que la primera temporada contó con un único director, Cary Fukunaga, que aportaba su notable visión estética y daba uniformidad a los ocho episodios.
Ese lujo se perdió cuando Fukunaga prefirió embarcarse en una adaptación al cine de la novela It –a la que renunció la semana pasada porque le escamoteaban el presupuesto–, y esta temporada dejó demasiado a la vista las ambivalencias estéticas de que haya muchos directores. Eso no quita, claro, que True Detective –incluso siendo a veces un tanto pretenciosa– cumple con lo que se supone debe hacer el arte: preguntarnos si todo esto tiene sentido, y cuán responsables somos de que nada cambie nunca.