En El Kafka, su teatro, repuso este fin de semana
Decadencia del inglés Steven Berkoff, con Ingrid Pelicori
y Horacio Peña. Además, a las dos semanas de haberse ido Alfredo Alcón de Rey Lear, Rubén
Szuchmacher lo llamó para hacer
Muerte de un viajante. El director se lamenta de no estar
en ningún teatro oficial, aunque los técnicos lo saluden con afecto, porque saben que sus
propuestas convocan.
—¿Por qué volver a
Decadencia, una obra de 1996?
—Sigue siendo vigente, sobre todo por ese neoliberalismo que plantea. La estrenamos en
pleno ‘menemato’ y resultaba dura. En 2002, después de la crisis, sonaba horrorosa y
ahora retoma su virulencia. Los problemas siguen siendo actuales, como la separación de clases.
—Por lo general, trabaja con los mismos actores, ¿por
qué?
—Trabajo con la gente. Nadie en el teatro se salva solo. Es una tarea colectiva. Brook,
Mnouchkine, Stein, Strehler o Kantor, todos tuvieron su elenco y crearon junto a sus actores. Así
se puede ir profundizando. Reivindico los elencos estables, debería haber muchos. El director sólo
no puede hacer nada. No creo en el autoritarismo, ni en la vida, ni en la política.
—¿Cómo fue dirigir a Alfredo Alcón por segunda vez?
—Es una de las aventuras más fascinantes. Entablamos una relación de trabajo muy
activa. El me eligió para trabajar y esto me emociona. No soy un director caprichoso, ni tengo
ideas preestablecidas.
—¿Qué diferencias hay entre dirigir para un teatro oficial o
comercial?
—No existen diferencias. En las salas oficiales deberían existir los riesgos, sin
interesarles el éxito comercial. Pero hoy en día la realidad se adecua al mercado, basta con mirar
la puerta del San Martín. Salen a competir con reglas comerciales: figuras televisivas y títulos
fáciles. El teatro hay que hacerlo con gente de escenario. Tenemos muy buenos actores de
televisión, pero trasladados a las salas tienen problemas, son códigos distintos.
—
¿Siempre lo convocan para dar opiniones polémicas?
—Soy protestón, contestatario, sueno muy pedante. Me peleo mucho con Kive Staiff, pero
después nos amigamos. También me enfrenté con Jorge Telerman, cuando era secretario de Cultura y
desde el año 2000 no estoy en el Colón, aun siendo regisseur y habiendo trabajado antes allí. Hace
un tiempo saqué una nota de opinión cuestionando cómo va el Cervantes... no me llaman para dirigir
allí desde los 80.
—¿Cómo mantiene la libertad de opinión?
—No vivo de la dirección teatral, sino de la docencia. Por eso puedo elegir qué quiero.
Creo que el profesor debe ser como el médico, aunque gane más en un sanatorio tiene que atender
también en un hospital.
—¿Cuál es el problema de nuestra cultura oficial?
—Nunca se asumió como oficial, es vampírica. No hay reflexión por parte de la gente que
está en cargos oficiales. En un momento en que el mercado es muy fuerte, se doblegan frente a él.
Pero el tema no es económico, sino de criterio. Creo que Staiff logró que el San Martín funcione,
pero el tiempo pasó y siento que la producción debería ser diferente.
—¿Por qué no dirige obras de autores nacionales?
—Los autores argentinos importantes hoy no me acercan textos, como sí me pasaba en los
90, cuando estrené Veronese y Spregelburd. Me hubiera gustado tener un vínculo como Ricardo Monti
con Jaime Kogan o Griselda Gambaro con Laura Yusem.
—¿Próximos estrenos?
—Un trabajo sobre Otelo de Shakespeare, titulado Relatos, rumores y sospechas, y una
obra de Marivaux para un teatro comercial. Ya empiezo a sentir miedo, me pasa cuando inicio un
nuevo proyecto. Temo fracasar.