En momentos sensibles, cuando hay un tropiezo político que disimular, o un logro que comunicar o se debe echar mano a un elemento distractor, cuando es necesaria una ponderación o hay que enfrentar enemigos, pero sobre todo cuando tiene que refrendar su credibilidad, al poder le gusta mostrarse rodeado por figuras del espectáculo. Porque el show santifica al poder. Al mismo tiempo, las estrellas de la cámara, los siempre sonrientes modelos sociales, también obtienen beneficios al vender su amor instrumental. En esa negociación –más riesgosa para el que recibe la paga que para el que la da– quien se atreva a manchar su honor se salvará, porque, mientras dure su luz, el poder no le soltará la mano. Beneficios recíprocos de un tráfico espurio de maneras civilizadas y comidas gourmet.
El poder invita, visita, va a estrenos, se conmueve, se moviliza, se convierte en productor, mecenas, financista o lo que haga falta, a cambio de una palabra a favor. En la era de las estimaciones en que la pobreza es un índice y el amor y la seducción se confunden entre sí, cuando la publicidad tiene que contrapesar el escepticismo creciente, el favor de los formadores de opinión resulta esencial. Su consentimiento lava las culpas del poder: si ellos aprueban, la masa también aprobará. Así recomiendan los consejeros, que saben bien que el amor de los medios es tan transitivo como Facebook: los amigos de mis amigos son también mis amigos aunque no sepa quiénes son. Transitividad fatal: mientras tanto, a espaldas de todos, Facebook recolecta opiniones y las vende… a la política. Es el mercado de la amistad.
Son los tiempos de la foto, el encuentro entre los poderosos y los protagonistas siempre entifica en un testimonio-imagen que tiene un fin doble: amplia difusión y esconde una amenaza velada. Negocios son negocios. La foto constituirá la prueba del delito que recuerde siempre la escena que un día alguien querrá olvidar. “No digas que no me conocés, todo el mundo vio la foto”. Porque la foto dura más que el poder político, sujeto a la devaluación constante de sus supuestos valores. En las fotos con el poder, una sonrisa banal sella un pacto con el diablo. El poder es capaz de conceder beneficios terrenales, pero la foto es eterna y testimonia para siempre los negocios que un día los protagonistas preferirán esconder.
Así funciona la economía del poder, seduciendo a los que opinan en voz alta y son capaces de domesticar a los que opinan en voz baja. De ahí la santificación de los medios y sus protagonistas en una suerte de star system paralelo del que brillan los excluidos. No hay cenas con científicos, con intelectuales, con opacos profesionales ni con artistas poco conocidos, para el poder solo cuentan las estrellas de la cámara. Ni siquiera importa su talento, si lo tienen: las estrellas tienen el poder de seducir a millones y a cambio el poder les abre las puertas del Olimpo.
Sin embargo, pareciera que no se advierten las fisuras. Los oscuros consejeros que recomiendan a los poderosos descender a los canales de televisión o convertir sus despachos en sets iluminados, olvidan medir los efectos colaterales de estos intercambios. Es el error de considerar a la sociedad exclusivamente en términos de consumidor, votante o televidente cuyo emergente visible es una generación a la que lo único que le importa es adquirir fama como mercancía de cambio. Porque todos saben que la fama –aún la inmerecida– redunda en beneficios. Pero los consejeros no miden con el mismo rigor el resentimiento creciente de los que merecen la atención del poder y no obstante quedan marginados, condenados a mirar por televisión escenas mal actuadas y fotos falsas de protagonistas y poderosos.
Por eso las mediciones se han ido volviendo desconfiables, imprecisas, fallan cada vez más y nadie entiende bien por qué. Porque las mediciones se han vuelto ciegas a la indignación de los que han quedado fuera de la foto, es decir, sin imagen social. Ya no distinguen la escena construida de la escena real.
Son incapaces de leer el odio que se genera en un sector de la sociedad que se siente insultado ante tantas sonrisas y tan pocos motivos para sonreír.
*Director y guionista.