Algunos lo conocimos, a otros se lo contamos, otros quizá ni siquiera lo sepan. Pero en una época las obras tanto del teatro comercial como del teatro público iban de martes a domingos. No hace tanto, y sin embargo los martes de teatro fueron quedando en el olvido.
Esto puede lamentarse ya que sin duda esa reducción respondió a una triste coyuntura económica. A aquella coyuntura siguieron muchas otras; en algunos momentos la actividad repuntó, en otros volvió a magros balances. Sea como fuere, los martes se volvieron irrecuperables.
Pero todo siguió y sigue evolucionando. En el circuito alternativo la oferta de espectáculos hace rato que abarca de lunes a lunes y se agregan constantemente horarios aún más alternativos; de tarde y hasta al mediodía. Asimismo, en el ámbito comercial se programan obras en los horarios alternativos libres de las grandes salas de la calle Corrientes. Comenzó, si mal no recuerdo, hace unos años con Estado de ira, los lunes; luego La omisión de la familia Coleman, El loco y la camisa, ahora comenzó La fiesta del viejo, y sin duda hay y habrá muchos casos más. Los hábitos y las tradiciones van mutando de manera poco previsible. Supongo que es algo que siempre ha ocurrido y siempre ocurrirá. Eso no es bueno ni malo.
Estamos en un momento en que la incertidumbre del rumbo económico de nuestro país, haciéndonos sentir de forma permanente al borde de algún tipo de catástrofe terminal, vapulea incansablemente todos los ámbitos de consumo interno. Nadie sabe cuánto vale el dinero, mucho menos cómo cuidarlo; eso, en el privilegiado caso de los que disponen de algún dinero extra para salir al teatro, al cine o a comer afuera.
Dicen que la temporada pasada fue floja en el teatro comercial, que esta comenzó de manera más auspiciosa pero que decayó en febrero; marzo sabemos que es un mes difícil por el fin del verano y el comienzo de las clases; esperamos con optimismo Semana Santa; y así, cada mes, cada temporada.
¿Por qué es bueno que el público llene las salas teatrales? ¿Por qué es malo que eso no ocurra?
Todos podríamos ensayar respuestas para esas preguntas.
Nuestro pensamiento más urgente se inclina a pensar en las fuentes de trabajo de tantos (más allá de los actores, directores, autores, productores) a quienes afecta de manera más o menos directa la afluencia de público.
Pero además de esa necesaria preocupación, hay otra, y es que detrás de los fríos y contundentes cálculos numéricos lo que se puede ver afectado son los contenidos. Porque ante el apremio económico, el sálvese quien pueda puede perfilarse como una ley legítima de la que nadie tiene por qué avergonzarse. Todos tenemos derecho a querer salvarnos. ¿Pero salvarnos de qué y a qué precio?
Que algo funcione no quiere decir que sea bueno. Que algo no funcione no quiere decir que no lo sea.
Perder los martes es una cosa, perder en el territorio de los contenidos es otra, muy diferente, más peligrosa.
Siempre he pensado que la obligación de los artistas es imaginar alternativas ante la dificultades que presenta tal o cual coyuntura. A veces ese trabajo de imaginación puede resultar agotador, y es legítimo aspirar a una situación socioeconómica justa y estable que permita a los creadores trabajar con libertad y tranquilidad. El problema es que mientras esperamos a que esa situación se suscite, el desierto (como dijo Nietzsche) avanza.
Creo que es un deber resistir a la pauperización de los contenidos. Por el contrario, su riqueza ha sido y en muchos casos aún es marca registrada de nuestro panorama teatral. No perdamos esa riqueza de la manera que perdimos los martes. Porque una vez perdidos, los martes y la riqueza de contenidos ya no van a volver.