¡Qué cosa hermosa que es Hermanos y detectives! Tiene ideas, corazón y grandeza, tres cualidades que en la tele nuestra de cada día nunca (¡nunca!) aparecen juntas. El primer capítulo duró 58 minutos sin cortes, se fue volando y nos dejó pidiendo otra: queremos más y lo queremos ahora… ¡Que todos los días sean miércoles!
Sabrán disculpar el exabrupto, pero cuando algo es grande, en general, lo justo es señalarlo, en nuestra tele, últimamente, a un programa que entusiasma se impone levantarle un altar y señalarlo con carteles de neón que, para empezar, le avisen al espectador que tiene la posibilidad de pasar un momento 100 x 100 libre de Bailando... o Cantando por un sueño u otras pesadillas por el estilo.
Porque lo primero que llama la atención en Hermanos y detectives es eso mismo que se destacaba en Los simuladores, el ciclo anterior del director Damián Szifrón: está tan alejado del programa de la TV actual y a la vez es tan genuinamente televisivo que instala una certeza seguida, por qué no, de un cierto recelo. A ver cómo es eso…
A) La certeza: hay espacio para una televisión noble y graciosa, que se preocupe por que el mejor producto posible pueda ser disfrutado por la mayor cantidad de gente despierta y que se juega a reemplazar el “minuto a minuto” por el “idea a idea”.
B) La sospecha: ¿por qué no se hace más televisión de este tipo? ¿Es acaso Szifrón el único, el dueño de una fórmula secreta, el elegido? ¿Es por pereza? ¿Es por miedo? ¿Es porque los que están ya hacen lo que les sale o lo que pueden pero a la vez clausuraron la entrada a ideas y miradas nuevas?
Szifrón no es un hermano de otro planeta, y es rigurosamente televisivo porque entiende que el clasicismo del cine todavía puede ser vanguardia en la TV, y que hay muchísima información perdida que vale la pena rescatar para un nuevo formato y para nuevos públicos. Hermanos y detectives cuenta el clásico cruce de buddy-buddy con pareja-despareja, la historia del oficial de policía Franco Montero (el notable Rodrigo grande), un burócrata triste que un buen día se entera de la muerte de su padre y de la única herencia que éste le dejó: el cuidado de Lorenzo Montero (el genial Rodrigo pequeño), un medio hermano del que jamás había tenido noticia y que resulta ser un niño genio.
El cuentito es el que ya desde el título se promete, el de los hermanos-detectives, y para el primer capítulo el director no dudó en echar mano a recursos narrativos del cine clásico (una maravilla ese viaje en auto bajo la lluvia contado a través de la realidad Simulcop de los fondos proyectados), a una lógica de cómic o al argumento de un neo-noir de los ochenta como la emblemática Muerto al llegar.
Ese generoso despliegue, que así y todo bordea lo apolíneo (en el marco de una televisión bastante cachivachera), lleva a un resultado final en el que los detalles o las referencias llaman la atención pero jamás por encima del conjunto, que es lo verdaderamente deslumbrante.
Cuando sentimos que un programa de una hora duró 15 minutos en lugar de cuatro siglos, hay algo que funciona. Y de maravillas.