ESPECTACULOS
Entrevista

Imanol Arias, el vasco más argentino de todos

Volvió a los escenarios luego de veinticuatro años con La vida a palos. Confiesa que ya no cree en la política, y lamenta que los actores hayan perdido la privacidad.

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Hoy. Se presenta en el Maipo con La vida a palos, donde compone tres papeles diferentes. Termina la visita el 9 de septiembre. | Aballay

Llegó a Buenos Aires Imanol Arias. Nuestra ciudad le es muy cercana y la eligió para volver a subirse a un escenario luego de veinticuatro años de ausencia de los teatros. Está haciendo de miércoles a domingos La vida a palos, de Pedro Atienza y José Manuel Mora, junto a Aitor Luna, Guadalupe Lancho, Raúl Jiménez y Hangonyi “Batio”, con dirección de Carlota Ferrar, en el Maipo.

Arias ha estado en Argentina siempre en fechas muy claves. Desde su primera visita, en 1983, para filmar Camila, de María Luisa Bemberg, oportunidad donde conoció al presidente Raúl Alfonsín, o su estadía en 1994 para hacer Calígula en tiempos del atentado contra la AMIA hasta hoy, con el debate por la ley del aborto legal, seguro y gratuito.

“Ya soy mayor y no creo en la política –reflexiona–. Veo cómo se repiten los ciclos con muy poca capacidad de transformar las cosas. Las desigualdades son enormes. Los políticos trabajan por cuatro años y piensan en las elecciones. Creo en la formación y en la educación. Así como fui intolerante con la derecha y el fascismo, ahora lo soy con la política del corto plazo, que no habla de la educación, ni de los valores morales”.

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—¿Cómo pasaron tantos años sin hacer teatro?

—Es un error en la vida de uno. Tiene explicación y consecuencias que pagaré algún día. No se puede abandonar el teatro. Cuando dejas de hacerlo, uno tiene una conciencia equivocada de que se sigue perteneciendo a él, pero no es así. Se pertenece estando. Nadie te echa, tú mismo te extraes de ahí. Coincidió en mi vida con un cambio tecnológico, la televisión pasó a tener formato de cine. Tuve oportunidades para volver y algunas fueron muy dolorosas de rechazar, varias con Lino Patalano, con quien tengo un contrato amistoso como se hacen entre italianos y españoles. Ibamos a comprar los derechos de Los puentes de Madison para hacer con Susú Pecoraro. Pero hace diecisiete años que hago una serie de éxito en la televisión con capítulos semanales de un millón de euros y grabo de septiembre a mayo/junio. Durante un tiempo hice solo eso, dejé de tener vacaciones familiares y empecé a hacer películas. Ahora sumé otra serie, Velvet, más el teatro y en septiembre empiezo a filmar una película. Aprendí a no tomarme a la ligera las posibilidades.  

—¿Por qué?

—Cambiaron algunas circunstancias del actor. Antes teníamos más anonimato. Uno se permitía observar, que es la primera premisa para crear, como un voyeur, imitar, luego sentir la vida, en tiempos más relajados y eso te daba trascendencia. Ahora todo es más inmediato. La gente no quiere hablar conmigo, solo se quiere sacar una foto… Hoy se pueden ver ficciones en cualquier formato y lugar. El teatro se ha convertido en el único sitio vivo, donde podemos seguir educándonos, aparte de las escuelas. Sigue teniendo la ceremonia de la presencia y un valor cultural muy importante. Al final de nuestras vidas seremos invisibles, menos pompas…

Paradojas

—Un actor que se siente vasco nos abre el mundo flamenco…

—La madre de mis hijos (Pastora Vega) forma parte de una familia tradicional del mundo flamenco y de los toros. Los veinticinco años en que convivimos conocí a mucha gente de ese universo. Su abuelo fue el torero Rafael Vega de los Reyes, Gitanillo de Triana, y su bisabuela, Pastora Imperio, quien les abrió las puertas en su tablado a Isabel Pantoja, Rocío Jurado, íntima amiga de la familia de Lola Flores. Así me hice amigo del autor de esta pieza (Pedro Atienza).

—Te dirigió una mujer, Carlota Ferrar: ¿Fue fácil?

—Ella es coreógrafa y bailarina, además de directora. Me gustan las mujeres fuertes. Carlota tiene un gran talento y me ha disciplinado mucho. El teatro debe ser una ceremonia perfecta, no hay que hacer gestos para gustar porque sí. Aquí se muestra un mundo, el abandono, la paternidad, la opción del arte por encima de la vida o al revés. El flamenco tiene palos de ida y vuelta, y esta historia que contamos también. Todo lo que estaba en el texto original se trasladó con solo cuatro personajes.

Elecciones

—La tecnología que tiene el espectáculo ¿compite con la actuación?

—Hay que ser muy preciso. Y exige que todo lo que hagas tenga un ajuste. El espectáculo toma presencia con el cantaor Raúl Jiménez y el cellista Batio. Cuando esa verdad se impone, no hay tecnología que valga. Lo que ponés detrás suma. Impera la ceremonia. El autor, Pedro Atienza, me dijo que el flamenco es un arte profundo. Antes que llegara Camarón de la Isla era oscuro, había que verlo por la noche, no se grababa. Tenías que asistir a su tablao, nunca antes de las tres de la mañana. Junto con Paco de Lucía le dan otra musicalidad y trasciende hacia los festivales internacionales. El más grande fue Camarón, que llevó el flamenco a su punto más alto y lo transformó todo. Sara Varas y Antonio Gades lo convierten en ballet, Carlos Saura en cine. Pero el teatro nunca había tenido una historia flamenca, y La vida a palos pretende serlo. Hay algo de la estética de la pintora gitana Lita Cabellut. Aparecen personajes muertos “como apestados por enfermedades malditas”, el sida y la heroína fueron devastadores en Madrid, como en tantas partes del mundo.

—¿Artista o padre?

—Nunca opté por alguna de ellas a full, pero otras personas sí lo hicieron. Hay momentos en la vida en que uno siente la necesidad de volver a mirar la cara de su padre. En esta historia hay mucho de autobiográfico en lo que relata Pedro Atienza, inspirándose en su vida y en la de tantos artistas. Hicimos un trabajo laborioso legal, está mi nombre,pero irá hacia sus herederos.

 

Gassman, Rabal y Banderas

Dialogar con Imanol Arias es contar con una interpretación personal. Cambia su voz para relatar anécdotas, gesticula y mira a los ojos. Se involucra con su oyente y cada respuesta tiene un preámbulo. Cuando se le pregunta por Adolfo Marsillach inicia la historia así: “Cuando hice el servicio mi-litar me pegaron el primer día porque sabía manejar armas y además era vasco. Expliqué que había estudiado en una escuela de armería en Bilbao. Sabía que había una biblioteca con ‘libros castigados’, o sea prohibidos, que no podían salir. Hice el curso de cabo primero para poder acceder a ellos. Le expliqué al general, al que estaba a cargo, que quería ser actor y poder leer. Allí encontré un texto casi manuscrito de Federico García Lorca, lo saqué y se lo entregué a la familia. Lo hicimos Vittorio Gassman, Francisco ‘Paco’ Rabal y yo, el año pasado se lo regalé a Antonio Banderas para su cumpleaños. También descubrí otro libro, el de Teatro Nacional Popular de Jean Vilar, con sus normas, estilos, actuación y a mano tomé notas. Le envié estos apuntes a Blanca, la hija de Adolfo Marsillach. El los recibió, preguntó cuándo terminaba la mili y pidió que audicionara. Gané tres protagónicos. Nunca estuve en su círculo, pero no lo olvidaré nunca.”

Imposible no recordar que hizo dos veces Calígula. “Albert Camus aceptó una versión para España, que perdía profundidad en cuanto al fascismo, pero ganaba en potencia de capricho de poder. La dirección de José Tamayo tenía muchos trucos, la hicimos en espacios enormes, teatros romanos como el Mérida, en plazas de toros… para cinco mil personas. Una ahijada me contó que había un manuscrito, una tercera versión, con modificaciones del mismo Camus, y ése fue el que llevó Rubén Szuchmacher al escenario de La Plaza. Aquí sí hablaba del poder, del absurdo y lo había trasladado a tiempos de Mussolini, Rubén sabe muchísimo. El éxito de ese espectáculo se debió al montaje donde estaban Fabián Vena y Manuel Callau. Fueron ocho meses de éxito.”